Los Cuadernos del Invierno Eterno

Estimado lector, si has detenido tu mirada en estas líneas, debes saber que estás escuchando a un fantasma. No soy un espíritu que arrastra cadenas, sino una de esas voces que el tiempo casi ha logrado silenciar bajo el peso de los años y el olvido. Esta es una carta olvidada, escrita por los que quedan, para que la historia de quienes se fueron no se disuelva en la nada como el humo de aquellas chimeneas.

Todavía puedo ver la escuela tal como la dejé, detenida en ese invierno interminable de 1943. En mi memoria, el edificio permanece intacto, congelado en una fotografía sepia. Las bancas de madera siguen en su lugar, alineadas con una precisión militar que los niños nunca tuvieron, aunque la madera se ha agrietado por el frío implacable de Varsovia. Hay capas de polvo gris sobre los cuadernos que nadie volvió a abrir; tizas rotas esparcidas sobre el suelo como huesos diminutos y un reloj colgado en la pared, cuyas agujas dejaron de moverse el mismo día y a la misma hora en que el último niño cruzó el umbral hacia la oscuridad.

El silencio en ese lugar tiene un peso específico, una densidad que oprime el pecho. No es un silencio vacío, de esos que traen paz, sino uno lleno de voces que se quedaron atrapadas entre los muros, rebotando eternamente sin encontrar salida.

Antes de que la guerra nos robara el color, aquella escuela era el corazón palpitante del barrio. Los niños corrían por los pasillos, sus zapatos repiqueteaban contra el suelo de madera y se perseguían con carcajadas que hacían vibrar los vidrios. Se escondían detrás de las puertas, imaginando mundos de fantasía que ahora, desde mi vejez, me parecen imposibles y lejanos. Recuerdo que cada mañana la calle olía a pan fresco, un aroma cálido y acogedor, y yo los veía llegar con las mejillas encendidas por el viento helado, cargando sus mochilas pequeñas, algunas remendadas con retazos de tela de colores vibrantes. Eran dueños del futuro.

Pero cuando el gueto se levantó, el mundo se contrajo hasta asfixiarnos. Las ventanas de la escuela se cubrieron con tablas cruzadas, como cicatrices sobre un rostro amado, y los soldados pusieron su mirada de acero sobre nosotros. Un día llegaron los oficiales y dijeron, con esa burocracia fría que caracterizaba su crueldad, que necesitaban el edificio para “trabajos científicos”. Nosotros sabíamos, con esa intuición fatalista que desarrollamos, que eso significaba que la escuela había muerto.

Aun así, yo seguí viniendo. Había algo dentro de mí, una terquedad irracional, que se negaba a soltar ese espacio. Entraba cada día con una excusa distinta ante los guardias: ordenar los libros, limpiar el polvo que se acumulaba por horas, rescatar los restos de las clases que ya no existirían. Era mi modo de resistir, quizás, o de fingir que todavía podía enseñar algo, aunque no hubiera a quién. El aula vacía se convirtió en mi refugio y en mi tumba al mismo tiempo.

Desde mi ventana, a través de las rendijas de las tablas, podía ver el patio, cercado ahora por alambres de espino y vigilado por guardias armados que fumaban con indiferencia. Allí donde antes jugaban a la pelota, solo quedaban huellas de botas pesadas y manchas oscuras en la nieve que nadie quería identificar.

A veces, desafiando el peligro, algunos niños del gueto se acercaban a la verja. Se asomaban con cuidado, con esos ojos enormes que parecían devorar el mundo, miraban hacia dentro y, si no había soldados cerca, se atrevían a susurrar: —Pan profesor, ¿todavía tiene pan?

Esa frase me rompía el alma cada vez. No siempre podía ofrecerles algo material, a veces mis propios bolsillos estaban vacíos, pero siempre intentaba darles una palabra, una sonrisa, un gesto que les recordara que aún había humanidad en medio del espanto, que no eran animales, sino niños.

Recuerdo vívidamente a una niña, Sara. Solía venir con una trenza siempre despeinada y una bufanda azul raída que era su bandera. Me traía pequeños dibujos hechos con carbón en papel de envoltura arrugado: flores negras, pájaros sin jaulas, soles que intentaban brillar. Me decía muy seria: “Los hago para no olvidar los colores, profesor”. Una vez me pidió que le enseñara una canción en polaco. Cantamos bajito, pegados a la verja, para que nadie oyera. Fue una de las últimas veces que escuché una melodía infantil pura dentro de esos muros.

Todo cambió drásticamente cuando los hombres de bata blanca llegaron. Trajeron consigo cajas de madera, frascos con líquidos turbios y libretas de cuero negro. Decían que la escuela serviría para “observaciones médicas”. Yo solo veía sus botas brillantes, impecables, sus rostros impasibles y su manera técnica de no mirar a los ojos a nadie. Instalaron camillas frías donde antes había pupitres llenos de garabatos y colocaron carteles en un alemán gótico que yo no entendía del todo, pero que destilaba amenaza.

De noche, las luces seguían encendidas y se oían pasos apresurados, murmullos graves, puertas que se cerraban con fuerza. Nadie en el barrio sabía con certeza lo que ocurría dentro, pero todos lo temían. El miedo se respiraba en el aire, más denso que la niebla del Vístula.

El primer grupo de niños entró una mañana fría de enero. Llevaban sus nombres cosidos en la ropa, estrellas amarillas sobre abrigos grises, y miraban alrededor con una curiosidad que dolía ver. Yo los vi pasar desde la escalera, escondido en la penumbra. Algunos me reconocieron y levantaron la mano tímidamente. Les devolví el saludo conteniendo el temblor de mis manos. Un soldado me vio y me ordenó apartarme con un golpe de su fusil. Desde ese día, la escuela dejó de ser mía, pero no pude alejarme del todo.

Volvía cada noche, escondido como un ladrón en mi propia casa, como quien visita un cuerpo querido que aún no puede enterrar. Caminaba entre las sombras, tocaba los pupitres apilados en los rincones, recogía pedazos de papel del suelo, buscando alguna señal de ellos. Encontré en una esquina una pequeña pelota de trapo. La guardé en el bolsillo como un amuleto sagrado. El frío se colaba por las paredes y hacía crujir la madera como si el edificio se quejara. A veces, en mi delirio, creía oír sus voces: “¿Cuándo volveremos a clase, Pan profesor?”. No respondía. Solo me quedaba ahí, escuchando con los ojos cerrados. Era mi modo de no dejarlos ir del todo.

El mundo afuera se desmoronaba: disparos, humo, hambre, gritos en la noche. Pero en ese salón helado yo seguía siendo maestro, aunque sin alumnos. Me aferraba a los nombres, a los rostros, a la rutina de revisar una lista imaginaria: Abramec, Sara, Liba, Heniek, Dawid… Los pronunciaba en voz alta, como si al hacerlo pudieran volver a entrar uno por uno y llenar otra vez el aire de risas y preguntas impertinentes.

Y así, en medio del silencio impuesto por la guerra, la escuela siguió viva, aunque solo en mi memoria torturada. Cada grieta del muro, cada marca de lápiz en los pupitres me recordaba que la infancia había estado allí y que, mientras alguien la recordara, todavía no todo estaba perdido.

El amanecer de aquel día fatídico tenía un tono gris plomizo, como si el cielo mismo presintiera lo que estaba por ocurrir. Había una calma engañosa, una quietud que helaba la sangre más que el propio invierno. Desde mi ventana vi llegar al camión cubierto con una lona. Los hombres de bata blanca bajaron con prisa, hablando entre ellos en voz baja, sin mirar a los costados. Uno de ellos llevaba una lista en la mano; la revisaba una y otra vez, tachando nombres con un lápiz rojo que parecía sangrar sobre el papel.

Los niños comenzaron a reunirse frente al portón poco después. Algunos eran de los que solían merodear la escuela buscando refugio o algo de pan. Otros venían de más lejos, empujados por el hambre o la esperanza desesperada de obtener lo que les habían prometido: un vaso de leche caliente, un pedazo de pan blanco, quizás un abrigo nuevo. Esa mañana un rumor venenoso había corrido por el gueto: “Van a repartir comida para los pequeños. El médico necesita ayudantes”.

Y así llegaron, con los ojos abiertos de ilusión y el estómago vacío pegado a la espalda. Los soldados los ordenaron en fila. No eran muchos, tal vez una docena. Tenían entre seis y diez años. Algunos llevaban gorros demasiado grandes que les cubrías las orejas, otros apenas un abrigo que no cerraba. El viento les enrojecía las mejillas y la nariz.

Yo estaba al otro lado de la verja, impotente, tratando de memorizar sus rostros, de guardar cada detalle en mi mente por si acaso no los volvía a ver. Entre ellos estaba Abramec, mi alumno más curioso, el que siempre preguntaba por qué las estrellas se veían más cerca en invierno. Me reconoció enseguida. —¡Pan profesor! —me gritó, sonriendo con esa inocencia que me dolió más que cualquier golpe físico— ¡Hoy sí nos dejan entrar!

Le respondí con un gesto torpe, levantando la mano a medias. Quise gritarle, advertirle que huyera, pero el miedo me secó la garganta y no supe cómo hacerlo sin condenarnos a todos. Todo lo que podía ofrecerle en ese momento era un silencio lleno de terror.

Los hombres de bata blanca comenzaron a hablarles con palabras dulces, fingiendo una ternura obscena. Les dijeron que solo iban a caminar por un pasillo, que al final habría pan con mermelada y dulces, y que debían portarse bien. Uno de los soldados más jóvenes encendió un cigarro y apartó la mirada hacia el cielo gris. Me dio la impresión de que tampoco quería estar ahí, pero obedecía la maquinaria de la muerte sin preguntar.

Vi cómo abrían la puerta del edificio y les indicaban entrar. El eco de los pasos infantiles resonó en el corredor de piedra, mezclado con risas tímidas y esperanzadas. Liba, la más pequeña, llevaba una muñeca hecha con trapo y botones; la apretaba contra el pecho como si fuera su propia hija. Detrás de ella, Heniek cargaba un cuaderno que ya no tenía hojas limpias; lo abría y lo cerraba nerviosamente para mostrar mis dibujos, tal como me había dicho días antes con orgullo. No sabía que ese sería su último gesto de dignidad.

A medida que los niños avanzaban hacia el interior, el aire se volvió más pesado, eléctrico. Yo sentí una presión en el pecho, una especie de aviso visceral que me paralizó. Di un paso instintivo hacia la puerta, pero uno de los soldados me detuvo bloqueándome el paso con el fusil. —No está autorizado —me dijo secamente. Quise gritar, pelear, pero la cobardía o el instinto de supervivencia me anclaron al suelo. Solo alcancé a escuchar cómo la puerta del pasillo se cerraba con un sonido metálico definitivo. Clanc.

Después, nada.

El silencio duró horas. Fue un silencio absoluto, geológico. Los hombres salían y entraban del edificio con sus batas ahora manchadas y sus cuadernos llenos de notas. Nunca supe qué escribían, qué clase de ciencia macabra justificaba aquello. En sus rostros no había emoción ni rastro de culpa, solo un cansancio burocrático. Cuando el sol comenzó a ponerse, tiñendo la nieve de violeta, guardaron sus cosas y se marcharon. El portón quedó otra vez cerrado. Nadie salió por la puerta del pasillo. Ningún niño volvió a cruzar el umbral.

Esa noche caminé hasta la escuela desafiando el toque de queda y a la muerte misma. Las sombras se alargaban sobre la nieve como dedos acusadores. Me acerqué a la entrada y presioné mi oído contra la pared fría. Creí escuchar algo: un leve murmullo, un gemido, quizás una respiración entrecortada. Abrí la puerta con cuidado, pero dentro solo había oscuridad. El pasillo olía a cloro fuerte y a algo más, un olor agrio, cobrizo, como a hierro oxidado. Sangre.

En el suelo encontré una pequeña gorra, una que reconocí de inmediato. Era la de Abramec. Tenía un agujero en la costura y una mancha de grasa en la visera. La tomé con manos temblorosas y me la guardé dentro del abrigo, contra mi corazón. Luego, unos metros más allá, vi la muñeca de trapo de Liba tirada cerca de una camilla volcada. No pude seguir buscando. Las piernas me fallaron. Al salir, me senté en las escaleras de la entrada y me quedé ahí, petrificado, hasta que amaneció. El viento soplaba fuerte, levantando copos de nieve que se pegaban a mi ropa como mortajas. No lloré. Sentí que no tenía derecho a hacerlo. Ellos habían sido valientes ante lo desconocido, y yo solo había mirado desde la seguridad de mi impotencia.

Desde entonces, cada vez que escucho pasos de niños en la calle, giro la cabeza esperando verlos correr de nuevo, pero solo hay sombras y fantasmas. A veces me convenzo de que aquel día fue un sueño, una pesadilla inventada por una mente cansada y traumatizada. Sin embargo, la gorra de Abramec guardada en el bolsillo de mi abrigo me recuerda que fue real, brutalmente real. Que esos niños existieron, respiraron, rieron y fueron engañados por la promesa más cruel: la de un poco de pan y una mirada amable.

Pasaron algunos días antes de que me atreviera a volver a entrar al edificio. Los soldados habían abandonado la escuela, al menos por un tiempo, dejándola como un cascarón vacío. Entré al amanecer. El silencio era espeso, casi líquido. Caminé hasta el aula donde solíamos hacer dictados. La ventana rota dejaba pasar la luz gris que se reflejaba en los pupitres cubiertos de polvo.

Allí, entre los restos de papeles y tizas pisoteadas, encontré el tesoro que me obligó a sentarme. Tres cuadernos. Estaban húmedos, sucios, con las tapas rasgadas, pero reconocí la letra al instante. Eran de mis alumnos.

El primero tenía una flor dibujada con lápiz; los pétalos torcidos, un tallo que parecía temblar. Al pasar las hojas, vi ejercicios de escritura, frases inconclusas: “Mi madre dice que…”, “Cuando crezca quiero ser…”, “El sol está…”. Cada línea se detenía en mitad de una palabra, como si el miedo o la prisa hubieran arrancado la voz de quien escribía.

El segundo cuaderno era distinto. Estaba cubierto de manchas oscuras y dentro, entre palabras torcidas, había un dibujo de una casa. Tenía una chimenea con humo, dos ventanas con cortinas y un árbol al costado. Bajo el dibujo, con una letra infantil pero firme, se leía: “Nuestro hogar”. Reconocí la letra de Sara. Recordé su bufanda azul y la forma en que se reía cuando el viento le despeinaba. En ese momento sentí un nudo en la garganta que casi me ahoga.

El tercer cuaderno era el más pequeño. Las hojas estaban llenas de palabras que no entendía al principio. No eran polacas. Eran oraciones en yidis escritas con trazos inseguros pero dulces. Me incliné para leer mejor y, entre las letras, reconocí una melodía. Era la canción de cuna. Me tomó unos segundos recordar de dónde: los niños la cantaban a veces mientras esperaban la clase, una melodía suave que hablaba del sueño, de ángeles y de las estrellas que velan. Comprendí entonces que ese cuaderno no era tarea ni ejercicio; era su refugio, el último lugar donde habían guardado lo que quedaba de su identidad y de su mundo.

Me quedé sentado mucho tiempo, pasando las hojas con cuidado, temiendo que se deshicieran entre mis dedos como ceniza. Ese aire olía a madera húmeda y a polvo antiguo, pero en esas páginas aún latía la inocencia, la curiosidad, la vida en estado frágil. Y fue entonces cuando supe que debía escribir. No por mí, sino por ellos. Comprendí que la memoria no se guarda en museos ni monumentos de piedra, sino en las palabras que siguen vivas.

Han pasado meses, quizás años desde aquel día. El tiempo se volvió un río espeso que no corre, solo se estanca. Varsovia ya no es la ciudad que conocí; es una sombra gris, un esqueleto de ladrillos que huele a hollín y humedad. Las calles están llenas de huecos, como si alguien las hubiera mordido con furia. La escuela ya no existe; una bomba la alcanzó en la primavera del 44. Quedaron solo los cimientos y un muro medio caído con trozos de yeso colgando.

Aun así, cada tanto regreso al lugar. Me siento frente a lo que fue la entrada, con los tres cuadernos en el regazo, y dejo que el viento me hable. No es locura, lector, es una necesidad vital. A veces, cuando el viento sopla desde el norte, se cuela entre las ruinas y produce un silbido suave, casi un canto. Cierro los ojos y puedo escuchar sus risas mezcladas en ese sonido.

Me gusta imaginar que es su manera de decirme que no se han ido del todo. Les invento futuros para no sentir tanto el vacío. Imagino a Abramec como ingeniero construyendo puentes que unen orillas imposibles; a Sara como maestra de arte enseñando a mezclar colores; a Liba como madre, sana y salva.

Una tarde de verano, una mujer se acercó al muro derrumbado donde yo estaba sentado. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza y los ojos cansados, hundidos en cuencas oscuras. Me preguntó con voz temblorosa si conocí a un niño llamado Heniek. Le respondí que sí, que solía dibujar trenes y que una vez me regaló uno hecho con lápiz azul. La mujer bajó la mirada, las lágrimas corrieron silenciosas por su rostro sucio, y durante un largo rato no dijo nada. Luego me dio las gracias y se marchó. En ese instante entendí que mi memoria no era solo mía; era también la de los otros, la de los que buscan, los que esperan, los que no se resignan.

Por eso escribo esta carta. No para pedir compasión, sino memoria. Quiero que quien la lea, donde quiera que esté, sepa que hubo una escuela en Varsovia donde los niños soñaban con pan y canciones. Que hubo un maestro que los vio partir sin poder detenerlos.

Y si algún día el viento susurra en tu ventana, querido lector, no cierres el oído. Podría ser uno de ellos jugando aún entre las ruinas del mundo. Porque las voces de los niños no mueren; se quedan flotando en el aire esperando que alguien las escuche y diga sus nombres otra vez. Así, cuando pronuncio los suyos —Abramec, Sara, Liba, Heniek, Dawid— siento que caminan conmigo. No hacia la muerte, sino hacia la memoria, allí donde el silencio ya no puede alcanzarlos y donde la guerra, por fin, no tiene poder.