En las entrañas de la más grande fortuna puede germinar la semilla de la ruina

más atroz. En las profundidades de una mansión que se levantaba como una

fortaleza de riqueza en el corazón de la provincia de Castilla, en un dormitorio

cuyas cortinas de terciopelo bordeó no permitían que ni un solo rayo de luz

exterior penetrara. Ycía don Rafael Montecasilla, varón del territorio,

tendido sobre sábanas de seda que no le traían consuelo alguno. su cuerpo,

otrora fuerte y dominante, un cuerpo que había montado a caballo durante horas bajo el sol ardiente, que había danzado

en salones de baile hasta el amanecer, que había levantado sus brazos para

exigir respeto de decenas de sirvientes, se había convertido en un territorio

ocupado únicamente por el dolor más agudo. La enfermedad había llegado de

forma repentina, como un ladrón en la noche. Sí, tres meses, don Rafael se

había despertado con una fiebre ligera, un simple resfriado había pensado. Pero

el resfriado se transformó en inflamación de los pulmones. La inflamación se convirtió en una tos seca

que lo despertaba a las 3 de la mañana, dejándolo jadeando como un animal

atrapado. Y luego, cuando parecía que lo peor había pasado, llegó una fiebre que lo

consumía desde adentro, que lo hacía gritar nombres de personas que habían muerto hace años, que lo hacía sudar a

través de capas de ropa de dormir, hasta que cada prenda quedaba empapada, pegada

a su piel, como una segunda piel de sal y desesperación. Los médicos de la capital habían sido

convocados. desfilaban por su alcoba como actores en una tragedia griega, con sus boticas

relucientes de cristal oscuro, sus instrumentos de plata que brillaban bajo la luz de las velas, sus palabras

pseudocientíficas que sonaban profundas, pero que no significaban absolutamente nada. El

primero fue el Dr. Montalbán, un hombre de 65 años envuelto en terciopelos

grises y sedas negras, cuya reputación se extendía por toda la región como una

sombra. Era famoso por sus curas milagrosas, o al menos eso es lo que

decían los periódicos que él mismo financiaba. Montalbán cobraba 1000 pesos

por cada visita, una fortuna, una cifra que haría llorar a un campesino durante

años. Llegaba en un carruaje tirado por caballos negros como el carbón. Bajaba

con pasos lentos y medidos, como si el sufrimiento ajeno le permitiera caminar

más lentamente hacia el cielo, que presumiblemente le merecía.

Sus prescripciones eran veneno disfrazado de medicina. Mercurio en dosis que habrían matado a un hombre

sano. Sangrías que dejaban al varón más pálido que la cera de vela, tan blanco

que parecía que lo estaban preparando ya para el funeral. Tónicos que ardían en

la garganta como el infierno mismo, que hacían que los ojos de Rafael se

llenaran de lágrimas de puro dolor, cataplasmas que quemaban la piel,

inhalaciones de vapores que provocaban más congestión, no menos. Cada

intervención era una cuenta bancaria que crecía mientras el cuerpo de Rafael se

marchitaba como una flor pisoteada en otoño. El dinero fluía como un río desde

la caja fuerte del varón hacia los bolsillos de los médicos. Y con cada

tratamiento fallido, con cada receta que lo empeoraba, Montalbán simplemente

levantaba los hombros y decía, “La enfermedad es persistente, excelencia.

Requiere de un esfuerzo más agresivo aún.” Pero nadie, absolutamente nadie en

aquella mansión de paredes frías y pasillos interminables sabía lo que

realmente estaba ocurriendo detrás de esas puertas cerradas con llave. Nadie

sabía que Montalbán y el primo Augusto se reunían en la biblioteca después de

cada visita en las sombras proyectadas por las velas, susurrando como

conspiradores en una corte medieval. Nadie sabía que cada tratamiento era

cuidadosamente calculado para debilitar a Rafael sin matarlo tan rápidamente que

suscitara sospechas. Era un arte oscuro, la muerte lenta, la muerte elegante, la

muerte que podría ser explicada como una enfermedad implacable.

Tenía el rostro delgado, los dientes amarillentos por años de fumar puros,

los ojos de un azul tan pálido que parecían casi blancos, inexpresivos como

los de un reptil. Su ropa era siempre impecable, pantalones negros con un raya

perfecta, camisas blancas de lino fino, chalecos de seda con patrones discretos

que susurraban dinero. Pero debajo de toda esa elegancia había algo

profundamente podrido, algo que desprendía un olor invisible, pero que

todo el que estuviera cerca podía oler. Augusto se pasaba las noches en vela,

pero no por preocupación. Se pasaba las noches en la biblioteca rodeado de velas que proyectaban sombras

danzantes en los volúmenes de jurisprudencia, textos sobre herencia,

libros de contabilidad. Calculaba cifras. Su mente era una máquina de

números funcionando como un reloj suizo. Tierras de Montecasilla, la casa

principal en la ciudad capital. Tres casas de veraneo en la costa, joyas que

habían sido de su madre, joyas que habían sido de la abuela de Rafael, acciones en empresas de transporte

marítimo, participaciones en minas de plata. Todo ello sería suyo cuando

Rafael exhale su último aliento. Todo ello pasaría a manos del primo Augusto,

el único pariente varón sin hijos, el heredero legítimo según las leyes del

patrimonio. Era un juego diabólico y Augusto era el maestro de ajedrez que

movía las piezas. había invitado al Dr. Montalbán específicamente porque había