El hospital estaba sumido en un silencio casi sepulcral aquella noche. Las luces blancas parpadeaban débilmente en los pasillos y el olor a desinfectante se mezclaba con el cansancio acumulado de los médicos que apenas tenían tiempo de respirar. Lucía, una joven enfermera de rostro sereno y mirada cansada, repasaba los historiales de los pacientes mientras el reloj marcaba las once. Llevaba más de dieciséis horas de turno, pero seguía firme, guiada por un sentido del deber que no se apagaba ni con el agotamiento.
De repente, el sonido metálico del ascensor rompió el silencio y de sus puertas se reveló una figura imponente: el Dr. Alejandro Villalba, el cirujano más reconocido del hospital. Sus pasos resonaron con firmeza sobre el suelo brillante y todos los presentes bajaron la voz en su presencia. Su reputación era impecable: un genio en el quirófano, un hombre enigmático fuera de él.
Lucía lo observó con curiosidad. Había trabajado bajo sus órdenes durante meses, pero jamás había tenido una conversación personal con él. Esa noche, sin embargo, algo era distinto. Su expresión no era la del hombre confiado y distante que todos conocían; su rostro, aunque sereno, reflejaba preocupación, y sus ojos tenían una sombra que Lucía no había visto antes.
Alejandro se detuvo frente a ella y su voz, normalmente firme, sonó más baja, casi temblorosa. —Lucía, necesito que me ayudes.
Ella lo miró sorprendida, creyendo que se trataba de algún asunto médico urgente. —¿Ayudarlo? ¿En qué, doctor? —preguntó, dejando los papeles sobre la mesa.
Alejandro dio un paso hacia ella, lo bastante cerca como para que Lucía sintiera el leve aroma de su perfume, una mezcla de madera y misterio. —Esta noche mi madre ha venido de sorpresa desde Europa. Cree que estoy casado y espera conocer a mi esposa. No tuve valor de decirle la verdad.
Lucía frunció el seño, intentando comprender. —¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó con cierta incredulidad.

Alejandro sostuvo su mirada por un largo instante y entonces, con una calma casi ensayada, pronunció las palabras que cambiarían sus vidas: —Necesito que finja ser mi esposa solo por esta noche.
El silencio que siguió fue tan denso que se escuchó el zumbido de las luces sobre ellos. Lucía lo miró sin saber si reír o enfadarse. —Está bromeando —dijo finalmente con un tono nervioso. Pero él no sonreía. —No. Te pagaré lo que quieras, pero necesito que confíes en mí. Es solo una cena, nada más.
Lucía cruzó los brazos, intentando mantener la calma. —Doctor, esto es una locura. Yo no sé actuar. No sé fingir ese tipo de cosas.
Alejandro suspiró, bajando la voz. —Mi madre está enferma. No puedo decirle la verdad. No ahora.
Aquellas palabras perforaron la barrera de lógica que Lucía había levantado. Miró su rostro cansado, su expresión desesperada, y sintió algo dentro de ella romperse. Tal vez era compasión, o tal vez curiosidad por aquel hombre que siempre parecía inalcanzable.
Después de un largo silencio, Lucía asintió lentamente. —Está bien. Pero con una condición: no quiero mentir más de lo necesario. Solo lo justo para no herir a su madre.
Alejandro la observó con un atisbo de alivio, aunque su semblante seguía tenso. —Acepto. Pero yo también tengo una condición. Lucía arqueó una ceja. —¿Cuál?
Él dio un paso más, lo suficiente para que su voz sonara como un susurro. —Pase lo que pase, no te enamores de mí.
Lucía se quedó inmóvil, sin saber si debía reír o sentirse insultada, pero mientras el eco de sus palabras flotaba en el aire, no imaginaba que ese pacto absurdo se convertiría en el principio de algo que ninguno de los dos podría controlar.
El reloj del gran salón marcaba las ocho en punto cuando Lucía llegó a la mansión del Dr. Alejandro Villalba. El corazón le latía con fuerza mientras subía los escalones de mármol que llevaban a la entrada principal. Llevaba puesto un vestido azul medianoche que él mismo había mandado traer; sencillo, pero elegante, con un brillo sutil que realzaba la delicadeza de su figura. No era una mujer acostumbrada al lujo y cada detalle de aquella casa —los ventanales altos, los candelabros dorados, el eco suave de la música clásica en el fondo— le recordaba que estaba a punto de entrar en un mundo completamente ajeno al suyo.
Alejandro la recibió en el umbral, impecablemente vestido con un traje negro y una corbata perfectamente anudada. Su expresión era serena, pero sus ojos traicionaban un leve nerviosismo. —Llegaste justo a tiempo —dijo con una sonrisa forzada—. Mi madre está en el jardín. Te ha estado esperando toda la tarde.
Lucía intentó mantener la compostura, aunque las manos le temblaban. —No puedo creer que esté haciendo esto —murmuró en voz baja mientras él le ofrecía el brazo. —Solo recuerda lo que hablamos —respondió Alejandro con suavidad—. Sé tú misma. No tienes que fingir más de lo necesario.
Atravesaron un largo pasillo adornado con retratos familiares y cuadros de artistas famosos. Lucía no pudo evitar sentirse fuera de lugar, como una intrusa en una vida que no le pertenecía. Sin embargo, cuando llegaron al jardín, el ambiente cambió. Bajo la luz dorada de las lámparas colgantes, una mujer de cabello plateado y sonrisa cálida los esperaba sentada junto a una mesa dispuesta con flores frescas y copas de cristal.
—¡Alejandro! —exclamó, levantándose para abrazar a su hijo—. Y esta debe ser tu esposa.
Lucía sintió cómo la sangre le subía al rostro, pero sonrió con toda la naturalidad que pudo reunir. —Encantada, señora Villalba —dijo con voz temblorosa. La madre del doctor la observó con ternura. —Eres aún más hermosa de lo que me dijo. Ya estaba empezando a pensar que me ocultaba a su esposa por celos.
Lucía rio suavemente y Alejandro, sorprendido por su naturalidad, le tomó la mano con delicadeza. Aquel gesto no formaba parte del plan, pero ambos lo mantuvieron como si fuera real.
La cena transcurrió entre risas y conversaciones agradables. La madre hablaba con entusiasmo de su juventud, de los años en Europa, de los sueños que tenía para su hijo. Lucía respondía con sencillez y respeto, sin exagerar, sin inventar más de lo necesario. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Alejandro notaba que aquella mujer que había conocido en un pasillo de hospital tenía algo que ninguna otra había tenido.
Pero el momento que marcó la diferencia fue cuando la madre del doctor tomó la mano de Lucía con ternura y dijo: —Gracias, querida, por hacerlo tan feliz. Mi hijo ha pasado por tanto y ahora, al verte a su lado, sé que ya no está solo.
Las palabras le llegaron a Lucía como una caricia y una herida al mismo tiempo. La mentira, por noble que fuera, dolía más de lo que esperaba. Alejandro, en silencio, sintió un nudo en la garganta. Durante años había construido muros a su alrededor y ahora, por primera vez, deseó derribarlos.
Cuando la cena terminó, la madre se retiró a descansar. Lucía se levantó lentamente, recogiendo su bolso. —Ha sido un placer conocerla, señora Villalba —dijo con dulzura. —El placer ha sido mío —respondió la mujer con una sonrisa—. Cuida de mi hijo. Sé que tú puedes hacerlo.
Lucía caminó hacia la puerta junto a Alejandro. El aire nocturno la recibió con alivio, pero también con un extraño vacío en el pecho. —Gracias por todo, Lucía —dijo él en voz baja—. Has sido perfecta. Ella lo miró con seriedad, casi con tristeza. —¿Y ahora qué? ¿Todo vuelve a la normalidad? Alejandro desvió la mirada. —Eso espero.
Pero cuando sus ojos se encontraron nuevamente, ambos supieron que nada volvería a ser igual. —Dijiste que no debía enamorarme de ti —murmuró Lucía con una sonrisa débil—. ¿Pero qué pasa si tú eres quien rompe la promesa? Alejandro no respondió, solo la observó en silencio, sabiendo que, sin quererlo, ya lo había hecho.
Pasaron varios días desde aquella cena que había cambiado silenciosamente la vida de Lucía y Alejandro. El hospital volvió a su rutina habitual: el sonido constante de los monitores, los pasos apresurados por los pasillos, el olor a medicamentos que parecía nunca desvanecerse. Sin embargo, algo entre ellos había cambiado. Ya no eran simplemente el doctor y la enfermera que apenas intercambiaban palabras profesionales. Ahora, cada vez que sus miradas se cruzaban, se encendía algo imposible de ocultar.
Lucía intentaba convencerse de que todo había sido una actuación, un papel temporal en la vida de un hombre poderoso. Pero cada noche, al cerrar los ojos, revivía aquel instante en el jardín, el calor de su mano, la dulzura en su voz cuando la llamó “mi esposa”. Aunque fuera solo una mentira, no entendía por qué le dolía tanto; quizás porque, en el fondo, había deseado que fuera verdad.
Una tarde lluviosa, mientras revisaba informes en la sala de descanso, escuchó unos pasos conocidos detrás de ella. —Lucía, ¿tienes un momento? —dijo una voz profunda y seria. Ella levantó la vista y lo vio allí, apoyado en el marco de la puerta, con su bata blanca y una expresión que no era la del cirujano frío y distante de siempre. Había cansancio en su rostro, pero también algo más, una especie de ternura contenida. —Claro, Dr. Villalba —respondió ella con formalidad, intentando mantener la distancia. Pero él la interrumpió con un gesto suave. —Por favor, llámame Alejandro.
Ese simple cambio la desarmó. Él avanzó lentamente hasta quedar frente a ella. —He estado pensando en lo que dijiste aquella noche después de la cena… sobre mi condición. Lucía bajó la mirada, sintiendo el rubor subirle a las mejillas. —No debí decir eso. Fue una tontería. Todo fue un juego, nada más. Alejandro negó con la cabeza. —No fue un juego para mí. Rompí mi propia condición. Lucía lo miró sin entender. —¿Qué quieres decir?
Alejandro dio un paso más cerca, tan cerca que ella pudo sentir la calidez de su respiración. —Te pedí que no te enamoraras de mí, pero fui yo quien lo hizo. No quería admitirlo, pero es la verdad.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire como un secreto que llevaba demasiado tiempo esperando ser revelado. Lucía sintió cómo su corazón se aceleraba. —Alejandro, esto no puede ser. Somos tan diferentes. Tú vienes de un mundo que no tiene nada que ver con el mío. Él tomó su mano con delicadeza. Su toque era firme, pero lleno de respeto. —Los mundos diferentes pueden encontrarse si el corazón los guía. No me importa el pasado, ni el dinero, ni las apariencias. Solo me importa lo que siento cuando estoy contigo.
Por un momento, Lucía guardó silencio. Su mente le decía que huyera, que no se dejara arrastrar por un sentimiento imposible, pero su corazón… su corazón ya había decidido. —Yo también lo siento —murmuró finalmente—. Y también tengo miedo. Alejandro sonrió; una sonrisa sincera, vulnerable, distinta a todas las que ella le había visto antes. —Entonces, enfrentemos ese miedo juntos. Sin condiciones, sin promesas falsas. Solo tú y yo.
En ese instante, el sonido de la lluvia golpeando los ventanales se mezcló con el silencio entre ellos. Alejandro alzó suavemente su rostro y sus labios se encontraron en un beso que no era parte de ningún trato ni de ninguna mentira. Era un beso real, lleno de emociones contenidas, de verdades no dichas.
Allí, en el mismo hospital donde todo había comenzado, dos almas que jamás debieron cruzarse encontraron algo más fuerte que la lógica y más puro que el destino: el amor que ninguno de los dos había planeado, pero que ambos estaban destinados a sentir.
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