Un mecánico arregla gratis el auto de una madre soltera → y le deja una nota: “Mi mamá también crió sola”.
Llevaba tres semanas caminando. Tres semanas con Emma en la espalda, su mochilita rebotando contra mi columna mientras yo contaba cuadras hasta la escuela. El auto llevaba ese tiempo muerto frente a mi casa, como un monumento a todo lo que no podía pagar.
—Mami, ¿falta mucho? —preguntó Emma esa mañana, su vocecita amortiguada por mi chaqueta.
—Ya casi, mi amor. Aguanta un poquito más.
El cielo estaba del color del cemento mojado. Sabía que iba a llover, pero ¿qué otra opción tenía? Cubrí a Emma con mi chamarra como pude, dejando mi espalda y mi cabeza expuestas. Ella tenía que llegar seca a la escuela. Yo podía secarme después.
La lluvia empezó suave, casi amable, pero en cuestión de minutos se volvió implacable. El agua me corría por el pelo, por la cara, empapaba mi camisa. Mis zapatos chapoteaban en los charcos mientras Emma se aferraba a mi cuello.
—Mami, te estás mojando mucho.
—No importa, princesa. Tú estás sequita, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Entonces todo está bien.
No vi el auto que se detuvo junto a nosotras. Solo escuché el sonido de una ventana bajando.
—Disculpe, señora.
Giré la cabeza. Un hombre de unos cincuenta años me miraba desde una camioneta. Tenía el rostro curtido por el sol y las manos manchadas de grasa.
—¿Necesita que la lleve? No es día para andar caminando así.
Dudé. Siempre me habían enseñado a no subirme a autos extraños, pero estaba desesperada y Emma estaba comenzando a tiritar.
—Voy a la escuela Washington, la que está en la calle Maple.
—Me queda de camino. Súbase.
Emma y yo nos acomodamos en el asiento trasero. El calor de la camioneta se sentía como un abrazo.
—Gracias —murmuré, sintiéndome vulnerable y agradecida al mismo tiempo.
—¿Viven lejos de la escuela? —preguntó mientras conducía.
—Como veinte cuadras. Antes iba en auto, pero… se descompuso.
—¿Hace cuánto?
—Tres semanas.
Él asintió en silencio. Cuando llegamos a la escuela, me ayudó a bajar a Emma.
—Cuídense mucho —dijo antes de arrancar.
—Gracias, de verdad. Que Dios se lo pague.
No volví a pensar en él. Ese día pasó como todos los demás: trabajo, recoger a Emma, caminar de regreso con ella medio dormida en mi espalda, llegar exhausta a casa.
Pero cuando doblé la esquina de mi calle, algo no estaba bien.
Mi auto.
El capó estaba cerrado. No como lo había dejado yo, entreabierto porque ya ni cerraba bien. Cerrado completamente.
Aceleré el paso, con el corazón latiendo fuerte. Cuando llegué, vi un sobre manila pegado con cinta en el parabrisas. Con manos temblorosas, lo arranqué y saqué una nota escrita a mano en papel cuadriculado de mecánico:
*”Era la bomba de agua y la banda de tiempo. También le cambié el aceite. El auto ya está listo. No me debe nada.*
*Mi mamá también crió sola.*
*— González”*
Me quedé ahí parada, con el papel temblando en mis manos. Emma bajó de mi espalda.
—Mami, ¿por qué lloras?
—No estoy llorando, mi amor —mentí mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas.
Abrí la puerta del auto con manos temblorosas. La llave giró suavemente en el contacto. El motor arrancó al primer intento, con ese ronroneo perfecto que no escuchaba desde hacía semanas.
En el asiento del conductor había otra nota más pequeña:
*”Aquí está mi tarjeta por si algún día tiene otro problema. Pero este ya está arreglado bien. Le va a durar.”*
Abracé el volante y lloré. Lloré por todas las mañanas caminando bajo la lluvia, por todas las veces que Emma me preguntó si faltaba mucho, por todas las noches en las que me acosté preguntándome cómo iba a hacer para seguir adelante.
—¿El carro ya sirve, mami?
—Sí, princesa. Ya sirve.
—¿Y quién lo arregló?
Me limpié las lágrimas y miré la nota una vez más.
—Un ángel, mi amor. Un ángel que sabe lo que es esto.
Esa noche, después de acostar a Emma, me senté en la mesa de la cocina con la tarjeta del señor González en las manos. “González – Reparaciones”, decía, con una dirección y un número de teléfono.
No podía pagarle. No tenía forma de devolverle lo que había hecho. Pero podía hacer algo.
Tomé una hoja de papel y empecé a escribir:
*”Señor González:*
*No tengo palabras para agradecerle lo que hizo. Usted no solo arregló mi auto, arregló mi esperanza. Me recordó que todavía hay gente buena en este mundo.*
*No puedo pagarle ahora, pero le prometo que algún día voy a ayudar a alguien como usted me ayudó a mí. Y le voy a enseñar a mi hija a hacer lo mismo.*
*Que Dios lo bendiga siempre.*
*— Carolina”*
Al día siguiente, pasé por el taller de camino al trabajo. No estaba abierto todavía, pero deslicé la carta por debajo de la puerta junto con un dibujo que Emma había hecho esa mañana: dos figuras bajo un paraguas con un sol enorme arriba y la palabra “GRACIAS” en letras de colores.
Nunca supe si la leyó. Nunca volví a verlo.
Pero cinco años después, cuando vi a una joven llorando junto a su auto descompuesto con un bebé en brazos, recordé esa nota.
*”Mi mamá también crió sola.”*
Estacioné mi auto junto al suyo.
—Disculpe —le dije—. ¿Necesita ayuda?
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