En el interior de Puebla, en 1920, la Revolución podía haber terminado, pero la violencia seguía viva en las haciendas aisladas. En la Hacienda San Jerónimo, la vida de Guadalupe, de 16 años, era una prisión sin rejas, marcada por el ritmo de los golpes de su padre.

Era marzo y el viento del altiplano traía polvo fino que se metía entre las rendijas del jacal. La luz de la tarde caía oblicua sobre los muros de adobe de la hacienda, una construcción que había sobrevivido a la guerra, pero que llevaba las cicatrices en cada pared acribillada. Guadalupe tenía las manos ásperas de lavar en el río y una marca morada bajo el ojo izquierdo que nunca terminaba de sanar, porque cada semana se renovaba.

Caminaba descalza por el patio central, cargando un cántaro de barro lleno de agua, cuando escuchó la voz de su padre desde el corredor. “Apúrate, inútil”. Siempre esas dos palabras.

Su padre, Esteban Villar, era el administrador de lo que quedaba de la hacienda. Antes de la revolución, San Jerónimo había tenido treinta peones; ahora apenas quedaban cinco familias, todas viviendo en jacales dispersos, todas mirando hacia otro lado cuando Esteban levantaba la mano.

Esa tarde, Guadalupe salió al traspatio para recoger leña. El nogal grande proyectaba su sombra sobre el suelo irregular. Había piedras sueltas, raíces expuestas y un montículo de tierra que siempre le había parecido extraño, como si alguien hubiera cavado ahí y luego hubiera intentado disimularlo.

Entonces escuchó los pasos pesados de su padre detrás de ella.

“Dejaste el agua sucia en el cántaro”. No era verdad, pero la verdad nunca importaba.

Esteban Villar, de 42 años, bigote recortado y manos que olían a tabaco y a mezcal, se acercó. “Mírame”. Ella levantó la vista. Los ojos de su padre eran grises, fríos. “Vas a aprender”.

El primer golpe la alcanzó en la mejilla. El segundo llegó al estómago y la dobló. Cayó de rodillas sobre la tierra. Esteban la tomó del brazo, la arrastró hasta el tronco del nogal y la empujó contra la corteza áspera.

Y entonces, mientras su padre se quitaba el cinturón, Guadalupe vio algo. Junto al montículo de tierra extraño, había una grieta nueva en el suelo, como si la lluvia reciente hubiera lavado la tierra suelta. Y en esa grieta, algo brillaba. Metal. Oxidado.

El cinturón cayó sobre su espalda una, dos, tres veces. Ella no gritó. Había aprendido que gritar solo lo enfurecía más. Pero mientras el cuero le rasgaba la blusa, sus ojos permanecían fijos en esa grieta en la tierra. Algo estaba ahí, algo que llevaba años esperando.

Cuando Esteban terminó, se acomodó el sombrero y regresó a la casa. Guadalupe se arrastró hasta la grieta. Con los dedos temblorosos apartó la tierra. Era una argolla de hierro oxidado. Tiró con cuidado. Lo primero que salió fue una llave larga, antigua, oxidada. Y atado a la llave, enroscado como una serpiente muerta, había un mechón de cabello humano. Cabello negro, largo, de mujer.

Guadalupe escondió la llave en su falda. Esa noche no pudo dormir. La llave le quemaba bajo la almohada de paja. En la oscuridad, Guadalupe entendió algo: no era el primer montículo de tierra extraño en San Jerónimo. Había otro detrás del granero, otro junto al pozo seco, otro al borde de la barranca.

Durante tres días, Guadalupe llevó la llave consigo. Al cuarto día, esperó a que su padre se fuera al pueblo y su madre al río. Entró al cuarto de sus padres. Se arrodilló frente al baúl viejo de madera oscura. La llave entró perfectamente en la cerradura.

Giró con un clic metálico.

Dentro, bajo ropa vieja y papeles amarillentos, encontró un cuaderno pequeño de pasta de cuero. Lo abrió. La primera página tenía una letra femenina: “Este diario pertenece a Celestina Ruiz, año de 1905”.

Guadalupe conocía ese nombre. Celestina había sido la esposa anterior de su padre. Le habían dicho que murió de fiebres, quince años atrás. Pasó las páginas. La letra, antes clara, se volvía temblorosa, desesperada.

15 de abril. Esteban me golpeó hoy porque la comida estaba fría.

22 de abril. Intenté hablar con el padre Romero. Le mostré los moretones. Me dijo que la obediencia es la virtud de la esposa.

3 de mayo. Ya no puedo más. He escondido la llave del baúl bajo el nogal. Si algo me pasa, que alguien la encuentre, que alguien sepa la verdad.

La entrada terminaba ahí. Las páginas siguientes estaban en blanco.

Guadalupe entendió. Celestina no había muerto de fiebres. Celestina había desaparecido. Y por primera vez en su vida, Guadalupe sintió algo más fuerte que el miedo: sintió rabia.

Una tarde, mientras recogía agua en el pozo viejo detrás del granero, vio algo que confirmó sus sospechas. El pozo llevaba años seco. Una de las tablas que lo cubría se había movido. Guadalupe se asomó. A cinco metros de profundidad, medio enterrados en el lodo, había huesos. Huesos humanos.

Tomó una decisión. Tenía que hablar.

Al día siguiente, caminó las tres horas hasta el pueblo. Fue a la capilla. “Padre, necesito hablar con usted. Encontré algo en la hacienda. Huesos en el pozo viejo. Y un diario… de Celestina Ruiz”.

El padre Romero suspiró. “Hija, esos son asuntos delicados. Asuntos de familia”.

“No es un asunto de familia. ¡Hay un cuerpo!”

“La gente muere todo el tiempo, hija. Reza por fuerza. Reza por paciencia”.

Guadalupe vio la complicidad en sus ojos. Salió de la capilla y fue a la plaza, donde unas mujeres lavaban ropa. “¿Alguna de ustedes conoció a Celestina Ruiz?”

Las mujeres se pusieron tensas. Una anciana habló. “Sí, la conocí”.

“¿Qué le pasó?”

“Dicen que murió de fiebres”.

“¿Usted lo cree?”

La vieja no respondió, pero sus ojos lo dijeron todo. “No podemos ayudarte, niña”, dijo otra. “Tenemos familia. Tu padre puede hacernos daño. Los hombres como tu padre siempre ganan”.

Guadalupe regresó a la hacienda derrotada. Cuando llegó, su padre la esperaba en el corredor. “¿Dónde estabas?”

“En el pueblo”.

“Mentirosa. Te vi hablando con las lavanderas”. Alguien la había delatado.

La agarró del brazo y la arrastró hacia el nogal. Sacó el cinturón. Pero esta vez, había miedo en los ojos de Esteban. Miedo de que ella supiera demasiado. “Vas a aprender a mantener la boca cerrada”.

El cinturón cayó. Guadalupe gritó. Y entonces, algo se rompió dentro de ella. La sumisión.

“Sé lo que le hiciste a Celestina”, dijo, mirándolo a los ojos.

Esteban se quedó inmóvil.

“Encontré su diario. Encontré la llave. Sé que la mataste”.

“No tienes pruebas”.

“Tengo el diario. Y tengo los huesos en el pozo”.

Esteban la agarró del cuello, sus dedos clavándose en su piel. “Nadie te va a creer. Y si vuelves a abrir la boca, terminarás como ella”.

La solt…” /> La soltó. Guadalupe cayó al suelo, pero en su mente algo había cambiado. Si nadie iba a ayudarla, tendría que hacerlo ella misma.

Pasaron dos semanas. Guadalupe fingió sumisión, pero planeó. Esperó a que su padre se fuera al mercado grande de la ciudad, un viaje de dos días.

Apenas Esteban desapareció en el horizonte, Guadalupe actuó. Volvió al baúl. Encontró más entradas en el diario de Celestina sobre otra muchacha desaparecida, Inés. Y luego, debajo de todo, una lista escrita por Esteban: Celestina Ruiz, 1905. Inés Mora, 1906. Refugio López, 1911. Un cuarto nombre que no pudo descifrar. Cuatro mujeres.

Esa tarde, Guadalupe cavó. Cavó bajo el nogal y encontró los restos de Celestina. Fue al pozo y sacó los huesos de Inés. Buscó detrás del granero y junto a la barranca. Encontró más.

Cuando terminó, tenía cuatro cajas de madera, cuatro vidas destruidas. Las puso en fila bajo el nogal. Esa noche, soñó con cuatro mujeres de pie bajo el árbol, mirándola, esperando. Cuando despertó al amanecer, sobre cada caja había una vela encendida, ardiendo sin que nadie las hubiera prendido. Supo que no estaba sola. Las muertas estaban con ella.

El miércoles por la tarde, Esteban regresó, de mal humor. Cenaron en silencio. A medianoche, Guadalupe se levantó. Caminó descalza hasta el cuarto de sus padres. Su padre roncaba. Entró despacio, sacó la llave oxidada de Celestina de su falda y la puso suavemente sobre el pecho de Esteban. Luego, regresó a su petate y esperó.

A las tres de la madrugada, Esteban gritó.

Fue un grito que Guadalupe nunca había escuchado. No era de ira, era de terror puro. Ella y su madre corrieron al cuarto.

Esteban estaba sentado en el catre, pálido, sudando, con la llave en la mano. “¿Tú?” susurró él, reconociendo la llave. “¿Dónde la encontraste?”

“Donde la dejaste”, dijo Guadalupe. Su voz ya no temblaba. “Donde dejaste a Celestina”.

El rostro de Esteban se contrajo. Sus ojos grises se abrieron de par en par, mirando no a su hija, sino a las sombras en los rincones de la habitación.

“No…” gimió. “¡No están aquí!”

Se levantó de la cama, tropezando, empujando a Soledad a un lado. Salió corriendo al pasillo, gritando. Guadalupe y su madre lo siguieron. Esteban corrió hacia el traspatio, iluminado solo por la luna pálida, como si el diablo lo persiguiera. Corrió directamente hacia el nogal, donde las cuatro cajas de madera descansaban, las velas ahora consumidas.

Se detuvo frente a ellas, jadeando.

“¡Celestina! ¡Inés! ¡Refugio!” Gritó los nombres de su lista.

Y entonces, bajo el nogal, donde la tierra había sido removida tantas veces, el suelo pareció ceder. Esteban gritó una última vez mientras la tierra se abría y se lo tragaba, como si las mujeres que había enterrado allí finalmente reclamaran lo que era suyo.

Un silencio profundo cayó sobre San Jerónimo, roto solo por el viento en las hojas del nogal.

Guadalupe se acercó al agujero, pero estaba oscuro. No había nada que ver. Se volvió hacia su madre, Soledad, que la miraba por primera vez en años; realmente la miraba.

Al amanecer, las dos mujeres tomaron el diario de Celestina, la llave oxidada y lo poco que tenían, y se alejaron de la Hacienda San Jerónimo. No miraron atrás. La justicia, esa que nace donde menos se espera, no había llegado de un juez ni de un sacerdote, sino de la tierra misma, que finalmente se había cansado de guardar silencio.