La prisión de la lactancia materna: Cómo una madre de Pensilvania mantuvo a sus hijos adultos en una infancia perpetua durante décadas y por qué la libertad casi los mata.
Las aisladas montañas Allegheny de la Pensilvania rural, a mediados del siglo XIX, albergaban un secreto tan oscuro y psicológicamente profundo que desafiaba los límites mismos del comportamiento humano y el amor maternal. Era la historia de la familia Caldwell, en concreto de la viuda Constance Caldwell y sus dos hijos adultos, Silas y Tobias, quienes fueron mantenidos en un extraño y aterrador estado de infancia forzada hasta bien entrada su quinta década de vida. El control psicológico que Constance ejercía sobre sus hijos adultos era tan absoluto que, cuando las autoridades finalmente intentaron intervenir, el trauma resultante casi les cuesta la vida.

Susurros en el desierto
La pesadilla comenzó a manifestarse en octubre de 1854, cuando el reverendo Isaac Thornnehill, viajando por el oeste de Pensilvania, fue detenido por una mujer frenética de la localidad. Habló en voz baja y aterrorizada sobre la propiedad de los Caldwell, una cabaña remota donde hombres adultos lloraban como bebés y una mujer reinaba sobre una oscuridad “impía”. Los rumores entre los vecinos dispersos hablaban de hombres adultos que hablaban con un lenguaje infantil, gimoteaban obedientemente y emitían “extraños sonidos rítmicos” que nadie se molestaba en investigar.

Cuando el reverendo Thornnehill finalmente llegó a la cabaña aislada, la escalofriante realidad superó los rumores. Lo recibió Constance, una mujer menuda cuya delgada figura se contradecía con una inmensa y calculada frialdad que irradiaba de sus ojos. Dentro de la cabaña sombría, Isaac vislumbró dos figuras enormes y barbudas —sus hijos, Silas y Tobias— acurrucados en el suelo como niños pequeños aterrorizados. Gimieron y suplicaron con voces agudas e infantiles: “Mamá, por favor. Nos hemos portado bien. Por favor, mamá”.

El horror se apoderó de Isaac al notar que el vestido de Constance estaba parcialmente desabrochado, con un pecho marchito al descubierto y un taburete de madera desgastado a sus pies. No eran niños, sino hombres —probablemente de unos 50 años— que llevaban décadas viviendo en ese estado de dependencia infantil. La explicación de Constance fue escalofriantemente simple: «Mis preciosos hijos, Silas y Tobias… Necesitan a su mamá. Siempre la han necesitado y siempre la necesitarán. Tienen una condición, una necesidad especial que solo su madre puede satisfacer».

Una vida controlada: El ritual de las cuatro tomas
Isaac, bajo el pretexto de la caridad cristiana, consiguió una incómoda residencia de una semana en la cabaña, documentando meticulosamente la horrible rutina. Toda la existencia de los hermanos giraba en torno a su madre y a las cuatro tomas diarias: al amanecer, al mediodía, al anochecer y a la medianoche. Se arrastraban hasta su mecedora, uno esperando con ilusión mientras el otro amamantaba, un ritual grotesco llevado a cabo con la «facilidad de décadas».

Entre las comidas, Silas y Tobias hablaban solo con fragmentos de lenguaje fragmentados, incapaces de desenvolverse por sí mismos. Su madre los vestía, les cortaba la comida en trocitos y cada movimiento estaba dictado por su voluntad de hierro. Cuando Isaac intentó razonar con Silas, el hombre prorrumpió en un grito de pánico: “¡Moriremos! ¡Moriremos sin mamá!”. Este era el meollo de la tortura psicológica que Constance había sufrido durante décadas: había sobrescrito completamente sus mentes.

Constance le confesó a Isaac su brutal método de control, haciendo referencia a un tercer hijo ausente: “Mamá dice que nuestro hermano Caleb era débil. Por eso ya no está. No seremos débiles como Caleb”. Este eslabón perdido se convirtió en la clave para que Isaac comprendiera la pesadilla.

Testimonio de Caleb: El origen de la tortura
Tras semanas de búsqueda incansable, Isaac localizó a su hijo menor, Caleb, ahora conocido como Caleb Warren, trabajando como minero. Caleb, aunque físicamente libre, cargaba con las cicatrices visibles de su pasado. Con una botella de whisky en la mano, relató el origen de la prisión familiar de los Caldwell:

El aislamiento comenzó tras la muerte de su padre, Thomas, en 1829. Constance, repentinamente viuda, convenció a sus hijos —el mayor de apenas 16 años— de que el mundo había matado a su padre y que los mataría también a ellos si alguna vez se separaban de ella. La lactancia prolongada comenzó esa misma semana, comenzando por la noche y aumentando rápidamente a cuatro veces al día.

Para cuando Caleb huyó a los 17 años, sus hermanos mayores, ya adultos, sufrieron daños irreversibles. Constance había destruido cualquier contacto con el exterior, quemando cartas de familiares y llenando sus mentes con historias aterradoras de niños que desobedecieron a su madre y fueron encontrados muertos en el bosque, con sus cuerpos destrozados por animales salvajes. Caleb describió cómo la mente de sus hermanos se había “reconstruido” en torno a la singular necesidad de su madre, explicando que cuando ella les negó la lactancia durante tres días como castigo por intentar seguirlo, sus hermanos dijeron que el dolor “era como morir”. Supo entonces que se habían ido. Realmente se habían ido.

Un rescate inútil: La libertad como sentencia de muerte
Armado con el testimonio de Caleb y los desconcertantes informes de tres médicos que confirmaron el desarrollo mental congelado y la dependencia total de los hombres, Isaac finalmente obligó al magistrado Howar.