México, 1836. En los llanos secos de Chihuahua, donde el viento arrastra arena y secretos, existió una hacienda cuyo nombre aún provoca escalofríos: La Estrella del Sur.

Allí vivían dos hermanas nacidas entre privilegio y sombras, Isabela y Dominga Montiel, herederas de una fortuna construida sobre espaldas encadenadas.

La Estrella del Sur no siempre fue un lugar de miedo. A inicios del siglo XIX, era una de las propiedades más prósperas del norte de México. Allí nacieron Isabela y Dominga, hijas del hacendado don Laureano, un hombre duro, obsesionado con mantener su linaje intacto y su autoridad incuestionable.

Desde pequeñas, las hermanas fueron educadas lejos de la compasión. Su madre murió cuando ellas eran niñas, dejando un vacío que nadie intentó llenar. Don Laureano las crió entre castigos y silencios, repitiendo siempre la misma frase: “El poder no se pide, se toma”. Aquellas palabras, inoculadas como veneno, serían la raíz de todo.

Las dos crecieron observando cómo los capataces golpeaban a los esclavos, cómo los castigos se aplicaban sin juicio ni remordimiento. Lo que para otros era horror, para ellas se volvió rutina. Pero había algo que las diferenciaba. Isabela era calculadora, fría, silenciosa como la luna. Dominga, en cambio, poseía una mente inquieta, ojos brillantes y una curiosidad que fácilmente se confundía con crueldad.

A los 15 años, ambas ya sabían leer, escribir y administrar cuentas, habilidades inusuales para mujeres de su tiempo. Don Laureano se orgullaba de su disciplina, sin perceber que alimentaba un monstruo dividido en dos cuerpos.

Cuando el viejo Montiel murió repentinamente, la hacienda quedó bajo el mando provisional de un tío distante. Pero las hermanas, en secreto, ya ejercían el poder. Fue en ese periodo cuando comenzó la transformación. A partir de 1834, extraños rumores surgieron: desapariciones, esclavos castigados sin razón, trabajadores que renunciaban aterrorizados. Todo se atribuía a los capataces, pero en realidad, Isabela y Dominga ya decidían el destino de cada persona dentro de la hacienda.

La transición oficial llegó en 1836, cuando el tío murió durante una travesía. La Estrella del Sur pasó legalmente a manos de las dos jóvenes y, con el poder absoluto, nació el verdadero terror.

Esa primera mañana como dueñas, caminaron entre los esclavos con paso lento. El sol iluminaba sus sombras alargadas. “A partir de hoy”, dijo Isabela, “quien no obedezca, desaparecerá”. Su voz no tenía rabia; tenía certeza. Dominga añadió: “La hacienda es un cuerpo. Nosotros somos la mente, y nadie cuestiona a la mente”. Nadie respondió. Nadie respiró.

Fue entonces cuando tomaron la primera vida. Un esclavo anciano, cansado, incapaz de cargar un saco de algodón, fue considerado improductivo. No lo golpearon, no lo insultaron. Isabela simplemente ordenó que fuera apartado del resto. Al día siguiente, ya no estaba. Los trabajadores asumieron lo peor, pero las hermanas nunca explicaron nada. Ese silencio se volvió su marca registrada.

Con el paso de los meses, desaparecieron hombres, mujeres y niños. Algunos por enfermedades no tratadas, otros por simples caprichos del poder. Las hermanas justificaban cada ausencia diciendo que la casa necesitaba “limpieza”. Dominga llevaba un cuaderno donde anotaba cada nombre con tinta roja. Nadie sabía lo que significaba ese libro, pero todos lo temían.

En un solo año, 42 vidas desaparecieron bajo su vigilancia. Su crueldad no era explosiva ni emocional; era metódica, casi científica. Observaban comportamientos, identificaban debilidades, eliminaban obstáculos. Eran un dúo perfecto para el mal: Isabela pensaba como general, Dominga actuaba como verdugo invisible.

El terror psicológico se volvió parte de la rutina. Las hermanas se movían como sombras entre los corredores, apareciendo sin hacer ruido, escuchando conversaciones que nadie recordaba haber dicho en voz alta.

Pero había algo que no podían controlar: el miedo que despertaron también en los blancos. Los comerciantes evitaban hacer negocios con la hacienda. Los vecinos dejaron de visitar. El sacerdote del pueblo prefería bendecir la propiedad de lejos. Aún así, el poder económico de las hermanas crecía. Su producción de algodón y maíz se duplicó, como si el sufrimiento fuera una moneda de cambio que las Montiel sabían manipular. No tenían límite moral alguno.

Pero había una excepción. Un joven llamado Mateo, un esclavo de piel negra brillante y mirada valiente, observador e inteligente, comenzó a anotar mentalmente los patrones de poder. Sabía que las desapariciones nunca eran aleatorias; siempre se llevaban a quienes estaban débiles, enfermos, lentos o simplemente no encajaban en el plan invisible de las hermanas.

Una tarde, Mateo vio algo que lo marcó. Estaba en los corrales cuando observó a Dominga empujar un carro cubierto con lona gruesa. Debajo de la tela, algo se movía, un peso irregular. Caminó con calma hacia el viejo depósito de piedra, un lugar prohibido incluso para los capataces. Cuando abrió la puerta, el interior exhaló un olor a humedad y metal. Luego desapareció en la oscuridad. Desde ese día, Mateo supo que algo monstruoso ocurría dentro de aquel depósito.

El viejo depósito se alzaba en el extremo más alejado de la hacienda. Mateo había convertido aquel lugar en el centro de sus sospechas. Una tarde de otoño, el cielo se tiñó de un naranja extraño. Las hermanas Montiel ordenaron que todos los esclavos se quedaran en los galpones. Mateo fingió obedecer, pero se escondió cerca del camino al depósito.

Vio a Dominga empujar otro carro cubierto, ayudada por un capataz nervioso que murmuraba oraciones. Debajo de la lona se adivinaba una forma humana. Cuando la puerta del depósito se abrió, un aliento frío salió desde dentro. Dominga entró, el capataz la siguió y la puerta volvió a cerrarse.

Esa noche, Mateo tomó una decisión definitiva.

Al amanecer, aprovechó que todos estaban en los campos y se acercó a la construcción. Rodeó el edificio buscando alguna rendija. Estaba a punto de rendirse cuando notó una pequeña ventana casi al nivel del suelo, medio tapada por maleza. Se arrodilló y apartó las hojas.

Lo que vio le heló la sangre. Dentro del depósito había estantes de madera con frascos alineados, cajas de registro y pilas de ropa doblada: ropa que perteneciera a los desaparecidos. En un rincón, una mesa cubierta con mantas, como un altar retorcido. Y sobre todo, una pared entera cubierta con marcas: 42 líneas trazadas en grupos.

Aquello no era solo un lugar de castigo; era un archivo del horror. Las hermanas no solo descartaban vidas, las catalogaban.

Esa misma tarde, Mateo decidió hablar. Reunió a tres de los esclavos más antiguos en el corral. “Lo que sospechamos es cierto”, dijo en voz baja. “Ellas deciden quién vive y quién desaparece”. Los hombres lo miraron con terror. Uno de ellos, Jacinto, negó con la cabeza. “Hijo, saber eso no nos salva, nos mata más rápido”. “Si callamos, seguirán tomando vidas”, insistió Mateo. “Necesitamos prueba. Necesitamos que el pueblo lo vea. Tendremos que obligarlos a mirar”.

Desde ese día, Mateo pasó de observador a conspirador. Enseñó a los otros a anotar patrones, a contar las ausencias. No sabía aún cómo ni cuándo, pero intuía que el único modo de detener a las hermanas sería arrancar su secreto del depósito y exponerlo al sol.

Lo que Mateo no imaginaba era que Isabela y Dominga también habían comenzado a sospechar de él. “Hay ojos que miran demasiado”, susurró Dominga a su hermana en el despacho.

El calor de mediados de año cayó sobre la hacienda como una maldición. Mateo había decidido que esa noche sería el inicio del fin. Tenía un plan: abrir el depósito delante de todos, forzar a las hermanas a mostrar lo que escondían.

Esa noche el cielo se cubrió de nubes espesas. No había luna. Mientras los capataces bebían y las hermanas rezaban en la capilla privada, los esclavos se movieron en silencio. Mateo lideraba el grupo.

Llegaron al depósito. Jacinto retiró la ventana medio podrida. Uno a uno entraron. Con antorchas pequeñas iluminaron el lugar. Las 42 marcas rojas brillaban en la pared. Mateo tomó el cuaderno de Dominga que estaba sobre la mesa. En sus páginas encontró nombres, fechas y comentarios fríos: “inútil”, “enfermo”, “rebelde”.

No sabían que las hermanas ya no estaban en la capilla. Una criada deseosa de ganar favor las había alertado. “Vi sombras en el depósito”.

Isabela y Dominga caminaron hacia el edificio prohibido. Al llegar, vieron la ventana abierta. Dominga empujó la puerta con violencia.

Dentro, la escena las golpeó como un espejo roto. Sus esclavos estaban parados entre los registros de su terror. Mateo las miró sin huir. Levantó el cuaderno al aire. “Ya no somos sombras”, dijo. “Sabemos lo que hicieron”. El silencio que siguió fue más fuerte que un disparo. Isabela avanzó. “No entienden nada. Todo esto fue para mantener el orden”. “42 nombres no son orden”, respondió Mateo con voz firme. “Son 42 historias arrancadas”.

Dominga intentó recuperar el cuaderno, pero los esclavos formaron un círculo alrededor de Mateo. “Van a salir de aquí con nosotros”, dijo él. “Vamos a llevar esto al pueblo, al cura, que vean lo que realmente sostiene su riqueza”. Isabela comprendió que su poder se había fracturado. “Si salen de la hacienda, serán cazados como animales. Morirán todos”. “Ya morimos todos los días”, respondió una mujer desde el fondo. “Hoy al menos moriremos diciendo la verdad”.

La caravana que salió de La Estrella del Sur al amanecer parecía un cortejo fúnebre. Los esclavos caminaban al frente, algunos cargando las ropas de los desaparecidos, otros los frascos del depósito. Mateo llevaba el cuaderno contra el pecho. Detrás, rodeadas, iban Isabela y Dominga.

Cuando llegaron a la plaza del pueblo, el alcalde intentó detenerlos, pero la multitud los rodeó. Mateo subió a las escaleras de la iglesia. “Durante un año entero, 42 personas desaparecieron de la hacienda. Sus dueñas los llamaban sacrificios para el orden”. Abrió el cuaderno y comenzó a leer nombres. Cada uno caía sobre la plaza como un golpe de campana. Algunas personas rompieron en llanto al escuchar a parientes que creían fugados. “No eran accidentes”, continuó Mateo. “Eran decisiones”.

Señaló a Isabela y Dominga. El cura, acorralado por la evidencia, se acercó a ellas. “¿Es cierto?” Isabela levantó la cabeza. “Hicimos lo que siempre se hizo. Solo fuimos más honestas con el precio”. Dominga agregó: “Todos ustedes sabían. Escucharon gritos, vieron cuerpos desaparecer, aceptaron explicaciones cómodas. No nos culpen solo a nosotras por el monstruo que alimentaron”. Sus palabras cayeron como una bofetada colectiva. La indignación se mezcló con una vergüenza amarga.

La decisión final llegó no por parte de las autoridades, sino del miedo. El alcalde, temiendo un levantamiento mayor, decretó que las hermanas serían despojadas de sus tierras y enviadas lejos, a un convento remoto donde pasarían el resto de sus días en reclusión. No hubo juicio formal, ni cárcel, ni horca. Solo un destierro silencioso.

En cuanto a los esclavos, la hacienda fue entregada a una nueva administración. Otros amos vendrían. Sin embargo, algo sí cambió: nadie volvió a desaparecer en silencio. El miedo dejó de ser un muro perfecto; se llenó de grietas.

Isabela y Dominga se marcharon escoltadas. Nadie las despidió. Sus rastros se diluyeron en archivos incompletos. Algunos dicen que murieron enloquecidas; otras, que se adaptaron a la vida de rezo, como si nada hubiera pasado.

Mateo nunca quiso ser héroe. Regresó a la hacienda solo para recoger sus pocas pertenencias y se marchó hacia el sur, buscando tierras donde nadie lo conociera.

La Estrella del Sur terminó dividida, vendida en partes. Los campos de algodón dieron paso a matorrales. Pero en ciertos rincones, la tierra parecía más seca, como si rechazara las raíces. Quienes trabajaban allí decían que al caer la tarde se escuchaban pasos dobles en los corredores viejos, acompañados de un murmullo femenino. No eran rezos; eran cuentas, como si dos voces siguieran repitiendo nombres en la oscuridad.

La historia siguió viva, no en los libros, sino en la boca de quienes entienden que el verdadero horror no son los fantasmas, sino los vivos que deciden quién merece existir, y el silencio de quienes se lo permiten.