“Los dedos de Samuel”

Samuel nació con los ojos abiertos, pero el mundo siempre le pareció oscuro.
A los seis años, los médicos confirmaron lo que su madre ya sabía: ceguera total e irreversible.
Pero a Samuel no le gustaba la palabra “ciego”.
—Yo no veo —decía—. Pero siento.
Y tenía razón.
A los nueve, moldeaba figuras con plastilina. A los diez, reconocía las emociones en la voz de los demás mejor que cualquier adulto. A los once, se pasaba horas pasando los dedos por objetos, paredes, piedras, y luego… los reproducía en arcilla con una precisión que daba miedo.
—¿Cómo sabes cómo es un caballo si nunca has visto uno?
—Lo escucho galopar. Lo huelo. Lo toco. Y mi mente completa lo que le falta.
Su madre lo apoyó desde el principio. Le compraba arcilla, barro, yeso. Lo inscribió en talleres donde todos dudaban… hasta que veían sus obras.
Un día, un artista famoso visitó la escuela. Se acercó al rincón donde Samuel trabajaba y observó en silencio cómo moldeaba el rostro de una mujer.
—¿Quién es? —preguntó el artista.
—Mi madre. Cuando llora. —respondió Samuel, sin detener sus manos.
El hombre no supo qué decir. Porque aquella escultura tenía alma.
A los 18, Samuel se presentó por su cuenta a una exposición de jóvenes talentos. Envió cinco esculturas sin firmar. Solo puso una nota:
“Estas obras no fueron vistas. Solo sentidas.”
El jurado no sabía qué pensar. Había algo crudo, pero delicado, en cada trazo. No eran obras perfectas. Eran humanas.
Le dieron el segundo premio.
Cuando revelaron quién era el autor, hubo silencio.
—¿Ciego? —murmuró una mujer del jurado—. ¿Y cómo…?
Samuel solo sonrió.
—Tal vez ustedes usan demasiado los ojos.
**
Una galería de arte se interesó en él. Pero puso condiciones.
—Tienes que firmar como “el artista ciego”. Es viral.
—No.
—¿No quieres fama?
—Quiero que mi obra hable. No mi ceguera.
Rechazó contratos, entrevistas, documentales. Prefería seguir en su pequeño taller, donde cada escultura empezaba con una pregunta:
—¿Cómo se siente la soledad?
—¿Qué forma tiene el perdón?
—¿A qué huele el miedo?
Y luego, con las yemas de los dedos, buscaba la respuesta.
Su madre, ya mayor, lo acompañaba en silencio. Le leía cartas de admiradores. Le ayudaba a organizar su arcilla. Le decía, a veces:
—Ojalá pudieras ver tus propias obras.
Samuel acariciaba su mano y respondía:
—Mamá… yo las veo mejor que nadie. Yo las hice desde dentro.
Un día, una niña pequeña visitó el taller. Iba de la mano de su madre.
—¿Tú eres el que es ciego? —le preguntó con total inocencia.
—Sí, soy yo.
—Entonces… ¿cómo sabes si algo es bonito?
Samuel se agachó a su altura, sonrió y le tomó la mano.
—Tócala. ¿Sientes cómo termina suave y luego tiene un huequito? Eso es una sonrisa escondida.
Y aquí, este borde afilado… eso es tristeza que no se quiere mostrar.
La niña se quedó en silencio.
Y luego dijo:
—Entonces tú ves por dentro.
Samuel asintió.
—Eso intento.
Hoy, muchas de sus esculturas están en museos. Otras fueron regaladas a quienes más las necesitaban.
Pero en su taller, aún hay una escultura que nadie ha visto. La más importante.
Es una figura pequeña, sentada, con la cabeza baja y las manos tocando el suelo.
La tituló: “Mi primer recuerdo del mundo.”
Y debajo, talló una frase:
“No todos los que ven, entienden. No todos los que no ven… están perdidos.”
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