En el corazón de Salvador, el 14 de agosto de 1803, los cimientos de la sociedad colonial brasileña se estremecieron. Ese día, en el barrio más prestigioso de la ciudad, los criados del palacete de la familia Silva Mascarenhas descubrieron un secreto que la corona portuguesa intentaría enterrar desesperadamente. Cuatro mujeres —la baronesa viuda Maria Catarina y sus tres hijas, Isabel, Adriana y Sofía— estaban todas visiblemente embarazadas. Y todas, alegaban el mismo padre.

El hombre en el centro de esta catástrofe no era un noble, ni un comerciante, ni siquiera un ciudadano libre. Era propiedad. Un esclavo llamado Sebastião, perteneciente a la misma familia que, según ellas, él estaba a punto de destruir.

El año 1803 encontró a Salvador en un punto de inflexión. La ciudad, joya del imperio, mostraba grietas. El Virrey, Don Marcos de Noronha, gobernaba con nerviosismo, consciente de que la revolución hervía en territorios vecinos. El rígido sistema de castas mantenía una paz artificial. En la cúspide de esta pirámide estaban los Silva Mascarenhas.

Dona Maria Catarina, de 43 años, gobernaba su casa con mano de hierro. Sus hijas encarnaban la élite: Isabel (24), prometida a un conde portugués; Adriana (22), de inteligencia aguda; y Sofía (19), de disposición gentil.

El palacete era mantenido por 47 criados y 23 esclavos. Entre ellos estaba Sebastião. Comprado seis años antes, era un hombre de unos 30 años, descrito en los libros como alfabetizado en portugués y francés, y hábil en carpintería. Su alfabetización era una rareza peligrosa.

Inicialmente en los establos, sus habilidades pronto lo llevaron al interior de la mansión, reparando muebles y marcos de puertas en los salones principales y, crucialmente, en las habitaciones privadas. Los criados recordaban que hablaba poco y mantenía la mirada baja, pero la ama de llaves, la Señora Vargas, siempre sintió que era “demasiado consciente”.

La rutina de la casa —misa al amanecer, visitas por la tarde, oraciones al anochecer— parecía inquebrantable. Pero en marzo de 1803, comenzaron las perturbaciones. Isabel llegaba tarde a la capilla; Adriana dejó sus paseos por el jardín; Sofía desarrolló antojos extraños. La propia baronesa temblaba durante sus confesiones con el Padre Tomás Caldeira.

En abril, la costurera jefe informó a la Señora Vargas: los vestidos de las cuatro mujeres necesitaban ser ensanchados en la cintura. La Señora Vargas lo descartó como indulgencia, pero la costurera persistió, notando la aversión a los corsés apretados y la fatiga constante.

La mañana del 14 de agosto, la verdad explotó.

A las 6 a.m., solo Adriana apareció para las oraciones matutinas. Pálida, se aferraba al banco. El Padre Caldeira, alarmado, se acercó a ella al terminar el servicio.

“Hija mía, ¿dónde están tu madre y tus hermanas?”

“Debe verlo usted mismo, Padre,” susurró ella. “En el salón azul. Rápido.”

El Padre Caldeira, seguido por Adriana y la Señora Vargas, corrió al salón privado de la baronesa. Al abrir la puerta, se detuvo en seco. La baronesa, Isabel y Sofía estaban sentadas, vestidas con batas sueltas. La luz de la mañana iluminaba lo que la ropa ya no podía ocultar: la inconfundible hinchazón del embarazo en las tres.

“Dios mío,” musitó el sacerdote.

“Cierre la puerta, Padre,” ordenó la baronesa, su voz angustiada pero firme. “Lo que discutamos no puede salir de esta habitación.”

El sacerdote se derrumbó en una silla, su mente incapaz de procesar la escena. Cuatro mujeres. La misma casa. Sin maridos.

“Creemos que comenzó en febrero,” dijo Adriana, con calma clínica. “Momentos diferentes para cada una, pero todas dentro de unas seis semanas.”

“¿Quién es el responsable?” la pregunta flotó en el aire.

Isabel rompió a llorar. La baronesa levantó la barbilla, sus ojos llenos de vergüenza y desafío.

“Sebastião,” dijo. “El carpintero. El esclavo.”

El Padre Caldeira sintió que sus piernas flaqueaban. Era imposible. El acceso, la oportunidad…

“No sabíamos lo de las otras hasta el mes pasado,” continuó Adriana. “Cada una creía estar sola. Cuando la condición de Sofía se hizo obvia, ella confesó. Luego Isabel. Luego madre reveló la suya. Y finalmente… todas identificamos al mismo hombre.”

“¿Cómo?” preguntó el padre.

“Vino a nosotras por separado,” intervino la baronesa. “Para arreglar muebles, una cerradura rota, instalar estantes. Siempre con razones legítimas. Siempre cuando estábamos solas. Fue… persuasivo.”

El Padre Caldeira sabía que la ley era clara: un esclavo no podía consentir, pero tampoco podía una mujer libre con un esclavo. Cualquier contacto era una agresión. Pero el tono de la baronesa era complicado.

“Debemos informar al Virrey,” dijo el sacerdote.

“¡No!” La voz de la baronesa restalló como un látigo. “Si esto se hace oficial, es nuestra destrucción total. El compromiso de Isabel se disolverá. Nuestras reputaciones serán irreparables. Nuestro nombre será una advertencia.”

“Pero no pueden ocultar cuatro embarazos,” protestó él.

“No lo estamos ocultando,” dijo Adriana. “Estamos controlando la narrativa. Con su ayuda.”

Así comenzó la conspiración. La baronesa trazó el plan: Sebastião debía desaparecer. No ser ejecutado, pues eso generaría preguntas, sino vendido. Enviado lejos, a una mina o una plantación en el norte, donde su voz no significara nada.

“¿Y los niños?” preguntó el padre.

“Tres familias,” dijo Adriana. “Primos lejanos, amigos leales que nos deben favores. En Recife, Río de Janeiro y São Paulo. Cada uno tomará un niño. Los nacimientos ocurrirán discretamente. Los bebés viajarán de inmediato.”

“Usted dijo tres familias,” notó el Padre Caldeira. “Pero hay cuatro embarazos.”

Un silencio pesado llenó la habitación.

“Algunos bebés no sobreviven,” dijo la baronesa suavemente. “Complicaciones en el parto. Trágico, pero no infrecuente. Lloraremos y seguiremos adelante.”

El sacerdote, sabiendo que estaba cruzando del consejo a la conspiración activa, asintió. “Debo hablar con Sebastião primero. Oír su confesión.”

“No,” dijo la baronesa, poniéndose de pie. “Usted le informará de su destino. Él no tiene voz en este asunto. En el momento en que nos tocó, perdió todo derecho a la justicia.”

Esa tarde, el Padre Caldeira se dirigió al taller de carpintería. Encontró a Sebastião cepillando una pieza de jacarandá.

“Sebastião,” dijo el sacerdote. “Las mujeres de esta casa están embarazadas. Las cuatro. Afirman que tú eres el responsable.”

El rostro de Sebastião permaneció impasible, pero algo brilló en sus ojos. “Están mintiendo,” dijo finalmente.

“¿Por qué mentirían sobre algo así?”

“Porque necesitan a alguien a quien culpar,” respondió Sebastião, su voz baja pero firme. “Porque la verdad es peor que su invención.”

El padre sintió un escalofrío. “¿Qué verdad?”

“¿Cree que yo me impuse a cuatro mujeres en una casa llena de criados, sin que nadie lo notara? Soy propiedad, Padre, pero no soy estúpido. Eso es suicidio.” La risa de Sebastião fue amarga. “La verdad es que la baronesa ha entretenido a visitantes masculinos en sus aposentos. La verdad es que el prometido de Isabel la visitó meses antes del anuncio oficial. La verdad es que Adriana se ha estado reuniendo con Miguel Sandoval, el hijo del comerciante, en la biblioteca. Y la verdad es que Sofía ha estado viendo a Paulo Herrera, de la familia textil.”

Las acusaciones cayeron como piedras. Eran nombres específicos, conocidos en Salvador.

“La verdad,” concluyó Sebastião, “es que todas ellas quedaron embarazadas de hombres de su propia clase, y ahora necesitan un chivo expiatorio que no puede defenderse.”

El Padre Caldeira se sintió desequilibrado. Ambas narrativas eran igualmente imposibles, pero la evidencia estaba allí.

“Independientemente de la verdad,” dijo el sacerdote finalmente, “la decisión ha sido tomada. Serás vendido y transportado lejos de Salvador. Nunca hablarás de esto con nadie, bajo pena de muerte.”

Sebastião guardó silencio por un largo momento. “¿Qué elección tengo? Si resisto, muero. Si hablo, muero. El único camino hacia la supervivencia es la conformidad. Aceptaré mi destino, Padre. Pero la verdad permanece, aunque nadie la crea.”

Esa noche, Sebastião desapareció del palacete. La Señora Vargas supervisó cómo dos hombres extraños se lo llevaban en la oscuridad. El libro de contabilidad de la casa registró: “Esclavo Sebastião vendido a comprador del norte”. Pero no había nombre de comprador. Ningún manifiesto de barco llevaba su nombre. Simplemente, dejó de existir.

El personal de la casa fue advertido de guardar silencio; aquellos que no pudieron, fueron despedidos.

En los meses siguientes, el Palacete Silva Mascarenhas se cerró al mundo, oficialmente de luto por un pariente lejano. Detrás de sus muros, nacieron cuatro niños.

Tal como se planeó, tres bebés fueron entregados en secreto a familias en Recife, Río de Janeiro y São Paulo, desapareciendo en el vasto territorio colonial. El cuarto niño, como había decretado fríamente la baronesa, “trágicamente no sobrevivió a las complicaciones del parto”.

La casa reabrió sus puertas. La vida social de Salvador se reanudó. El compromiso de Isabel con el conde portugués se disolvió silenciosamente, alegando “incompatibilidad”. Las otras hijas nunca se casaron, dedicando sus vidas a la iglesia y a la gestión de la propiedad familiar, una devoción que la sociedad elogió como piedad.

El Palacete Silva Mascarenhas permaneció en pie durante otro siglo, un símbolo de la riqueza y el poder de la élite de Salvador. Pero sus gruesos muros de piedra, pintados de un amarillo pálido, guardaron el secreto de lo que realmente sucedió en 1803. La verdad, ya fuera la audacia de un solo hombre o la conspiración despiadada de cuatro mujeres, se perdió para siempre, enterrada junto con los registros sellados, dejando solo el eco de un escándalo que casi fracturó un imperio.