La Sombra de Sangre en San Miguel de las Cruces: El Horror de Catalina de Montemayor

 

Puebla de los Ángeles, Nueva España, 1745.

El viento que soplaba a través de los cañaverales de la hacienda San Miguel de las Cruces no traía consigo el dulce aroma del azúcar, sino un silencio pesado, denso y cargado de un terror que helaba la sangre. En aquella vasta propiedad, una de las más prósperas del virreinato, los esclavos no se atrevían a levantar la mirada del suelo. No era sumisión lo que sentían; era un pánico absoluto, visceral, provocado por la sola mención de un nombre que se susurraba como una maldición: Catalina de Montemayor y Zúñiga.

Esta historia no es una leyenda nacida de la superstición popular, sino un relato documentado en los fríos archivos de la Inquisición y rescatado del olvido siglos después. Es la crónica de cómo la belleza y la cultura pueden esconder la oscuridad más abismal del alma humana.

El Origen del Monstruo

 

Catalina no nació siendo el verdugo en el que se convirtió. Nacida en 1702 en el seno de una familia aristocrática de Guadalajara, fue criada entre algodones, aprendiendo latín, francés y música. A los ojos de la alta sociedad novohispana, era la perfecta dama: culta, refinada y bendecida con una belleza inquietante. Sin embargo, detrás de su sonrisa perfecta, algo oscuro germinaba.

A los 18 años, su destino se selló al casarse con don Fernando de Velasco, un hombre treinta años mayor y dueño de la inmensa hacienda en Puebla. Catalina pasó de ser una niña mimada a la señora de más de doscientos esclavos. Durante los primeros años, bajo la supervisión de su esposo, su crueldad se mantuvo latente, contenida por las normas sociales y la presencia masculina. Pero en 1725, la muerte súbita de don Fernando retiró el único dique que contenía su verdadera naturaleza.

A los 23 años, viuda, inmensamente rica y dueña absoluta de vidas y tierras, Catalina se transformó. Sin nadie que pusiera límites a su voluntad, descubrió un placer prohibido y enfermizo: el poder total sobre el sufrimiento ajeno. Los castigos en la hacienda se volvieron desproporcionados; los latigazos llovían por faltas triviales. Pero había algo que obsesionaba a Catalina más que cualquier otra cosa, una herida en su propio orgullo que supuraba odio: la maternidad.

Ya fuera por su propia infertilidad o por los celos provocados por las infidelidades de su difunto esposo con las esclavas, Catalina desarrolló un odio patológico hacia las mujeres gestantes. No podía soportar que aquellas a quienes consideraba “propiedad” lograran el milagro de la vida que a ella se le negaba.

El Pecado de María

 

En 1740, el destino puso en la mira de Catalina a María de la Cruz, una joven esclava mulata casada con Tomás, un trabajador de los trapiches. Cuando María quedó embarazada, la dinámica en la casa grande cambió drásticamente. Catalina comenzó a acecharla. La observaba con una intensidad depredadora, le reducía las raciones y aumentaba su carga de trabajo con la esperanza de provocarle un aborto natural. Se la veía hablar sola, tocándose su propio vientre vacío mientras sus ojos inyectados en odio se clavaban en el cuerpo cambiante de María.

Pero María era fuerte. Contra el hambre y el agotamiento, su embarazo prosperó. Para agosto de 1745, con siete meses de gestación, su vientre era un desafío viviente a la esterilidad de su ama.

El incidente que desencadenó la tragedia final ocurrió durante una cena. María, pesada y cansada, tropezó levemente mientras servía la sopa. No hubo derrame, no hubo daño, pero para Catalina fue la excusa perfecta. Se levantó con una velocidad inhumana, aferró el brazo de la esclava y pronunció la sentencia: “¿Crees que eres especial por llevar vida dentro de ti? Voy a mostrarte exactamente lo que hay dentro de ese vientre maldito”.

María fue arrastrada a las celdas de castigo. Durante tres días, en la oscuridad total, fue obligada a beber brebajes de hierbas abortivas. Catalina quería destruir al bebé desde dentro, quería que María sintiera la muerte en sus entrañas. Pero el niño, aferrándose a la vida con la misma tenacidad que su madre, resistió. Esa resistencia fue lo que terminó de romper la poca cordura que le quedaba a la terrateniente.

La Noche del 3 de Septiembre

 

La medianoche del 3 de septiembre de 1745 marcó el punto más bajo de la humanidad en San Miguel de las Cruces. Catalina ordenó llevar a María al granero principal. No quería hacerlo en secreto; exigió que otros esclavos estuvieran presentes como testigos, forzándolos a mirar bajo amenaza de muerte.

María fue colgada de las vigas por las muñecas, sus pies apenas rozando el suelo, exhausta y aterrorizada. Entonces entró Catalina. Vestía un traje blanco impecable y llevaba el cabello perfectamente peinado, como si asistiera a una gala virreinal. En sus manos portaba un pequeño cofre de madera que, al abrirse, reveló el brillo metálico de cuchillos, tenazas e instrumentos quirúrgicos.

Con una calma ceremonial, Catalina se acercó a María. Acarició el vientre abultado y sonrió. Tomó un cuchillo de veinte centímetros, afilado como una navaja de afeitar, y susurró al oído de su víctima que ella misma sacaría al bebé, para que ambos murieran sabiendo que era castigo por su osadía.

Lo que sucedió a continuación fue una carnicería metódica. Catalina, haciendo uso de sus conocimientos de anatomía, comenzó a cortar. No buscaba una muerte rápida. Hizo una incisión vertical lenta y deliberada en el bajo vientre, ignorando los alaridos de María que despertaron a toda la hacienda. Los testigos, llorando en silencio, vieron cómo la ama metía las manos en la herida abierta, palpaba el útero y, con una violencia inaudita, extraía al bebé.

El niño, un varón, nació en un charco de sangre y líquido amniótico sobre el suelo sucio del granero. Estaba vivo. Catalina lo levantó, se lo mostró a la madre agonizante y le dijo con desprecio: “Mira, no es nada especial. No es nada que yo no pueda destruir”. Cortó el cordón con sus propias manos y dejó caer al bebé, condenándolo a morir de frío y abandono en el suelo.

Pero el horror no había terminado. Con María al borde de la muerte, en un estado de shock indescriptible, Catalina procedió a extraerle los intestinos. Con una curiosidad científica macabra, examinó las vísceras antes de cometer el acto final de profanación: usó los propios intestinos de María para colgarla de la viga, utilizando el peso del cuerpo moribundo como contrapeso para desgarrarla por dentro.

María tardó veinte minutos en morir. Veinte minutos de agonía absoluta. Cuando todo acabó, Catalina se limpió las manos en un paño blanco, se arregló el cabello y ordenó que el cuerpo quedara expuesto tres días como advertencia. El bebé fue arrojado a los cerdos.

El Silencio y la Revelación

 

El miedo impuso un silencio sepulcral durante años. No fue hasta 1748, con la llegada del padre jesuita Antonio de Mercado, que la verdad comenzó a filtrarse. En el secreto de la confesión, una esclava llamada Juana, incapaz de soportar más el peso de la memoria, relató el martirio de María. El sacerdote, horrorizado, recopiló testimonios y envió un informe detallado de cincuenta páginas al obispo y a las autoridades virreinales.

Sin embargo, la justicia en la Nueva España era ciega ante el sufrimiento de los oprimidos si el perpetrador tenía el apellido correcto. Catalina de Montemayor tenía familia en la Real Audiencia y conexiones con el Virrey. El padre Antonio fue trasladado lejos, las pruebas se “perdieron” y, en 1751, el caso se cerró por “falta de evidencia”.

Catalina vivió el resto de sus días en la opulencia, muriendo en su cama en 1768, a los 66 años, y siendo enterrada con honores en la catedral de Puebla. Parecía que el mal había triunfado.

El Juicio de la Historia

 

Pero la memoria es obstinada. En 1765, tres años antes de la muerte de Catalina, una rebelión estalló en la hacienda. Aunque fue brutalmente sofocada, los esclavos lograron entrar al granero reconstruido y, en un acto de resistencia sagrada, grabaron en las vigas los nombres de las víctimas. Allí quedaron tallados: “María de la Cruz” y “Ángel”, el nombre que le dieron al niño que solo vivió unos minutos.

La historia permaneció dormida hasta finales del siglo XX. En 1987, la historiadora Carmen Ramos Escandón desenterró los documentos del juicio fallido, exponiendo al mundo académico el horror de “El horror invisible”. Poco después, en 1992, durante la remodelación de la ex-hacienda para convertirla en un hotel de lujo, se descubrieron las vigas con los nombres grabados.

Hoy, la Hacienda San Miguel de las Cruces es un hermoso destino turístico donde los visitantes pasean por jardines que una vez fueron regados con sangre. Pocos saben lo que ocurrió en el lugar donde ahora se toman fotografías. Pero gracias a los archivos rescatados y a las vigas que se conservan en el Museo Regional de Puebla, la verdad ha salido a la luz.

Catalina de Montemayor y Zúñiga creyó que su poder le otorgaba impunidad eterna, pero el tiempo ha dictado su sentencia. Ya no es recordada como la gran dama, sino como el monstruo que fue. Y María de la Cruz, la esclava que solo quería ser madre, ha recuperado su voz. Su historia, dolorosa y terrible, se ha convertido en un símbolo de resistencia y en un recordatorio permanente de que, aunque la justicia humana falle, la memoria histórica jamás olvida a los inocentes.

Al contar esta historia, rompemos el último deseo de Catalina: el deseo de que sus crímenes permanecieran en secreto. María y Ángel, finalmente, son recordados.