Lo que hizo el indigente cuando le dieron una moneda dejó a todos llorando

 

El Zócalo de la Ciudad de México es un monstruo de mil cabezas. Un torbellino de organilleros, turistas con cámaras, vendedores de esquites y burócratas apresurados. En ese océano de humanidad, ahogarse en la indiferencia es el destino más común. Y en una de sus esquinas, donde el sol pegaba con la furia de un dios olvidado, se sentaba Santiago.

Para el mundo, Santiago no era un nombre, era un obstáculo. Un bulto de harapos y piel curtida por el sol y la mugre, con una barba canosa que ocultaba tanto su boca como sus historias. Llevaba años en esa misma esquina, tan parte del paisaje como la Catedral Metropolitana, pero infinitamente más ignorado. No pedía, no gritaba. Simplemente existía, con una lata de chiles abollada a sus pies y una mirada perdida en un horizonte que solo él podía ver. Sus ojos, de un azul deslavado y acuoso, eran dos lagunas de una tristeza tan antigua que la mayoría prefería no asomarse.

Esa tarde de martes, el caos era el de siempre. Valeria Orozco cortaba el aire con sus tacones de diseñador. Su teléfono, una placa de vidrio y tecnología de punta, estaba pegado a su oreja.

—No, Ricardo, no lo entiendo. ¿Cómo que el proveedor de Borgoña se retrasó? ¡La cata es el viernes! —su voz era un látigo de seda, afilada y acostumbrada a la obediencia—. Soluciónalo. No me pagan para oír problemas, me pagan para que desaparezcan.

Valeria era la heredera del imperio Orozco, dueños de las tiendas departamentales más lujosas del país. Su mundo era de satén, champán y la fría aritmética de las ganancias. Al pasar por la esquina de Santiago, ni siquiera lo vio a él. Vio una mancha en su perfecta visión periférica, una nota discordante en la sinfonía de su éxito.

Molesta, sin detener su llamada, rebuscó en su bolso de piel de cocodrilo. Sus dedos, adornados con un discreto pero costosísimo anillo de diamantes, pescaron lo primero que tocaron. Una moneda. Una sola y mísera moneda de un peso.

Con un gesto de desdén, casi como si arrojara basura, la lanzó a la lata de Santiago. El “clink” fue un sonido diminuto, patético, devorado al instante por el rugido de la ciudad. Valeria siguió su camino, ya inmersa de nuevo en la crisis existencial de no tener el vino adecuado para su evento. Para ella, el acto y el hombre ya habían dejado de existir.

Pero la moneda no.

Santiago bajó la vista. Vio el pequeño disco de metal brillando sobre el fondo oxidado de la lata. Y algo en su rostro, una máscara de apatía forjada durante años, se quebró. Sus ojos azules se inundaron, no de gratitud, sino de un dolor tan agudo, tan visceral, que pareció robarle el aire. Sus manos temblorosas, con las uñas rotas y negras de tierra, se metieron en la lata y recogieron la moneda.

Y entonces, hizo lo impensable. Se movió.

Con un quejido que pareció salir de las entrañas de la tierra, Santiago se puso de pie. Sus rodillas tronaron como ramas secas. La gente a su alrededor, acostumbrada a su inmovilidad, se detuvo. Un vendedor de periódicos bajó su diario. Una pareja de enamorados dejó de besarse. El movimiento de Santiago fue tan anómalo que rompió el hechizo de la indiferencia.

Ignoró su lata, su trozo de cartón que le servía de cama, todo. Apretó la moneda en su puño y, con una cojera pronunciada pero una determinación de hierro, comenzó a caminar. A seguir a Valeria.

La multitud lo observaba, una ola de murmullos se extendió por la plaza. ¿Qué quería? ¿Iba a reclamarle por la mísera limosna? ¿Iba a asaltarla? El miedo y la curiosidad eran una mezcla potente.

Valeria, ajena a todo, llegó a la terraza de un lujoso hotel con vistas a la Catedral. Se sentó en una mesa y pidió un agua mineral con un aire de impaciencia real. Estaba a punto de volver a llamar a su asistente cuando una sombra cayó sobre ella.

Era Santiago. Estaba de pie junto a su mesa, jadeando por el esfuerzo. Su olor era una mezcla de polvo, soledad y lluvia agria. Valeria lo miró con una mezcla de asco y alarma.

—¿Qué demonios quiere? ¡Seguridad! —gritó, buscando con la mirada a un mesero.

Pero Santiago no dijo nada. Solo la miraba. Sus ojos azules no eran los de un mendigo, eran los de un juez, un fantasma, un recuerdo. Lentamente, con un esfuerzo que pareció costarle el mundo, levantó su mano temblorosa y la abrió.

En su palma sucia y agrietada no solo estaba la moneda de un peso que ella le había dado. Junto a ella, sacó un pequeño trozo de tela, mugriento y deshilachado. Con una delicadeza que contradecía su aspecto, lo desenvolvió. Dentro había otra moneda de un peso. Idéntica a la primera, pero oscurecida por el tiempo, sus bordes gastados y lisos por el roce de décadas.

—La guardé siempre —graznó Santiago, su voz era como grava—. La guardé… como me lo pediste.

Valeria lo miró, confundida y furiosa. —¿De qué diablos está hablando? ¡Aléjese de mí o llamaré a la policía!

Santiago negó con la cabeza, y una lágrima, la primera, rodó por su mejilla, trazando un surco limpio en la mugre. Su mirada se desvió del rostro de Valeria a su muñeca. A la pequeña y casi imperceptible cicatriz en forma de media luna que tenía desde niña por una caída en el jardín.

—La noche que te fuiste… —continuó él, su voz ganando una fuerza temblorosa—. Te caíste corriendo. Llorabas. Y yo te di mi moneda de la suerte. Te dije: “Toma, Laurita. Para que nunca te olvides de tu papá. Yo me quedaré con la tuya. Y un día, cuando nos volvamos a ver, las juntaremos”.

Laura. Nadie la llamaba Laura desde que tenía cinco años. Era el nombre que usaba su padre. Un padre que, según la historia oficial de la familia Orozco, era un don nadie, un músico bohemio que había abandonado a su madre y a ella para perseguir sus sueños, muriendo olvidado en algún rincón del país.

El mundo de Valeria se detuvo. El ruido del Zócalo se desvaneció. Solo existía la voz rota de ese hombre y un recuerdo, una imagen borrosa y prohibida que había mantenido enterrada en lo más profundo de su ser: un hombre joven con los mismos ojos azules, oliendo a tabaco y a guitarra, haciéndole cosquillas hasta que le dolía la barriga de tanto reír.

—Mi padre está muerto —susurró ella, pero sonó más a una pregunta que a una afirmación.

—Tu abuelo, Don Armando, le hizo creer eso a tu madre —dijo Santiago, el dolor de treinta años de injusticia en cada palabra—. Él me odiaba. Un músico pobre no era digno de su hija. La noche que tu madre y yo decidimos escapar juntos, contigo, él nos encontró. Sus hombres me dieron una paliza que casi me mata y me arrojaron a las afueras de la ciudad. Me amenazaron. Si alguna vez me acercaba a ustedes de nuevo, me matarían. Y a tu madre le dijo que yo la había abandonado, que había robado su dinero y me había ido.

El corazón de Valeria empezó a latir con una violencia que le sacudía todo el cuerpo. La historia oficial de su abuelo, el patriarca, el hombre que la había criado en un lujo frío y distante, se resquebrajaba.

—He pasado treinta años buscándote, Laurita —sollozó Santiago, ya sin control—. Después de que tu madre murió, intenté encontrarte, pero tu abuelo era demasiado poderoso. Me convertí en un fantasma. Perdí todo, la memoria por un tiempo, la esperanza casi siempre. Pero nunca gasté tu moneda. Era lo único real que me quedaba. Y hoy… de entre todas las personas en esta ciudad… de entre todas las monedas… tú me diste a su gemela.

El colapso de Valeria fue total. No fue un llanto elegante. Fue un aullido desgarrador, animal, que brotó desde el fondo de un alma que acababa de ser destrozada y reconstruida en un instante. El bolso de cocodrilo cayó al suelo. El teléfono se estrelló contra las baldosas. La mujer de negocios, la heredera, la reina de hielo, se disolvió, y en su lugar solo quedó una niña de cinco años que había perdido a su papá.

Se deslizó de la silla y cayó de rodillas en el suelo de la terraza, con las manos en la cara, sus sollozos sacudiendo todo su cuerpo.

Y fue entonces cuando ocurrió la magia. La gente en las mesas cercanas, que había estado observando el drama en un silencio tenso, se conmovió. El mesero que corría a llamar a seguridad se detuvo, con lágrimas en los ojos. Una pareja de turistas alemanes se abrazaron, llorando en silencio. En la plaza de abajo, la multitud que había seguido a Santiago y había escuchado la historia a gritos, estaba completamente rota.

El vendedor de periódicos se secaba las lágrimas con la manga de la camisa. La mujer de los esquites rezaba en voz baja, con el rostro bañado en llanto. Incluso los policías que se acercaban, alertados por el alboroto, se detuvieron, conmovidos, entendiendo que estaban presenciando algo sagrado.

La ciudad entera pareció contener la respiración, unida por el dolor y la belleza de ese momento. Lloraban por el padre y la hija, por los años robados, por la crueldad del poder y del dinero. Lloraban porque, por un instante, se dieron cuenta de que cada uno de esos bultos anónimos en las esquinas tenía una historia, un nombre, un corazón que podía romperse igual que el suyo.

Santiago se arrodilló junto a ella, sus articulaciones crujiendo en protesta. Y con las mismas manos sucias que habían recogido la moneda del desprecio, rodeó a su hija. La abrazó por primera vez en treinta años. Olía a calle, a supervivencia, a derrota. Y para Valeria, en ese momento, olía a hogar.

Allí, en la terraza de un hotel de cinco estrellas, con el corazón de México como testigo, un padre y una hija se encontraron. Y a su alrededor, una ciudad acostumbrada a la dureza, lloró con ellos, sus lágrimas colectivas limpiando, aunque fuera por un instante, la indiferencia del mundo.