Capítulo I: El Eco de la Normalidad
Me llamo Clara Mendoza, tengo 42 años, y esto que voy a contar no tiene explicación. No para los médicos, no para la lógica, no para las leyes de este mundo que, hasta hace poco, creía conocer.
Vivo en un barrio sin nombre. De esos que se aferran a la periferia de la civilización, donde el asfalto se rinde a la tierra, y la calle principal es una cicatriz de polvo que se corta abruptamente en un muro de árboles. Un bosque tan denso que parece un telón de teatro, listo para tragarse el sol al atardecer en una silenciosa reverencia. Desde la ventana de mi modesta casa, una ventana que rara vez se abre para no dejar entrar el olor a leña y a tierra mojada, puedo ver siempre el cerro. Inmutable, con su cumbre pelada y sus laderas cubiertas de una vegetación que no parece de este lugar. Lo miro y, a veces, siento que sabe algo que yo no, algo antiguo y primordial.
Trabajo en una escuelita rural. Un lugar de madera descolorida y techo de chapa donde todos los grados comparten aula. Las paredes, desvencijadas y cubiertas de dibujos descoloridos de girasoles y barcos, son un testimonio de las promesas de otro tiempo, de generaciones que pasaron por ahí, dejando un rastro de carboncillo y tiza que la lluvia se ha encargado de ir borrando. Los niños, con sus guardapolvos raídos y sus ojos limpios, son mi mundo. Mi único mundo.
Mi hijo se llama Iker. Tiene siete años, y hasta hace un mes era un chico normal. Absolutamente normal. No sobresalía en nada, no era un genio precoz que recitaba a los clásicos, ni un artista prodigio que pintaba murales. Tampoco tenía pesadillas nocturnas que lo hicieran gritar. No hablaba solo ni se comunicaba con amigos imaginarios. No sabía idiomas raros. Era feliz con sus lápices de colores, su caja de insectos muertos, y la simpleza de una vida que yo, a mi manera, intentaba hacer perfecta.
Yo tampoco era nada especial. Enseñaba a los niños a sumar y a leer. Cocinaba sopa de verduras y pan casero. Lloraba en secreto por las noches cuando la casa se volvía un eco de mi propia soledad, cuando la rutina me dolía en el cuerpo y el alma. Pero al menos tenía un propósito. Y creía que estaba cuerda. Eso creía.
Lo que no sabía era que la cordura es una trampa delicada. Una fina capa de hielo sobre un abismo. Basta un solo resbalón, una sola noche, una sola grieta, para que el mundo se tuerza, para que todo lo que creías real se disuelva en la oscuridad. Pensé que podía vivir con ello, aceptar las pequeñas rarezas de la vida como un precio a pagar por la paz, pero cada noche algo me recuerda que no fue un sueño. Que la pesadilla, de hecho, acaba de empezar. Y no puedo hablarlo con nadie. Porque lo que pasó… lo que sigue pasando… no cabe en ninguna palabra. Ni siquiera en las que mi hijo pronuncia con esa voz que no le pertenece.
Capítulo II: La Grieta
Todo empezó una noche en que el viento se coló por las hendijas de la ventana de mi cuarto como si quisiera hablar. No era un viento normal; era un susurro grave, un murmullo helado que parecía buscar algo dentro de la casa. Me despertó un zumbido. Bajo, constante, como el de un motor ahogado en el fondo de un pozo. Venía del cuarto de Iker.
Me levanté, pensando en la estufa. Caminé descalza por el pasillo helado, sintiendo el crujido de la madera bajo mis pies. La puerta del cuarto de Iker estaba entreabierta. La empujé con cuidado. Él dormía. Su cuerpo diminuto estaba acurrucado bajo las mantas. Pero hablaba. Sus labios se movían sin ritmo, como si estuviera murmurando una oración en reversa. Un flujo ininterrumpido de sonidos guturales, chasquidos y sílabas que no tenían eco en ningún idioma que conociera. La luz del velador, que se había quedado encendido, titilaba de forma intermitente, parpadeando al compás de las palabras de Iker, aunque el foco era nuevo y la luz de la calle no parpadeaba. Me quedé quieta, esperando que abriera los ojos, que se despertara y me dijera que era solo una pesadilla, una pesadilla que yo estaba compartiendo con él. No lo hizo. Su rostro, en la penumbra, era el de un ángel dormido, ajeno a la extraña lengua que brotaba de su boca.
Al día siguiente, no recordaba nada. Lo desperté con besos y café con leche, y su risa llenó la casa de una normalidad que yo, en mi interior, ya sabía que era una mentira.
Las noches siguientes trajeron consigo ruidos raros. Una estática constante en el televisor, que no estaba enchufado. Golpeteos metálicos que venían de la pared. Una interferencia en la radio, que se encendía sola por un segundo para emitir un chirrido agudo y luego volvía a apagarse. A veces los juguetes electrónicos de Iker, pequeños robots de plástico y autos a control remoto, se encendían solos, sus luces parpadeando en la oscuridad, pero solo por un segundo, como si algo probara su presencia y luego se escondiera.
Una madrugada lo encontré dibujando. Dormido. El velador emitía un haz de luz pálido que lo iluminaba. Sus ojos estaban cerrados y su rostro estaba en una expresión de concentración. La hoja de papel, en su regazo, temblaba entre sus dedos, mientras trazaba líneas que no entendía. Círculos dentro de otros, símbolos imposibles, figuras geométricas que se entrelazaban en un laberinto sin fin. Cuando despertó, rompió la hoja sin mirarla, como si fuera un acto reflejo, un ritual secreto. No quiso hablar.
Yo comencé a tener sueños. No eran sueños, eran espacios. Espacios sin forma. Sin paredes, sin techo, sin suelo. Solo un vacío lleno de eco y un murmullo que no me dejaba pensar. Me despertaba con dolor de garganta, como si hubiera gritado en ese vacío. La boca seca, el corazón latiéndome con fuerza en el pecho.
Pensé en llevarlo al médico. Lo hice. Dijeron que estaba sano. Que los niños a veces hablan dormidos. Que los ruidos eran producto de mi imaginación, y que los dibujos eran una forma de expresión de un estrés que yo, como madre, no había notado.
Lo que no sabían era que no había forma humana de pronunciar esas palabras que él usaba. Ni forma humana de que supiera escribir lo que escribía. Lo que no sabían es que yo también había empezado a repetir frases en la ducha, sin darme cuenta, un eco lejano de las palabras que Iker murmuraba en la noche. La cordura se estaba agrietando.
Capítulo III: El Blackout
La noche del blackout fue en silencio. Nada avisó. Ni las luces titilando, ni un sonido de un fusible quemándose. Solo oscuridad. Como si alguien hubiera apagado el mundo de golpe.
Desperté con la garganta seca, sentada en el piso de la cocina, con los pies mojados y olor a óxido en las manos. No recordaba haber bajado. Me levanté, temblando, y busqué a tientas el pasillo. La luz del velador de Iker no se encendía. Él no estaba en su cama. Su manta, cuidadosamente doblada en un rincón, me dio un escalofrío. Las ventanas estaban abiertas, pero no entraba viento. Solo el zumbido.
Lo encontré en el patio. De pie, descalzo sobre la tierra fría. La linterna de mi celular no funcionaba, pero el cielo tenía un resplandor lechoso que no venía de la luna. Lo iluminaba justo a él. Estaba mirando hacia el monte. Quieto. Los ojos abiertos, fijos en un punto lejano. El cuerpo rígido, como si estuviera en trance. Le hablé. Le grité. No respondió.
Me acerqué. Cuando lo toqué, su cuerpo se sacudió. Gritó. Pero no con su voz. Fue un grito hueco, un sonido de ultratumba, como si lo hubiera grabado otro ser y luego lo hubieran puesto en su boca. Me paralicé. No por miedo, sino porque el aire se volvió denso. No podía mover los brazos. Todo temblaba. Las hojas de los árboles, la tierra bajo mis pies, mis propios pensamientos.
Después… nada. Lo siguiente que recuerdo es despertar en la cama. Él también. Con tierra en las uñas y una palabra escrita en la pared, tallada con algo afilado: “EKARZU”. La escribí en internet. En libros. En foros. Nadie la conoce. No es idioma, no es nombre, no es código. Pero desde esa noche, cada vez que la repito en voz alta, Iker sonríe. Aunque esté dormido. Y yo… yo empiezo a ver figuras en los rincones. Como si algo respondiera desde el otro lado.
Las marcas comenzaron detrás de las orejas de Iker. Pequeños cortes en forma de media luna. Él decía que no dolían. Que soñaba con manos largas, que lo acariciaban como si buscaran algo debajo de su piel. Yo las descubrí una mañana, al peinarlo. Eran simétricas. Perfectas. Y no sangraban.
Después vinieron los vómitos. Siempre a la misma hora: 3:07 a.m. Agua oscura, sin olor, como si fuera parte de otro líquido que no debía estar en su cuerpo. Ningún médico supo qué decirme. Análisis normales. “Probablemente algo viral”, dijeron, con una condescendencia que me quemó la piel.
Pero lo peor fueron los dibujos. Ya no eran símbolos: eran planos. Estructuras. Espirales con proporciones que ni yo, con años enseñando geometría, podía entender del todo. A veces despertaba con las manos manchadas de tiza, aunque no teníamos pizarras. Yo también empecé a cambiar. Me descubrí diciendo frases que no había pensado. Recitaba cosas mientras cocinaba, mientras barría. Canciones sin melodía, palabras huecas. Y los espejos… comenzaron a reflejarme con unos segundos de retraso. Como si mi imagen tardara en recordarme.
Capítulo IV: La Conexión
Iker me miraba diferente. Con ternura, sí… pero también con algo que no era suyo. Como si compartiera mirada con otro ser. Uno que me analizaba, que me estudiaba, que me veía como un objeto de curiosidad. Una noche desperté con la mano sobre su pecho. No recordaba haberme levantado. Tenía una cuchara de metal en la otra mano. Estaba fría. Y él… dormía con una calma absoluta. Al día siguiente, él me dijo: “No tenías que detenerlo. Era solo una prueba.” No supe qué responder. Porque yo no había dicho nada. Y sin embargo, él sabía exactamente lo que hice.
Dejé de llevar a Iker a la escuela. No podía más con las preguntas, con las miradas de las otras madres, con los mensajes del director que sugerían “evaluaciones psicológicas”. Él no hablaba con nadie, solo conmigo. Y a veces, ni siquiera con su voz. La gente dejó de pasar por casa. Mi hermana me bloqueó cuando le mandé un audio donde se escuchaba a Iker hablar en esa lengua. Lo reproduje varias veces. Pero luego, al intentar compartirlo, solo salía silencio. Como si el archivo se autodestruyera.
Empecé a instalar cámaras. Grababan en bucle, día y noche. Pero cada vez que revisaba, había lapsos vacíos. Segmentos de 3 minutos, 5, incluso 17, donde la pantalla se iba en negro. Ni caída de señal, ni errores de archivo. Solo… nada.
Me encerré. Cubrí los espejos. Tapé las rendijas con trapos húmedos. Me sentía observada desde adentro. Desde los interruptores. Desde la televisión, que a veces se encendía mostrando una imagen fija: un campo blanco, con una figura apenas visible al fondo. Un punto oscuro. Inmóvil. Cuando hablaba con Iker, me respondía en dos tiempos. Le pregunté si se sentía mal. Me dijo que no. Que “ellos” ya no lo lastimaban. Pregunté quiénes eran. Respondió: “Los que me usan la boca para que vos entiendas.” Ahí fue cuando todo cambió. Ya no confiaba en él. O en lo que sea que vivía dentro de él. Yo misma comencé a cerrar las puertas con llave desde afuera. A dormir con un cuchillo debajo de la almohada. Porque había noches en que despertaba parada junto a su cama… sin recordar cómo llegué ahí.
Capítulo V: La Prueba de la Realidad
Fue durante una hipnosis inducida por una psicóloga alternativa que encontré en Salta. No era médica, pero tenía fama de “desbloquear cosas” en personas que sufrían lagunas mentales. Me recibió en una pieza oscura, con olor a sándalo rancio y una silla reclinable de cuerina pegajosa.
Al principio me resistí. No quería dormir. No quería abrir puertas que ya estaban crujiendo solas. Pero cuando me sumergí… lo vi. Vi la primera vez. La figura sobre Iker. Flotando a quince centímetros de su cuerpo dormido. Sin rostro. Vibrando como una cinta en agua. Vi mis pies descalzos entrando al patio mientras el mundo se partía en frecuencias. Escuché la palabra “EKARZU” desde adentro, como si mi cráneo la emitiera. Y vi una luz. Una luz que no venía de ningún lado, que no tenía origen ni fin.
Lo que no esperaba era lo que vino después. Cuando desperté, tenía las uñas llenas de sangre seca. En la grabadora de la psicóloga no quedó nada útil, salvo un susurro final. Repetido tres veces, con eco: “Ekarzu no duerme. Ekarzu recuerda.” No era mi voz.
Esa misma noche, al revisar la cámara del pasillo, noté un movimiento mínimo en un frame. Lo congelé. Lo edité. Lo aclaré. Y ahí estaba. Iker, flotando a quince centímetros del suelo, con los brazos extendidos. Los ojos blancos. Y una figura justo detrás, translúcida, casi confundible con la pared. Parecía tener múltiples rostros sobrepuestos, todos girando. Su mano tocaba la nuca de Iker. Imprimí el frame. Lo escondí. Pero al día siguiente, el papel estaba en blanco. Y mi hijo me dijo al oído, mientras desayunaba: “No guardes pruebas. Ya sabés que no sirve.”
No sé si fue una noche o si estuve días perdida. Solo sé que me desperté en el asiento trasero del auto, con la ropa húmeda, las uñas arrancadas de la mano derecha y la lengua dormida como si me hubieran inyectado algo. Iker no estaba.
Salí tambaleando, gritando su nombre. El auto estaba en medio del monte, lejos, tan lejos que no había señal. Nadie. Solo el canto metálico de aves que no reconozco y un olor dulce que me daba náuseas. Caminé. No sé cuánto. Me sangraban los pies. Vi una piedra con símbolos iguales a los dibujos de Iker. Tallados con una precisión imposible. En el centro: una mancha quemada, circular. Como si algo hubiera aterrizado. O desaparecido.
Lo encontré dormido, desnudo, sobre un tronco. Iluminado por un rayo de sol perfecto. Sin una hoja fuera de lugar. Respiraba. Tenía los ojos cerrados. Y en el pecho… una marca. Como un espiral que se movía apenas, como si tuviera pulso. Al levantarlo, murmuró algo. Esta vez, lo entendí. “Volvieron. Pero esta vez… te mostraron a vos también.”
Capítulo VI: La Resignación
Desde entonces, tengo lapsos. Parpadeos largos donde pierdo minutos. Me despierto con la boca llena de tierra o con el cuerpo temblando por dentro. Una vez, Iker me miró y dijo: “Ahora estás marcada, mamá. Ahora te van a usar también.” Y sonrió. Pero sus ojos no eran suyos. Eran míos. Eran de algo más.
Todo se calmó. Como si una tormenta hubiera pasado y ahora quedara solo el vapor. Iker volvió a la escuela. Los maestros dicen que está mejor. Que ya no habla solo. Que sonríe. Pero yo sé que no es felicidad. Es resignación. En casa, no hablamos del tema. Él dibuja menos, pero cuando lo hace, guarda las hojas en una caja que no me deja tocar. Yo no insisto. Porque cada vez que intento, mi cabeza zumba, mis encías sangran, y sueño con la figura de múltiples rostros.
Comemos juntos. A veces en silencio. A veces él me mira fijamente, como si quisiera decirme algo… pero no pudiera usar sus palabras. Me acaricia la mano y dice: “No falta mucho, ¿no?” Yo finjo no escuchar. Las cámaras siguen ahí, pero ahora graban sin errores. Como si supieran que ya no hace falta ocultar nada. Los lapsos ya no me asustan. A veces los espero. Me siento en la oscuridad y dejo que pasen. He aprendido a disociar. A poner mi mente en otra parte mientras el cuerpo… sirve.
Sé que regresarán. No porque me lo digan, sino porque ya están acá. En los reflejos. En los zumbidos de las lámparas. En las ideas que aparecen en mi cabeza como susurros suaves. Iker ya no me llama mamá. A veces me dice “Clara”. A veces me dice “voz”. Y yo no discuto. Porque sé que ya no soy solo yo.
Ya no tengo miedo a que regresen. Tengo miedo de haber sido yo quien los llamó. Lo pienso cada vez que abro los ojos y estoy en un lugar distinto al que recuerdo. Cuando mis manos escriben frases que no entiendo en los márgenes del diario. Cuando me despierto en mitad del campo, con marcas en la espalda y el eco de un canto que nadie más ha oído. A veces creo que estoy loca. O que me morí esa primera noche y todo esto es el residuo de una mente que no aceptó su fin. Pero luego miro a Iker, y veo cómo su piel reacciona ante ciertas palabras. Cómo sonríe cuando el aire vibra. Y entiendo que no estoy sola en esto.
He dejado de buscar respuestas. Me aferro a las sensaciones. A lo que queda cuando todo lo demás se borra. A veces me grabo hablando en voz baja, y al reproducirme, escucho una voz que no es la mía. Dice cosas que no recuerdo haber dicho. Acontecimientos que no viví. Órdenes que no entiendo. Pero obedezco.
Ya no cierro la puerta del patio. Dejo que entre el frío. Dejo que vean que estoy lista. Que no me escondo más. Iker duerme tranquilo. Como si ya supiera el final. Y yo… yo espero. Porque sé que no me llevaron. Me dejaron abierta por dentro.
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