Una risa nerviosa rompió el silencio, pero se desvaneció al instante cuando Max giró la cabeza hacia el sonido.
Los ojos de Anna seguían clavados en el suelo.
Sus manos temblaban, pero si alguien hubiera mirado más de cerca —de verdad mirado—, habría notado algo extraño.
El temblor seguía un ritmo específico.
«Setecientos ochenta y nueve. ¿Me escuchaste?»
«Raro.»
La voz de Max bajó de tono, volviéndose más peligrosa.
—Te dije que te pongas de rodillas y ladres como el perrito que eres.
El círculo de estudiantes se cerró aún más, con los celulares levantados como si fueran armas.
Anna Harper estaba en el centro.
Su figura pequeña se veía todavía más diminuta frente a la imponente presencia de Max Thompson: un metro noventa, cien kilos de músculo y malicia.
Las luces fluorescentes del gimnasio de la Preparatoria de Chicago proyectaban sombras duras sobre su rostro mientras se inclinaba lo suficiente como para que ella pudiera oler el batido de proteína en su aliento.
A la multitud le encantaba. Siempre les encantaba cuando Max encontraba una nueva víctima.
La chica invisible que se sentaba al fondo en cada clase, comía sola, caminaba por los pasillos como un fantasma.
Era la presa perfecta.
Pero lo que nadie sabía era que Anna Harper no estaba contando en voz baja para calmarse.
Estaba contando hacia atrás hasta llegar a cero.
Hace tres semanas, Anna cometió un error.
Estaba agotada.
Entrenamientos a las cinco y media de la mañana antes de ir a clases.
Peleas a las once y media de la noche, hora del Este.
Después de la escuela, ya no podía más.
Así que cuando Sean accidentalmente tiró sus libros en el pasillo, ella reaccionó.
Fue apenas un pequeño movimiento, un ligero cambio de peso que arruinó por completo el empujón que venía.
Él tropezó, desconcertado.
Nadie más lo notó… excepto Max.
Max Thompson gobernaba la Preparatoria de Chicago como un rey sobre sus súbditos.
Capitán del equipo de fútbol, sobrino del alcalde, seis años entrenando lucha libre, y un padre que le enseñó que el poder era la única moneda que valía.
Se ganó su reputación quebrando a cualquiera que se atreviera a enfrentarlo.
Y ahora había encontrado su nuevo proyecto.
—Contaré hasta tres —anunció Max, dándole show a su público—. Uno.
Los dedos de Anna se movieron, casi imperceptiblemente.
En otra vida, su vida real, esos dedos habían derribado a Alex Romano.
Las mismas manos que parecían tan pequeñas y débiles llevaban 47 victorias seguidas en lugares donde perder significaba ir en ambulancia, no solo quedar en ridículo.
—Dos.
Pensó en su hermano de dieciséis años, peleando una batalla distinta desde una cama de hospital.
A la leucemia no le importaban los campeonatos clandestinos ni las jerarquías escolares.
Solo le importaba el dinero.
Dos mil dólares para un tratamiento experimental.
La aseguradora lo llamó “no médicamente necesario”.
Anna lo llamaba su única oportunidad.
—Tres.
La multitud se tensó.
Este era el momento en que la chica invisible se quebraría, como todas las anteriores.
Lloraría, suplicaría, haría lo que Max quisiera, porque así funcionaba el mundo.
Los fuertes devoran a los débiles.
Anna se dejó caer de rodillas.
El gimnasio estalló.
Los celulares destellaron.
Alguien gritó «Estrella del bullying».
Otros se reían tanto que apenas podían sostener sus teléfonos.
Max se alzó sobre ella como un gladiador, reclamando su victoria.
Brazos abiertos, disfrutando de la adoración de sus seguidores.
—Eso es —dijo lo suficientemente fuerte para que todos lo grabaran—. Conoce tu lugar.
—Ahora ladra para papi.
Los labios de Anna se movieron.
No salió ningún sonido, pero su boca formó números.
—Cuatrocientos cincuenta y seis.
Las risas crecieron.
Todos pensaban que intentaba hablar pero no podía.
Pensaban que el miedo le había robado la voz.
Pensaban muchas cosas.
—Setecientos ochenta y nueve.
Max comenzaba a perder la paciencia.
El guion pedía humillación total, y una sumisión silenciosa no era suficiente.
Necesitaba que ella ladrara.
Necesitaba que se rompiera.
Necesitaba que el video se hiciera viral antes del almuerzo, con un título como:
“Estrella de fútbol convierte a rara en su mascota.”
Así que hizo lo que siempre hacía cuando alguien no seguía su guion lo suficientemente rápido.
Echó la pierna hacia atrás para patear.
Sí.
El cambio ocurrió en ese instante entre latidos del corazón.
En un momento, Anna Harper era una chica temblorosa de rodillas…
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