La Dama de las Cicatrices y el Fuego de San Jerónimo

 

El notario López jamás olvidaría el olor que emanaba del salón principal de la Hacienda San Jerónimo aquella mañana de agosto de 1847. No era el hedor habitual de los establos cercanos, ni el aroma dulzón y empalagoso de la caña fermentada que caracterizaba las tierras bajas de Morelos. Era algo más profundo, más antiguo y visceral; olía como si la muerte misma hubiera decidido instalarse en los muebles de caoba y anidar en los pliegues de las cortinas de terciopelo carmesí.

López había llegado desde la Ciudad de México con el portafolio lleno de documentos oficiales que requerían la firma de doña Celestina Romero de Aguirre, la temida patrona de aquellas tierras áridas donde el sol castigaba sin piedad y los peones morían jóvenes con la espalda destrozada. Sin embargo, apenas cruzó el umbral de piedra volcánica, su instinto le gritó que algo terrible había ocurrido entre aquellos muros coloniales.

Los sirvientes, que aún permanecían en la propiedad, se movían como espectros, evitando su mirada con un terror que superaba el miedo natural que los trabajadores sentían ante los hombres de leyes. Una muchacha indígena de no más de quince años sollozaba en silencio junto a la fuente del patio central; sus manos temblaban violentamente mientras intentaba lavar sábanas que parecían manchadas con algo más oscuro y viscoso que la simple tierra del campo.

El mayordomo, un hombre mayor de apellido Fuentes que había servido a la familia Aguirre durante treinta años, lo recibió en el vestíbulo. Tenía el rostro desencajado y las manos entrelazadas, frotándolas compulsivamente como si rezara una plegaria interminable.

—Don Celestino murió hace tres meses —murmuró el anciano con voz quebrada, anticipándose a la pregunta—. Y doña Celestina… Doña Celestina desapareció hace exactamente once días, en la noche del 15 de agosto, durante la celebración de la Asunción.

López sintió que el calor sofocante del exterior contrastaba de manera antinatural con la frialdad húmeda que reinaba en el interior de la casona. Al entrar al salón principal, notó las paredes cubiertas de retratos de generaciones de la familia Aguirre; todos poseían esos ojos penetrantes característicos del linaje español que había dominado aquellas tierras desde la época virreinal. Pero lo que heló la sangre del notario no fueron los fantasmas pintados, sino la figura real sentada en el sillón de respaldo alto que presidía el salón.

Era el mismo trono de terciopelo donde doña Celestina solía recibir a sus invitados con esa mezcla de cortesía forzada y desprecio. Ahora, quien lo ocupaba era una mujer de aproximadamente treinta años, de piel morena marcada por cicatrices que formaban un mapa de sufrimiento en sus brazos desnudos y parte del cuello. Vestía un traje negro de luto español que claramente no había sido confeccionado para su cuerpo; le quedaba ajustado en los hombros y largo en las mangas, como si hubiera sido arrancado del armario de alguien mucho más alta.

Sus ojos negros observaron al notario con una intensidad depredadora que lo hizo retroceder instintivamente un paso.

—Soy Inés —dijo la mujer con una voz ronca, forjada en años de gritos silenciados—. Y ahora soy la señora de esta hacienda.

El notario López buscó con la mirada al mayordomo Fuentes, esperando alguna explicación, pero el anciano simplemente bajó la cabeza y se retiró arrastrando los pies hacia las sombras del corredor, abandonándolo a su suerte. López había presenciado muchas situaciones extrañas en sus veinte años de carrera: herencias disputadas con violencia, viudas envenenadoras, hijos bastardos reclamando fortunas. Pero jamás había visto a una esclava —porque eso era claramente lo que aquella mujer había sido hasta hacía muy poco— sentada en el lugar de honor de una de las familias más poderosas de Morelos.

—¿Dónde está doña Celestina Romero de Aguirre? —preguntó López, intentando mantener el tono profesional que su cargo exigía, aunque le temblaba la voz.

La mujer que se hacía llamar Inés se levantó lentamente. Sus pies descalzos dejaron marcas húmedas en el piso de mármol importado de Puebla. Caminó hasta uno de los ventanales que daban al campo de caña, donde decenas de trabajadores se movían bajo el sol inclemente.

—Doña Celestina ya no existe —respondió Inés sin apartar la mirada del paisaje—. Lo que quedaba de ella se consumió en el fuego que ella misma encendió.

El notario sintió un escalofrío. Había una certeza absoluta en las palabras de Inés, mezclada con un resentimiento tan profundo que parecía emanar de sus poros como un veneno invisible.

—Necesito ver los documentos de propiedad —exigió López con una firmeza que no sentía—. Necesito hablar con los testigos, con los miembros de la familia, con las autoridades eclesiásticas. Esto es irregular.

Inés se giró lentamente hacia él. La luz filtrada por los vitrales emplomados iluminó las cicatrices de su rostro. No eran marcas accidentales; eran el resultado de años de látigo aplicado con precisión, de quemaduras de cigarros, de golpes que habían roto huesos.

—Los documentos están donde siempre estuvieron —dijo Inés, señalando un escritorio de nogal—. En el tercer cajón a la derecha, junto con las cartas que doña Celestina escribió antes de su desaparición.

López se acercó al mueble con manos temblorosas. Dentro encontró un desorden de papeles amarillentos y, en el fondo, atado con un listón negro, un paquete de cartas. La primera estaba fechada el 10 de agosto de 1847. El contenido era el delirio de una mente fracturada: “Padre, me odio. Las pesadillas han regresado. Veo su rostro en cada esquina. La esclava Inés me mira con un odio que atraviesa mi alma. Me está envenenando, lo sé…”

—¿La envenenó? —preguntó López, alzando la vista.

—Yo no necesité veneno —respondió Inés con una sonrisa gélida—. Ella se envenenó sola con su propia culpa, con los gritos de las mujeres que mandó marcar a fuego, con la sangre de los niños que murieron en los campos porque ella les negaba el agua.

López comprendió entonces que no abandonaría aquel lugar con respuestas legales, sino con una historia de horror. Inés le mostró el testamento, fechado un día antes de la desaparición, donde Celestina legaba todo a “Inés de los establos” como acto de expiación. ¿Cómo una esclava analfabeta había logrado tal hazaña?

La respuesta residía en el pasado. Inés no era una simple rebelde; era una estratega nacida de la desesperación. Meses atrás, había encontrado el diario secreto de doña Celestina, un compendio de crímenes y pecados mortales, incluyendo el abuso sistemático de su propia sobrina consentido por ella. Con la ayuda del padre Metodio —un sacerdote resentido y chantajeable—, Inés había usado esa información para desmantelar la psique de su patrona.

Había sido una tortura psicológica lenta. Susurros en la noche, dosis calculadas de láudano, la manipulación de la culpa católica. Inés había aislado a Celestina, convirtiéndose en su única confidente, su enfermera y su verdugo espiritual. Cuando los hermanos Aguirre intentaron intervenir, Celestina ya estaba convencida de que solo cediendo su fortuna a su víctima podría salvar su alma del infierno.

Pero el notario necesitaba saber el final. El verdadero final.

—¿Qué ocurrió la noche del 15 de agosto? —insistió López—. El testamento explica la herencia, pero no la desaparición.

Inés volvió a sentarse en el trono de terciopelo y, por primera vez, su mirada pareció perderse en un recuerdo que le provocaba tanto placer como dolor.

—Fue la noche de la Asunción —comenzó a relatar Inés—. La tormenta que habíamos esperado durante semanas finalmente rompió el cielo.

Doña Celestina, enloquecida por el láudano y la culpa inducida, había exigido ir a la capilla privada de la hacienda para realizar un último acto de penitencia. Inés la vistió con su traje de boda, ahora amarillento y holgado sobre su cuerpo esquelético. La llevó bajo la lluvia torrencial, sosteniéndola no con cariño, sino con la firmeza de quien lleva un animal al matadero.

Dentro de la capilla, iluminada por cientos de velas que Inés había preparado, el padre Metodio esperaba temblando junto al altar. Pero Inés tenía sus propios planes, unos que no incluían la absolución del sacerdote.

Celestina se arrodilló frente a la imagen de la Virgen, sollozando, pidiendo una señal de perdón.

—El fuego purifica, señora —le había susurrado Inés al oído, entregándole una vela gruesa—. Solo el fuego borra las marcas. Como las que usted me hizo a mí.

Celestina, en su delirio, creyó que era una instrucción divina. Acercó la vela a los encajes de su propio vestido. O tal vez fue Inés quien empujó su mano. O quizás una vela cayó “accidentalmente” sobre el ruedo de la falda empapada en alcohol, que Inés había rociado sutilmente bajo el pretexto de un perfume sagrado.

Lo cierto es que las llamas prendieron con una voracidad sobrenatural. El padre Metodio huyó despavorido por la sacristía cuando el fuego comenzó a lamer los tapices. Inés, sin embargo, se quedó.

—La vi arder —dijo Inés al notario, su voz bajando a un susurro—. La vi correr hacia la puerta, pero la puerta estaba cerrada por fuera. La escuché gritar mientras el fuego consumía su vestido de novia, su piel blanca, sus joyas de esmeralda. Gritaba mi nombre. No pidiendo ayuda, sino pidiendo perdón.

Inés se había quedado parada bajo la lluvia, frente a las puertas de roble de la capilla, escuchando cómo los gritos se convertían en alaridos y luego en un silencio crepitante. La estructura de madera del techo colapsó minutos después, sepultando a doña Celestina Romero de Aguirre bajo una montaña de vigas ardientes y tejas de barro.

—Cuando los peones lograron apagar el fuego al amanecer —continuó Inés—, solo encontraron cenizas y oro fundido.

El notario López cerró el portafolio. Sentía náuseas. Tenía ante él a una asesina confesa, pero también tenía un testamento legalmente impecable y a todo un pueblo de trabajadores que, según había visto en sus ojos, defenderían a esta mujer con sus vidas. La justicia de los hombres no tenía cabida en San Jerónimo; allí imperaba una justicia mucho más antigua y terrible.

—¿Y ahora? —preguntó López, poniéndose el sombrero para ocultar su nerviosismo.

—Ahora la tierra es de quienes la trabajan —dijo Inés, levantándose y caminando hacia la puerta para despedirlo—. Mañana firmaré las cartas de libertad de todos los esclavos. San Jerónimo dejará de ser una hacienda y será un pueblo libre.

López asintió, incapaz de articular palabra. Caminó hacia su carruaje bajo la mirada vigilante de Inés. Mientras el vehículo se alejaba levantando polvo por el camino real, el notario se giró una última vez.

Inés permanecía en el umbral de la casona, una figura solitaria vestida de negro contra la piedra gris. Ya no parecía una esclava, ni una bruja, ni una asesina. Parecía una reina guerrera que había conquistado su reino a través del infierno. Y aunque el notario sabía que jamás reportaría la verdad completa a las autoridades en la capital, también sabía que el fantasma de doña Celestina nunca abandonaría del todo aquel lugar, atrapado para siempre en el humo que, incluso días después, parecía seguir brotando de las ruinas de la capilla.

El notario López suspiró, se persignó discretamente y ordenó al cochero que acelerara el paso. Había secretos que era mejor dejar que se los llevara el viento caliente de Morelos.