En 1902, la Ciudad de México era un hervidero de progreso y devoción, donde el tranvía eléctrico compartía las calles empedradas con las procesiones religiosas. En el barrio de San Miguel, en la calle de Jesús María, vivía la familia Montalbán: Don Evaristo, un comerciante respetado; su esposa, Doña Teresa, que dirigía un pequeño orfanato en la trastienda; y sus cuatro hijas, Clara, Inés, Soledad y Magdalena.

Para los vecinos, eran un pilar de la fe. Asistían a misa diaria en la Iglesia de la Soledad, siempre silenciosos, siempre vestidos con modestia. Don Evaristo financiaba altares y Doña Teresa cuidaba de los desamparados. Sin embargo, nadie recordaba haber visto a las niñas jugar. Solo se oían, algunas noches, coros infantiles entonando cánticos en latín tras las gruesas cortinas de la fachada azul pálido.

Las niñas, ninguna de las cuales llegó a la adolescencia, eran descritas en los registros parroquiales con una sola frase: “Entregadas a la obra divina”.

El terror se desató en una fría noche de febrero. Lucía, una huérfana de diez años del improvisado orfanato de Doña Teresa, irrumpió en la calle. Corrió hasta la casa del vecino más cercano con las manos manchadas de sangre, gritando que “las hermanitas estaban durmiendo en el suelo rodeadas de velas”.

Cuando la policía llegó, la casa número 47 estaba completamente vacía. La familia Montalbán se había desvanecido.

Los periódicos de la capital apenas mencionaron el caso. Tres líneas en la sección de sucesos: “Familia de San Miguel desaparecida. Sospechan motivos religiosos”. Pero lo que no se atrevieron a publicar fue lo que los agentes encontraron en el sótano.

Bajo la casa, descubrieron un altar de piedra manchado con sangre seca. Sobre él, objetos litúrgicos de procedencia eclesiástica, un crucifijo invertido de madera ennegrecida y una figura de la Virgen cubierta con un velo rojo. Pero lo más perturbador fueron los cabellos trenzados con cintas, pertenecientes, según los análisis, a niñas de entre 8 y 12 años.

El informe médico del Dr. Alejandro Zúñiga, fechado el 12 de marzo, describía tres esqueletos femeninos incompletos hallados bajo el piso del sótano. Presentaban fracturas en el esternón y cortes precisos en las muñecas. La conclusión del forense fue tajante: “Vaciados de sangre antes de la muerte”. En el margen, escribió a mano dos palabras: “Sacrificio litúrgúrgico”.

El juez encargado del caso, Benjamín Escoto, comenzó a tirar del hilo. Descubrió que otras niñas del barrio habían desaparecido, como Isabel Zúñiga, cuya madre recibió una cinta con su nombre y la frase en latín “Hostia pura” (Hostia pura). Descubrió que los Montalbán podrían pertenecer a una secta mística radical conocida como “Los devotos del Cordero inmaculado”, que practicaba rituales de penitencia extrema.

Cuando el juez Escoto pidió apoyo a las autoridades eclesiásticas, recibió una carta directa del Arzobispo ordenando suspender la investigación “por falta de fundamentos”. Dos semanas después, Escoto fue encontrado muerto en su despacho. La versión oficial fue un infarto. Su secretaria, sin embargo, declaró haber visto marcas oscuras en su cuello.

El caso fue sellado y guardado bajo el número de Archivo Federal 42 C13.

La casa de la calle de Jesús María quedó abandonada. Los nuevos inquilinos huían, hablando de ruidos bajo el suelo, de sombras que caminaban frente a los espejos y de un frío que helaba los huesos. En 1925, la casa fue demolida y en su lugar se construyó un convento. Los albañiles de la obra afirmaron escuchar llantos de niñas provenientes del subsuelo. Los ancianos del barrio advertirían durante décadas: “No jueguen cerca del convento, porque allí las paredes se escuchan”.

Durante más de un siglo, el horror de la familia Montalbán fue solo un rumor, un expediente sellado en el Antiguo Palacio de Justicia.

Sin embargo, en los registros notariales quedó un detalle escalofriante que la Iglesia no pudo borrar. La firma de Don Evaristo Montalbán, el patriarca desaparecido, aparece en documentos de transferencia de propiedad al arzobispado fechados cinco años después de su supuesta muerte. Las autoridades alegaron un error clerical.

Pero en el margen de uno de esos papeles, un escribano anónimo, quizás el último testigo consciente del horror, dejó una nota a lápiz que sella el destino de la investigación: “La familia sigue viva, pero bajo otro nombre”. El sacrificio había sido completado, el silencio comprado, y los asesinos, protegidos por la misma fe que decían servir, se habían desvanecido en la historia.