El tango y la empanada que curó su corazón

—No voy a Buenos Aires por amor, voy por empanadas —dijo Clara entre risas, mientras se abrochaba el cinturón en el avión.

—Sí, claro —respondió su amiga Paula por videollamada—. Y yo me voy a México por los tacos, no por Rodrigo.

Clara había terminado una relación de ocho años. Su terapeuta le había sugerido un cambio de aires. Pero no fue hasta que vio un documental sobre la cocina argentina que algo se encendió en su interior. Una cocinera hablaba de cómo su abuela hacía empanadas salteñas “para unir a la familia cada domingo, pasara lo que pasara”.

Ese “pasara lo que pasara” resonó con fuerza en el pecho de Clara.

Llegó al barrio de San Telmo un jueves por la tarde. Caminó entre adoquines, tangueros y puestos de antigüedades. Al fondo de una galería antigua, encontró un pequeño cartel: “EMPANADAS DE VERDAD”. Entró sin pensar.

Una mujer mayor, con trenza plateada y ojos vivaces, le sonrió desde detrás del mostrador.

—¿Primera vez en Buenos Aires?

—¿Se me nota?

—Mucho. ¿Qué querés probar?

—Las empanadas que curan corazones… si es que existen.

La mujer soltó una carcajada.

—Soy Rosa. Y sí, existen. Pero hay que merecerlas.

—¿Cómo se merecen unas empanadas?

—Poniendo las manos en la masa. ¿Querés aprender?

Así empezó todo.

Durante tres días, Clara aprendió a cortar la carne a cuchillo, a preparar el sofrito con comino, pimentón y ají molido. A entender que el repulgue no es solo una técnica, es una caricia que encierra historias.

—¿Y por qué hacés esto? —preguntó Clara mientras rellenaban las empanadas una noche.

—Porque cocinar con alguien es una forma de contarle que no está solo.

Clara guardó silencio, tocada por esas palabras.

El sábado, Rosa la llevó a una milonga.

—Vamos, nena. No todo se sana con comida. A veces hay que bailar el dolor.

En ese salón lleno de nostalgia, Clara conoció a Andrés. No era joven, ni perfecto, pero bailaba con una delicadeza que desarmaba.
No hablaron mucho. Bailaron tres tandas. Al final, él dijo:

—Tu mirada tiene un país adentro.

—Y el tuyo huele a empanadas —respondió ella, sorprendida de volver a reír con ganas.

El domingo fue el último día. Clara horneó su primera bandeja sola.

—¿Y? —preguntó Rosa.

Clara mordió una empanada, cerró los ojos y sonrió. Sabía a hogar, a tierra, a abrazo. A perdón.

—Sabe a que puedo empezar de nuevo.

—Entonces, ya estás lista.

Antes de irse, Clara dejó una nota en la cocina:
“Gracias por recordarme que sanar también puede tener sabor.”

Volvió a España con una nueva receta y un mensaje de Andrés en el móvil:
“Si alguna vez volvés, tengo otra tanda de tango esperándote.”