El papel temblaba entre mis manos mientras firmaba. No por la debilidad que el cáncer había traído a mis huesos, sino por la certeza de lo que estaba haciendo.

—¿Está seguro de esto, señor Martínez? —me preguntó el abogado, ajustándose los lentes—. Es una decisión… considerable.

—Nunca he estado más seguro de algo en mi vida —respondí, dejando la pluma sobre el escritorio—. Carmen se merece cada centavo.

El hombre asintió y guardó los documentos. Cuando se fue, me quedé solo en mi habitación del geriátrico, mirando por la ventana el jardín donde Carmen solía empujarme en la silla de ruedas durante mis días mejores.

Tres meses. Eso me habían dado los médicos. Tres meses para ordenar mi vida y decidir qué hacer con todo lo que había acumulado en sesenta y ocho años: la casa, las inversiones, los ahorros. Una fortuna considerable que mis hijos Roberto y Patricia creían que les pertenecía por derecho.

El último recuerdo que tengo de ellos es de hace dos años, cuando me trajeron aquí.

—Papá, es lo mejor para ti —había dicho Patricia, sin mirarme a los ojos—. Nosotros no podemos cuidarte como necesitas.

—Volveremos pronto a visitarte —había mentido Roberto, ya revisando su teléfono—. Es temporal, hasta que te recuperes.

Nunca volvieron.



Pero Carmen sí estuvo ahí. Desde el primer día.

—Buenos días, don Eduardo —me había dicho aquella primera mañana, entrando con una sonrisa genuina—. Soy Carmen, su enfermera. ¿Cómo durmió?

Al principio pensé que era solo profesionalismo. Pero con los días me di cuenta de que era diferente. Cuando los otros pacientes recibían visitas los domingos, Carmen se sentaba conmigo a jugar dominó.

—Mis hijos vendrán —le decía yo entonces, aún con esperanza.

—Por supuesto que sí —respondía ella, aunque ya ambos sabíamos la verdad.

Carmen tenía treinta y cinco años y trabajaba dobles turnos para mantener a su madre enferma y a su hijo adolescente. Nunca se quejaba. Nunca llegaba tarde. Y cuando el dolor me despertaba en las madrugadas, ahí estaba ella, ofreciéndome un vaso de agua y quedándose hasta que me volviera a dormir.

—¿Por qué es tan buena conmigo? —le pregunté una tarde, después de que me ayudara a escribir una carta que nunca enviaría a mis hijos.

—Porque usted se merece que alguien lo cuide —respondió simplemente—. Y porque… bueno, me recuerda a mi papá. Él también estuvo solo al final.

Esa noche lloré por primera vez en años.

Los meses pasaron. Carmen celebró conmigo mi cumpleaños cuando nadie más lo recordó. Me leyó libros cuando ya no podía sostenerlos. Me habló de su hijo Diego, que quería estudiar ingeniería pero no tenían dinero para la universidad.

—Es muy inteligente —decía con orgullo—. Saca las mejores notas, pero ya sabe que tendrá que trabajar después del bachillerato.

—La educación es lo más importante —le respondí—. Mi padre me enseñó eso.

Y entonces llegó el día del diagnóstico terminal. Carmen estaba conmigo cuando el doctor me dio la noticia.

—Tres meses, tal vez cuatro si tiene suerte —dijo el oncólogo.

Carmen me tomó la mano y no la soltó hasta que el médico se fue.

—No se preocupe, don Eduardo —me susurró—. Yo voy a estar aquí. No va a estar solo.

Esa noche llamé al abogado.

Ahora, con los papeles firmados, me siento en paz. Carmen no sabe nada aún. Se enterará cuando ya no esté. La casa será suya, junto con todo lo demás. Podrá enviar a Diego a la universidad. Podrá cuidar a su madre sin preocuparse por el dinero. Podrá vivir sin trabajar dobles turnos.

Toco el timbre y ella aparece en la puerta.

—¿Necesita algo, don Eduardo?

—Solo quería decirle gracias, Carmen. Por todo.

Ella sonríe, esa sonrisa que ha sido mi única luz en estos meses oscuros.

—No tiene que agradecerme nada. Es mi trabajo.

—No —le digo, tomando su mano—. Es mucho más que eso. Es amor. Y el amor siempre debe ser correspondido.

No entiende mis palabras ahora, pero algún día lo hará. Cuando el abogado la llame y le diga que una persona que la quiso como a una hija decidió darle lo único que realmente importa: un futuro sin preocupaciones y la certeza de que su bondad fue valorada.

Mis hijos tal vez se enojen cuando se enteren. Tal vez traten de pelear la herencia en los tribunales. Pero mis abogados son buenos, y mi decisión está bien documentada. Carmen se merece cada centavo, y ellos… ellos ya eligieron no formar parte de mi vida.

Miro una vez más por la ventana. Carmen está en el jardín, ayudando a la señora García con su silla de ruedas, con la misma paciencia y cariño que me ha dado a mí.

Cierro los ojos y sonrío. He tomado la decisión correcta.

La familia no siempre es la que comparte tu sangre. A veces es la que elige quedarse cuando todos los demás se van.