En el año 1697, en los oscuros callejones de la ciudad colonial de Cartagena de Indias, una historia de venganza y justicia divina estaba a punto de escribirse con sangre. Esta es la historia de Angustias, una mujer esclava que desafió al poder más absoluto de su época.

Angustias había llegado en los barcos negreros desde África, perdiendo su nombre y su identidad en el Atlántico. El nombre que le dieron sus captores, Angustias, resultaría profético. Era una mujer de belleza extraordinaria, con la piel de ébano y ojos que contenían una sabiduría ancestral. Sus manos conocían los secretos de la medicina tradicional africana, conocimientos que en el Nuevo Mundo la convertirían en una respetada curandera y en una amenaza silenciosa.

Su amo era el arzobispo don Rodrigo de Santa María y Mendoza, un hombre cuyo poder iba más allá de lo espiritual. En una época donde la Iglesia controlaba almas, cuerpos y fortunas, don Rodrigo era la autoridad suprema. Alto y robusto, con ojos pequeños y calculadores, había construido su fortuna no solo con diezmos, sino con un próspero negocio de trata de esclavos bajo la bendición de la Iglesia. Sus plantaciones, marcadas con el sello episcopal, eran trabajadas por cientos de almas africanas.

Fue en una de estas plantaciones donde Angustias conoció a Cuame, un hombre que había sido rey en su tierra natal. A pesar de los grilletes, mantenía una dignidad real inquebrantable. Entre ellos surgió un amor profundo, comunicado en susurros nocturnos y miradas furtivas, alimentado por el sueño compartido de la libertad. Hablaban en su idioma nativo, planeando una fuga que los llevaría lejos de los látigos y de la mirada despótica del arzobispo.

Pero los sueños de libertad eran castigados con severidad. Don Rodrigo mantenía un sistema de espionaje entre sus esclavos. Fue así como Tomás, un mulato que buscaba ascender, delató a la pareja, informando al arzobispo no solo de su amor prohibido, sino de su plan de fuga masiva.

La reacción de don Rodrigo fue inmediata y despiadada. Necesitaba enviar un mensaje de terror. La mañana del 15 de septiembre de 1697, las campanas de la catedral anunciaron un espectáculo macabro. En la plaza de armas, frente a toda la ciudad y a los esclavos congregados, se había erigido una cruz de madera diseñada para prolongar la agonía.

Cuame fue arrastrado a la plaza. No suplicó ni lloró. Sus ojos buscaron los de Angustias en una mirada final que lo dijo todo. El arzobispo, con sus ornamentos dorados, dio una homilía justificando el castigo como “justicia divina” y una “purificación del alma a través del sufrimiento”.

Entonces, los verdugos clavaron las muñecas y los tobillos de Cuame a la madera. Cada golpe de martillo resonaba en la plaza. Los gritos de dolor se mezclaban con los rezos en latín del arzobispo. Angustias fue obligada a presenciar cada segundo. Mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, en su alma nacía algo más poderoso que el dolor: una sed de venganza que quemaba sus entrañas.

Durante seis horas interminables, Cuame agonizó bajo el sol implacable. Cuando su último aliento escapó, algo cambió en Angustias. La mujer que conoció el amor puro se transformó en un instrumento de venganza.

Esa noche, mientras el cuerpo de Cuame seguía expuesto, Angustias comenzó a planificar. No sería una venganza rápida, sino una obra maestra de paciencia y crueldad refinada. Usando sus conocimientos de herbolaria, preparó venenos. Su plan no era simplemente matar al arzobispo; la muerte debía ser lenta, dolorosa y simbólica.

Durante las siguientes dos semanas, Angustias se comportó como la esclava modelo. Ganó la confianza de María Esperanza, la cocinera indígena del palacio episcopal, y así consiguió acceso a la comida del arzobispo. Comenzó a añadir pequeñas dosis de sus preparados, causando malestares que don Rodrigo atribuyó al estrés. Semana tras semana, los síntomas empeoraron: náuseas, dolores y desorientación.

Mientras tanto, Angustias estudiaba meticulosamente las rutinas de su objetivo. Sabía que el arzobispo se quedaba hasta tarde los viernes en su despacho privado, bebiendo vino tinto mientras preparaba el sermón.

La noche del 30 de septiembre, exactamente quince días después de la crucifixión, Angustias ejecutó su fase final. Introdujo una dosis más concentrada en el vino, calculada para debilitarlo sin matarlo. También había preparado una infusión somnífera para los demás sirvientes de la casa.

Cerca de la medianoche, el veneno hizo efecto. Don Rodrigo comenzó a convulsionar, perdiendo el control motor. Cuando Angustias entró en el despacho, lo encontró retorciéndose en el suelo, consciente pero indefenso. Sus ojos arrogantes ahora reflejaban un terror absoluto.

Con calma sobrenatural, Angustias lo ató con las mismas cuerdas usadas para los castigos públicos. Mientras lo arrastraba al centro del despacho, le recordó en voz baja cada detalle de la crucifixión de Cuame. Lo que siguió fue una inversión total de poder. Angustias se convirtió en juez y verdugo.

Utilizando un cuchillo de cocina afilado, comenzó a realizar cortes precisos, siguiendo un patrón ritual de su pueblo. No eran heridas mortales, sino diseñadas para un dolor constante. Cada corte era acompañado por una oración en su lengua nativa. El arzobispo, paralizado pero consciente, presenciaba su propia desintegración.

El acto final fue el más simbólico. Recordando las palabras de don Rodrigo sobre la “purificación del alma”, Angustias aplicó esa doctrina literalmente. Con movimientos lentos, procedió a abrir el abdomen del arzobispo, exponiendo sus órganos mientras él aún vivía, susurrándole los mismos rezos en latín que él había recitado, pero ahora con un tono burlesco.

El proceso duró más de dos horas. Cuando el arzobispo finalmente murió, Angustias sintió que el equilibrio cósmico había sido restaurado. Con la sangre aún fresca en sus manos, escribió en las paredes del despacho: “Quien siembra vientos de crueldad cosecha tempestades de venganza. La justicia de los ancestros no conoce el perdón.”

Luego, con una serenidad impactante, se lavó y se cambió. En lugar de huir, se sentó tranquilamente en la cocina a esperar a las autoridades. Su venganza no estaría completa hasta que pudiera contar su historia públicamente.

Al amanecer, los gritos histéricos de María Esperanza al descubrir la escena despertaron al barrio. La residencia se llenó de soldados y funcionarios que encontraron el cuerpo destripado y los mensajes en las paredes. Angustias fue arrestada sin oponer resistencia.

El juicio de Angustias se convirtió en el evento más comentado en la historia de Cartagena. Durante tres días, la sala estuvo abarrotada. Con elocuencia y dignidad, Angustias relató la crucifixión de Cuame y la ejecución de don Rodrigo, sin mostrar arrepentimiento. Su testimonio fue más allá: reveló las atrocidades sistemáticas del arzobispo—torturas, violaciones y asesinatos—forzando al tribunal colonial, por primera vez, a escuchar una denuncia pública de los abusos del sistema esclavista.

El impacto fue profundo. Algunos funcionarios cuestionaron la moralidad del sistema. Pero el orden establecido debía mantenerse. La condena a muerte era inevitable, un castigo y una advertencia.

El día de su ejecución, la misma plaza donde Cuame fue crucificado se llenó de una multitud silenciosa. Angustias caminó hacia el patíbulo con la misma dignidad real de su amado. No pidió clemencia. En su lugar, dirigió un discurso final invocando a sus dioses: “Mi muerte no será el final, sino el principio… Cada gota de sangre vertida por un oprimido… alimentará la semilla de la venganza hasta que la justicia prevalezca sobre la tiranía.”

Cuando la soga se tensó, un silencio sepulcral fue roto. Los esclavos en la multitud comenzaron a entonar una canción fúnebre africana, un lamento ancestral que se extendió por toda la plaza. Fue una sinfonía de resistencia que las autoridades no se atrevieron a silenciar.

La historia de Angustias se extendió como un incendio por todas las colonias, inspirando a generaciones de esclavos. Se dice que la rebelión que sacudió Cartagena veinte años después tuvo su origen en su leyenda. La residencia arzobispal fue demolida por el temor supersticioso; la capilla construida en su lugar fue escenario de fenómenos inexplicables.

En la tradición oral, Angustias se transformó en una figura mítica, una diosa vengadora que protegía a los oprimidos. Los amos temían su maldición. Los documentos oficiales intentaron borrar su nombre, pero fracasaron. Su historia fue reinterpretada por abolicionistas, marxistas y feministas, demostrando su relevancia a través de los siglos.

Hoy, más de tres siglos después, en las noches oscuras de Cartagena, algunos aseguran que el viento aún susurra aquella canción fúnebre. El espíritu de Angustias, la mujer que ejecutó la justicia que el mundo le negó, permanece vigilante, un símbolo eterno de que incluso la opresión más absoluta puede ser desafiada.