El niño huérfano halló refugio en un camión abandonado y al subir a la cabina

comenzó a llorar sin parar. Cuéntanos aquí abajo en los comentarios desde qué

ciudad nos escuchas. Dale click al botón de like y vamos con la historia.

Santiago tenía 11 años cuando descubrió que el director del hogar infantil San

Gabriel había estado vendiendo niños a familias que prometían adopciones

especiales. madrugada había visto el intercambio desde la cocina donde trabajaba

limpiando platos, billetes manchados cambiando de manos, documentos

falsificados firmados apresuradamente, promesas susurradas de que los niños

tendrían oportunidades mejores en el extranjero. Santiago conocía la verdad amarga detrás

de esas mentiras. Su mejor amiga Elena, de 9 años, que soñaba con ser maestra y

ayudaba a los niños más pequeños con sus letras, había desaparecido una semana

atrás bajo la historia inventada de una familia americana que la quería mucho.

Elena, quien compartía su pan cuando Santiago enfermaba, quien inventaba canciones

para hacer dormir a los bebés que lloraban por las noches. hogar infantil.

San Gabriel se alzaba como una fortaleza de concreto gris en los barrios pobres

de Guadalajara. 50 niños asinados en dormitorios húmedos

que olían a desesperanza, comidacionada que apenas sustentaba cuerpos en

crecimiento, castigos brutales por cualquier intento de queja o rebeldía.

Santiago había llegado ahí 6 años atrás, después de que sus padres murieran en un

accidente de construcción, cuando un edificio mal construido colapsó sobre

los trabajadores, sin parientes conocidos, sin documentos oficiales que

probaran su existencia, nadie preguntaba por él. Los niños del hogar aprendían

rápidamente las reglas no escritas de supervivencia. No hacer preguntas sobre los compañeros que desaparecían

misteriosamente. No protestar por las raciones de comida insuficientes. Mantenerse invisibles

cuando llegaban visitantes extraños con trajes caros y sonrisas falsas. Aquellos

que causaban demasiados problemas. Terminaban en el sótano durante días sin

luz ni comida. Los que persistían en su rebeldía simplemente se desvanecían durante la

noche y nuevos rostros asustados ocupaban sus catres antes del amanecer

siguiente. Santiago había logrado sobrevivir volviéndose indispensable. Era ágil para

trepar y limpiar ventanas altas, fuerte para cargar sacos de provisiones pesados, silencioso para moverse por el

edificio sin ser detectado por los guardias nocturnos. El director Ramírez lo usaba para tareas

que requerían discreción absoluta. Y a cambio, Santiago recibía protección

contra los castigos más severos que sufrían otros niños. Pero esa protección

frágil había terminado cuando Santiago cometió el error fatal de preguntar

directamente qué había pasado con Elena. El niño Santiago está haciendo

demasiadas preguntas sobre operaciones internas. Había escuchado decir al

director por teléfono esa tarde, hablando en voz baja, pero no lo suficientemente baja. Sí, el de 11 años,

cabello negro, ojos cafés, complexión delgada. No tiene familia registrada que

pregunte por él. Perfecto para el próximo envío hacia el norte. Santiago pasó esa noche completamente

despierto, fingiendo dormir mientras su mente trabajaba frenéticamente

planificando una escapatoria desesperada. Durante semanas había observado

meticulosamente las rutinas de los guardias. Había notado que la puerta trasera de la cocina tenía una cerradura

defectuosa. Había memorizado los horarios exactos de

las patrullas nocturnas que recorrían el perímetro. Cuando las primeras luces

grises del amanecer aparecieron en el horizonte, Santiago puso su plan

desesperado en acción. Durante el baño matutino obligatorio, mientras los otros

niños se duchaban con agua fría bajo supervisión estricta, logró escabullirse

hacia la cocina. trabajó la cerradura defectuosa con un alambre que había

estado escondiendo durante semanas, girando y empujando hasta que el mecanismo finalmente cedió. Se

deslizó por la puerta trasera hacia el patio de servicio, sintiendo el aire frío de la mañana contra su piel. El

muro trasero estaba coronado con alambre de púas, pero Santiago había

identificado una sección donde los alambres estaban sueltos. Trepó usando cajas de madera apiladas,

pasó cuidadosamente entre las púas que le rasguñaron los brazos y saltó al

callejón del otro lado. Corrió por calles empedradas mientras la ciudad

despertaba lentamente. Su ropa del hogar lo delataba inmediatamente.

Pantalón café desteñido con remiendos visibles. camisa blanca amarillenta por

años de lavado deficiente, zapatos de plástico con agujeros que dejaban entrar

piedras pequeñas. Parecía exactamente lo que era, un niño

huérfano fugitivo sin lugar seguro hacia dónde ir. Santiago siguió las vías del

tren que se dirigían hacia las montañas circundantes. Había escuchado a trabajadores del hogar

hablar de pueblos abandonados en las sierras, lugares donde las fábricas

habían cerrado y las familias se habían marchado hacia las ciudades, dejando

atrás estructuras vacías y recuerdos olvidados.

El sol estaba alto cuando llegó a un puente ferroviario que cruzaba una barranca profunda.

Abajo podía distinguir los restos de lo que había sido un pueblo próspero. Casas

de adobe con techos hundidos por años de lluvia y abandono. Una iglesia sin

campanario, estructuras industriales de metal corroído por el tiempo y la negligencia.