Solo lo caducado”, dijo el niño. Pero el millonario sintió un golpe en el pecho

cuando vio la foto doblada que el niño escondía. La panadería olía a mantequilla tibia y

a canela recién caída. No era un lugar fino, pero tenía algo que no se compra.

El rumor suave de la gente conocida, el vidrio empañado por el horno, el sonido del cuchillo marcando rebanadas exactas.

Detrás del mostrador, doña Lucha acomodaba con paciencia bandejas de conchas y orejas.

tenía las manos arinosas, el delantal manchado y esa mirada de quien ya ha visto demasiadas tristezas como para

dramatizarlas. La campanita de la puerta sonó. Entró un niño flaco con una sudadera grande que

le quedaba como prestada y unos tenis que habían sobrevivido más de lo justo. Gael no levantó la voz, no pidió gratis,

no suplicó. se acercó como si fuera a hacer una compra normal, solo que sus ojos no se detenían en los pasteles

bonitos, sino en un rincón de charola donde se amontonaban piezas con etiqueta de rebaja. “Señora, dijo sin mirarla de

frente. ¿Tendría un pastel caducado para mí?” Doña Lucha se quedó quieta un

segundo, no por crueldad, sino por cansancio. Esa pregunta se repetía en la

ciudad con distintos rostros. Aquí no damos caducado. M hijo respondió firme.

Eso hace daño. Si quieres te puedo vender una pieza barata, pero no vengas

con esas. Gael tragó saliva. Sus dedos apretaron la orilla de su sudadera como

si la tela pudiera sostenerlo. No pasa nada, murmuró.

Solo lo que ya no sirva. Doña Lucha frunció el ceño. ¿Y por qué quieres lo

que ya no sirve? preguntó con una dureza que escondía preocupación.

¿Quién te enseñó a hablar así? Gael bajó la mirada y ahí, en el gesto, se le vio

la vergüenza, no la de pedir, sino la de sentir que no merecía otra cosa. “Porque

lo bueno cuesta”, dijo muy bajito. “Y yo no vengo por mí.” Doña Lucha abrió la

boca para preguntar más, pero la campanita sonó otra vez. Esta vez la

puerta se abrió como se abren las cosas que están acostumbradas a que el mundo les haga espacio. Entró un hombre con

saco oscuro, zapatos limpios, reloj discreto pero caro. No traía

guardaespaldas pegados, pero se notaba en los detalles. El modo en que miraba el local, el modo en que la gente lo

reconocía sin atreverse a saludar. Era Santiago Ibarra. No venía por pan, venía

por aire. por un respiro fuera de reuniones, firmas y pantallas. A veces

los lugares humildes eran el único sitio donde su cabeza dejaba de sonar. Santiago se detuvo al escuchar la

conversación. No de forma evidente, solo se quedó un poco más cerca del estante,

como quien elige un cuernito, mientras en realidad escucha. No vienes por ti,

repitió doña Lucha, ya más suave. Gael negó. Es para mi abuela, dijo

ya no come mucho, pero si huele dulce se le calma la panza. Con poquito se

duerme. Doña Lucha parpadeó. Su firmeza se quebró apenas. ¿Y por qué no le

compras algo normal? Gael apretó los labios. La respuesta le pesó como

piedra. Porque si compro normal ya no me alcanza para lo demás. Santiago sintió

una punzada. No era lástima barata. Era esa incomodidad que llega cuando el

dinero propio te grita que podrías resolverlo todo. Y aún así hay cosas que no se arreglan con un billete. Doña

Lucha se inclinó un poco. ¿Qué lo demás? Gael respiró hondo, como si le diera

vergüenza ponerlo en palabras. Agua y una vela dijo. Para que no esté a

oscuras. Santiago tragó saliva, miró el mostrador, miró las manos arinosas de

doña Lucha, miró al niño que pedía caducado como si fuera lo correcto. Dio

un paso. Señora, intervino Santiago con voz controlada.

Cóbreme lo que él necesite y póngale lo mejor. Doña Lucha lo reconoció y abrió

los ojos, sorprendida. Don Santiago” susurró sin saber si tutearlo o no. Gael

levantó la mirada por primera vez. Sus ojos se clavaron en Santiago con una mezcla extraña, alerta y orgullo herido.

“No”, dijo rápido. Santiago frunció el ceño. “¿Cómo que no?” Gael apretó la

mandíbula. No era capricho, era dignidad. “No me regale nada”, dijo.

Solo lo que ya iban a tirar. Doña Lucha lo miró con dolor. Emejo Santiago

insistió más humano que autoritario. No te estoy regalando. Es comida. Es Gael

lo interrumpió con un hilo de voz que cortó más que un grito. Lo bueno no es para nosotros. El aire se quedó pesado.

Santiago sintió que esa frase le golpeaba un lugar que no sabía que aún tenía abierto. Gael metió la mano en el

bolsillo de la sudadera buscando monedas y al hacerlo, algo se asomó. Una foto

doblada vieja gastada en las esquinas como si la hubiera abierto mil veces.

Santiago la vio apenas un segundo, pero ese segundo le bastó para sentir el golpe en el pecho, porque en la foto,

aunque estaba doblada, se distinguía una parte de un rostro adulto y un detalle imposible de confundir. Un anillo con un

sello, el mismo tipo de sello que Santiago llevaba desde años. Un anillo familiar que no se vendía, no se

copiaba, no se prestaba. Santiago se quedó helado. Gael notó la mirada y

escondió la foto al instante, como si le hubieran descubierto un secreto. Eso no

es tuyo dijo Santiago más bajo, sin darse cuenta de que su voz temblaba.

Gael retrocedió medio paso. Sí, es respondió firme. Es lo único que sí.

Doña Lucha miró a uno y a otro confundida. ¿Qué foto?, preguntó. Gael

apretó el bolsillo. Nada, mintió. No importa. Pero a Santiago ya le

importaba todo. Se acercó un poco lento para no asustarlo. Escucha, dijo, no

quiero quitarte nada, solo dime de dónde la sacaste. Gael lo miró con esos ojos

de niño que ya aprendió a desconfiar. ¿Para qué? Preguntó.

Para decir que no es mía. Santiago tragó saliva por primera vez en mucho tiempo.

No supo comprar la respuesta. Para entender, dijo al fin. Gael apretó las