Su nombre era Ifeoma: de voz suave, delgada, con unos ojos que parecían haber visto demasiado y unos labios que rara vez sonreían.

Se unió a mí en el apartamento fuera del campus en la Universidad de Nigeria, Nsukka, después de que su anterior compañera supuestamente se cambiara de facultad.
No hice muchas preguntas; lo único que quería era alguien que pagara la mitad del alquiler y se ocupara de sus propios asuntos.

Pero Ifeoma vino con silencio… y secretos.

No trajo mucho equipaje, solo una cajita, un paño marrón y una bufanda negra que jamás se quitaba.
El primer día, le ofrecí un recorrido por la habitación. Asintió.
Todo iba bien… hasta que señalé el espejo clavado en la pared.

—“Es para maquillarse y eso,” dije con naturalidad.

Ella lo miró como si fuera una zarza ardiente, y giró el rostro al instante.

—“No uso espejos,” murmuró, y pasó de largo.

Reí nerviosamente.
—“¿Qué chica no usa espejo?”

No respondió.

Esa noche, la vi preparándose para dormir de cara a la pared, usando el reflejo en la pantalla negra de su teléfono para amarrarse la bufanda.
Me pareció raro, pero todos tenemos nuestras manías, ¿no?

Episodio 2: El espejo roto

Las semanas siguientes, empecé a notar pequeñas cosas.

Primero fueron los ruidos nocturnos.

Un arrastrar de pies en la sala cuando yo ya estaba en la cama. Una sombra que cruzaba por debajo de la puerta de su habitación, aunque juraría haberla visto dormir minutos antes. Y siempre —siempre— se despertaba antes del amanecer para recitar unas palabras en voz baja, en una lengua que no entendía. A veces, la escuchaba llorar.

Una madrugada, me despertó un sonido seco. Vidrio rompiéndose.

Corrí a la sala. El espejo del pasillo —un regalo de mi tía, decorado con marco de latón— estaba en el suelo, hecho trizas. Pero no había señales de que se hubiera caído por sí solo. Estaba como… despegado con fuerza.

Ifeoma apareció detrás de mí, en pijama. Sus ojos estaban muy abiertos, pero inexpresivos.

—Lo siento —susurró—. No lo soportaba.

—¿Qué no soportabas?

—Lo que hay del otro lado —dijo simplemente, y regresó a su cuarto como si nada.

Me quedé allí, entre los fragmentos, con el corazón martillando el pecho.

Desde entonces, tapé todos los espejos del apartamento. No lo hacía por ella.

Lo hacía por mí.

Episodio 3: La otra Ifeoma

La tensión crecía. Ifeoma apenas salía. No tenía amigos. Nadie la visitaba. Y sin embargo, a veces escuchaba dos voces en su habitación. Dos, no una.

Una noche, llegué más tarde de lo normal, empapada por la lluvia. El edificio estaba apagado, excepto por la luz bajo su puerta.

Pasé de largo. Pero cuando entré en mi habitación, algo no cuadraba.

Mi bufanda favorita no estaba donde la dejé.

La encontré doblada con precisión quirúrgica… sobre mi almohada. Y no la había tocado en días.

Salí al pasillo. Me acerqué a su puerta. Escuché algo.

—…¿por qué no puedes dejarla en paz? Ella no es como tú…

Era Ifeoma. Pero la segunda voz —más grave, gutural, como un susurro con dientes— respondió:

Ella ya vio. Ya huele. Ya sabe.

Mi sangre se heló.

Toc-toc.

La puerta se abrió sola. Nadie.

En el suelo de su cuarto, había un espejo redondo, roto en el centro, y en cada fragmento… se reflejaba algo distinto.

Yo, en uno. Ifeoma, en otro. Una versión de ella con ojos completamente negros, en otro más. Y una figura sin rostro, de pie detrás de mí.

Me di la vuelta, grité… y caí desmayada.

Episodio Final: La sangre que llama

Desperté en el hospital universitario. Me habían encontrado desmayada en el pasillo. Nadie más estaba en el apartamento. Ifeoma había desaparecido.

Intenté explicar lo que vi. Nadie me creyó. Me recomendaron descanso, terapia. Pero yo sabía la verdad.

Cuando finalmente volví al apartamento, encontré la caja de Ifeoma sobre la mesa. Encima, una nota escrita con letra temblorosa:

“Yo no nací sola. Nací con otra.
Ella vive donde los espejos no mienten.
Te protegí mientras pude.
Pero ahora… te ve.”

Temblando, abrí la caja.

Dentro había una foto antigua, amarillenta. Dos niñas idénticas, con trenzas. Una sonreía. La otra tenía la mirada en blanco.

También había algo más: mi bufanda favorita, cortada en tiras… como si alguien la hubiera usado para atar muñecas.

Entonces, la luz parpadeó. Y en el reflejo de la ventana, vi algo que no estaba en la habitación.

Ifeoma.

O lo que quedaba de ella.

Mirándome.

Desde el otro lado.