Le quedaban pocos meses de vida… y decidió regalar sus juguetes a otros niños del hospital.”

Cuando el médico pronunció el diagnóstico, sentí que el tiempo se detenía.
“Quizás tres meses… cuatro, si tenemos suerte.”
Sus palabras cayeron sobre mí como una sentencia imposible de aceptar.

Miré a mi hijo Mateo, apenas seis años, sentado en el suelo del consultorio jugando con sus carritos, completamente ajeno a la tormenta que acababa de desatarse sobre nosotros.

—Mamá, ¿por qué lloras? —preguntó alzando la mirada, con esos ojos grandes, inocentes y llenos de vida.

—No es nada, mi amor… solo se me metió algo en el ojo —respondí, forzando una sonrisa mientras las lágrimas corrían sin permiso.

Los días siguientes se convirtieron en un torbellino de tratamientos, inyecciones y noches interminables en vela. Sin embargo, Mateo parecía enfrentarlo todo con una fortaleza que yo no tenía. Nunca se quejaba. Nunca dejaba de sonreír.

Una tarde, mientras ordenábamos juntos su pequeña caja de juguetes en la habitación del hospital, me miró muy serio y me lanzó una pregunta que me dejó sin aire:

—Mami, ¿aquí hay niños que no tengan juguetes?

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Mateo sostuvo entre sus manitas un coche rojo de plástico, ese que había sido su favorito desde que apenas sabía caminar. Yo lo miré sin entender del todo su pregunta y respondí con voz entrecortada:

—Sí, hijo… muchos de los niños que están aquí no tienen juguetes propios.

Él frunció el ceño, pensativo. Guardó silencio unos segundos, como si aquella revelación pesara demasiado en su pequeño corazón. Luego, con una sonrisa tímida, dijo:

—Entonces… ¿puedo darles los míos? Yo ya tengo muchos, y quizá ellos los necesiten más.

Se me hizo un nudo en la garganta. Quise decirle que no, que eran sus tesoros, que no tenía por qué desprenderse de ellos. Pero lo miré a los ojos y entendí que su generosidad era más grande que mi miedo.

—Claro que sí, mi amor. Podemos hacerlo juntos.

Desde ese día, Mateo comenzó a planear su “gran regalo”. Cada vez que llegaba la familia a visitarlo, les pedía que trajeran juguetes nuevos, no para él, sino “para los amigos del hospital”.

Las enfermeras lo miraban con ternura, los médicos se quedaban en silencio ante tanta madurez. Y yo… yo aprendí que el verdadero valor de la vida no estaba en la cantidad de días que nos quedaban, sino en lo que hacíamos con ellos.

Cuando por fin llegó su cumpleaños número siete, improvisamos una pequeña fiesta en la sala común del hospital. No hubo globos caros ni un pastel enorme, pero sí risas, canciones y sobre todo… cajas llenas de carritos, muñecas, peluches y juegos de mesa.

Mateo, con una máscara de oxígeno colgando de un lado y su sonrisa intacta, fue entregando uno por uno los regalos a los demás niños internados. Cada vez que veía a alguno abrazar su nuevo juguete, sus ojos brillaban como si fueran estrellas.

—¿Ves, mami? Ahora todos tienen con qué jugar.

Yo apenas podía contener las lágrimas. En medio de su fragilidad, mi hijo estaba dejando una huella imborrable.

Semanas después, cuando el cansancio pudo más que su cuerpo, Mateo partió tranquilo, sostenido de mi mano. En su mesita de noche quedó solo un cochecito azul y una nota escrita con letras torcidas:

“Para ti, mami, porque tú también necesitas un juguete cuando me extrañes.”

Lo abracé contra mi pecho y comprendí que mi pequeño, en apenas siete años, había dado la lección más grande: que la vida se mide en amor compartido, no en tiempo vivido.