La noche del agua con sal: desesperación absoluta

La noche caía pesada sobre la colonia Lindavista en Ecatepec, Estado de
México. En una casa de lámina y tablas viejas, Rosa María Hernández Jiménez, de
34 años, encendía la única hornilla que aún funcionaba en su estufa oxidada. Sus
manos temblaban no por el frío de febrero, sino por el peso de una decisión que jamás pensó que tendría que
tomar. mentirle a sus tres hijos sobre la cena. Frente a ella, sobre la mesa de
plástico agrietada, solo había una olla de aluminio abollada, un puñado de sal
gruesa en una bolsa rasgada y tres vasos de peltre desportillados.
Nada más, ni una tortilla dura, ni un frijol cocido, ni siquiera un pedazo de
pan del día anterior, solo agua del grifo y sal. Rosa María cerró los ojos
con fuerza, sintiendo como las lágrimas le quemaban las mejillas. “Mamá, ¿cuándo
vamos a cenar?”, preguntó Pedrito, su hijo menor de 5 años, jalándole el
delantal raído con sus manitas sucias del patio, donde había estado jugando con piedras porque ya no tenían
juguetes. “¡Yero, mi amor, ya mero!”, mintió Rosa María tratando de que su voz
no se quebrara. Detrás de Pedrito, sus dos hermanas mayores, Lupita de 9 años y
Estrella de 12, la miraban con ojos demasiado sabios para su edad. Ellas ya
sabían. Sabían que el refrigerador llevaba 4 días vacío. Sabían que su
madre había vendido hasta su máquina de coser, la única herramienta con la que había sostenido a la familia después de
que su esposo, Roberto, las abandonara 8 meses atrás para irse con una mujer más
joven, dejándolas sin un solo peso y con una deuda de 3,500 pesos al casero. Rosa
María llenó la olla con agua del grifo. El sonido del líquido cayendo era el único ruido en aquella casa silenciosa,
aparte de los estómagos que rugían como truenos lejanos. Echó dos cucharadas de sal al agua, encendió la hornilla con un
cerillo, ya no podían pagar el gas del encendedor automático y esperó a que hirviera. El olor a gasolina quemada y
basura se colaba por las rendijas de la casa de lámina. Era el mismo olor de siempre en Ecatepec, mezclado con el
humo de los camiones y el aroma fantasma de comida que venía de las casas vecinas. Rosa María recordaba cuando
ella también cocinaba, cuando el aroma de caldillo de jitomate y tortillas calientes llenaba su hogar. Cuando sus
hijas sonreían al sentarse a la mesa, todo eso parecía haber sido en otra vida. Hacía apenas un año, Rosa María
trabajaba cociendo uniformes escolares en su pequeño taller casero. Ganaba lo justo para pagar la renta de 600 pesos
mensuales, comprar comida y hasta ahorrar un poco para las fiestas.
Pero cuando Roberto se fue, se llevó no solo su corazón roto, sino también los
ahorros, los muebles que valían algo y hasta las 14 máquinas de coser industriales que ella había comprado con
tanto esfuerzo durante 5 años de trabajo. Primero vendió la televisión,
luego la estufa buena y compraron esta chatarra usada de 300 pesos que solo
tenía una hornilla funcionando. Después el colchón matrimonial, las sillas, la alacena, todo se fue
convirtiendo en comida que duraba días, luego en comida que duraba horas, hasta
que ya no hubo nada más que vender. Solo quedaba aquella olla abollada, tres platos desportillados, cuatro cucharas
dobladas y la ropa que traían puesta. El agua comenzó a burbujear. Rosa María la
observaba con una mezcla de desesperación y vergüenza que le apretaba el pecho como un puño de
hierro. “Niñas, vengan a cenar”, dijo con voz hueca, sirviendo el agua con sal
en los tres vasos de Peltre. Pedrito fue el primero en llegar a la mesa,
brincando con la inocencia de quien aún cree que mañana será mejor. Lupita y Estrella se acercaron más despacio,
intercambiando miradas que decían todo lo que no podían decir en voz alta para no lastimar a su madre. Rosa María
colocó los vasos frente a cada uno de sus hijos. El vapor subía tímido, como
avergonzado de no ser sopa de verdad. Pedrito tomó el vaso con ambas manos,
sopló el vapor como había visto hacer a su mamá cuando le servía caldo caliente y tomó un sorbo. Su carita se torció en
una mueca de confusión. miró a su madre con ojos grandes, vidriosos.
“Mamá, esto no sabe a nada, solo es agua caliente”, dijo con la honestidad brutal
de un niño de 5 años. Las palabras atravesaron a Rosa María como cuchillos.
Estrella dejó escapar un soyo, que intentó disimular tosiendo. Lupita
apretó su vaso hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Lo sé, mi amor, lo
sé”, susurró Rosa María arrodillándose frente a Pedrito y tomando sus manitas
pequeñas. “Pero tómenla despacito, calientita. Mañana voy a conseguir
trabajo. Lo prometo. Mañana van a comer bien rico.” Era la misma promesa que había hecho ayer y antes de ayer y la
semana pasada. Una promesa que ya no tenía fuerzas para creer. Lupita tomó un
sorbo del agua con sal, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no escupirla.
El sabor era amargo, vacío, deprimente. “Está bien, mami, no tengo tanta
hambre”, mintió, sus ojos llenos de lágrimas. Estrella, la mayor, ni
siquiera tocó su vaso. Se levantó de la mesa y corrió hacia el único colchón delgado que compartían los cuatro,
cubriéndose la cara con las manos para que sus hermanitos no la vieran llorar. Pero sus soyosos retumbaban en aquella
casa de lámina como gritos de auxilio que nadie escuchaba. Rosa María sintió
como su corazón se hacía pedazos. ¿Qué clase de madre era? ¿Qué clase de mujer
deja que sus hijos se acuesten con el estómago rugiendo de hambre? ¿Qué había hecho mal para merecer esto? Cuando los
niños finalmente se durmieron, más por agotamiento que por satisfacción, Rosa
María salió al pequeño patio de tierra, donde colgaba la ropa vieja y raída que lavaba a mano, porque ya no tenían
dinero ni para lavandería pública. La noche estaba oscura, sin estrellas. Las
luces de los postes parpadeaban como si también estuvieran a punto de rendirse. Se arrodilló sobre la tierra fría con
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