“¡Arrojadla al río!” rugió Gregor Velmont, con el rostro contorsionado por la furia. “¡Que se ahogue con la bastarda que lleva dentro!”

Aana ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Unas manos brutales la arrojaron desde el puente. El agua fría la engulló como un abrazo de las tinieblas. Y entonces, desde lo alto de la orilla, una voz cortó el aire como una cuchilla.

“Si ella perece, vosotros la seguiréis.”

El duque Adriano Darmont acababa de lanzarse al agua.

Era el año 1789 en las tierras coloniales de Brasil, donde los ingenios azucareros dominaban el paisaje y la crueldad era moneda corriente. La hacienda Velmont se alzaba como un imperio de caña y sangre, sus cañaverales interminables alimentados por el sudor de cientos de almas esclavizadas.

Aquella mañana de septiembre, Aana Morel, de 20 años, caminaba hacia la Casa Grande. Su vientre redondeado de cinco meses de gestación convertía cada movimiento en una batalla silenciosa contra el miedo. No había elegido llevar esa vida. El niño fue concebido en una noche de horror, cuando Gregor Velmont, el arrogante heredero, la arrastró a los establos.

Desde entonces, Gregor, al ver crecer el vientre de Aana, la culpó públicamente, diciendo que había seducido a otros. Nadie la defendió.

Esa mañana, mientras cruzaba el patio, Gregor estaba en la terraza con otros jóvenes señores. “Mirad”, dijo en voz alta, “la bastarda aún se atreve a caminar por aquí”. La siguió, con los ojos grises fijos en ella como un depredador.

“¡Detente ahí!”, ordenó. Aana se paralizó, temblando. “¿Crees que puedes cargar a ese bastardo y seguir avergonzando a mi familia? No eres más que basura, y la basura debe ser descartada.”

Antes de que pudiera procesar las palabras, Gregor la arrastró hacia el puente de madera que cruzaba el río. “¡Por favor, no!”, susurró ella.

Fue entonces cuando una voz grave resonó desde la orilla. “¿Qué está sucediendo aquí?”

Al otro lado del río, montado en un imponente caballo negro, estaba el duque Adriano Darmont. Observaba la escena con gélidos ojos azules, su rostro una máscara de autoridad implacable.

Gregor vaciló, pero recuperó su arrogancia. “Solo me ocupo de un problema, Duque. Nada que deba preocuparle.”

Adriano desmontó y caminó hacia el puente. Sus ojos recorrieron a Aana, notando el vientre, las marcas, el terror. “Suéltala”, ordenó, su voz baja y peligrosa.

“Con todo respeto, Duque”, se burló Gregor, “ella es propiedad de mi familia”.

“Y yo dije que la sueltes.”

En un gesto impulsivo y desafiante, Gregor agarró a Aana. “¡Arrojadla al río!”, rugió, y las manos de sus hombres la lanzaron por encima de la balaustrada.

El impacto le robó el aliento. La corriente la arrastró hacia abajo. El vestido empapado pesaba como plomo. Justo cuando la oscuridad la envolvía, sintió unos brazos fuertes a su alrededor. Adriano Darmont, el temido duque, se había lanzado tras ella.

Cuando Adriano emergió con Aana inconsciente en brazos, el silencio en la orilla era absoluto. Sus ojos azules ardían con una furia controlada que hizo retroceder a Gregor. “Si ella perece”, dijo Adriano, su voz letal, “vosotros la seguiréis. Todos vosotros”.

Gregor, pálido y temblando de rabia impotente, solo pudo observar mientras Adriano montaba, aún sosteniendo a Aana, y galopaba hacia sus tierras.

Aana despertó en un cuarto que parecía de otro mundo, atendida por una anciana amable, Dona Beatriz. “¿Dónde estoy?”, susurró. “En las tierras del duque Darmont”, le dijo la mujer. “Él la trajo”. Aana entró en pánico. “¡El bebé!”

“El bebé está a salvo”, la tranquilizó Beatriz.

La puerta se abrió y Adriano Darmont entró. “¿Cómo te sientes?”, preguntó. Su voz era más suave de lo que Aana esperaba.

“Estoy bien, señor.”

“Mírame”, dijo él. “No tienes que llamarme señor aquí. Mi nombre es Adriano.”

En los días siguientes, Aana se recuperó. Adriano la visitaba cada tarde. Un día, le trajo un libro de poesía francesa. “¿Sabes leer?”, preguntó. Aana asintió. “Mi madre me enseñó”.

“Quizás te guste esto”, dijo, entregándole el volumen. Nadie le había hecho un regalo jamás. Mientras leía los poemas por la noche, se descubrió pensando en el duque que la había salvado.

Una noche, oyó voces en el despacho del duque. “No puedo dejar de pensar en ella”, decía Adriano. “Es como si algo dentro de mí hubiera despertado”. Aana retrocedió, con el corazón desbocado.

Al día siguiente, Adriano la llevó a un ala abandonada, a un cuarto pequeño pero acogedor. Había una cuna de madera tallada. “Este era el cuarto de mi hijo”, dijo Adriano, su voz cargada de una tristeza antigua. “Nunca llegó a usarlo. Nació y partió el mismo día, junto con mi esposa. Quiero que uses este cuarto. Para tu bebé.”

“¿Por qué?”, susurró Aana. “¿Por qué haces todo esto por mí?”

Adriano le tocó el rostro con ternura. “Porque cuando te miro”, dijo con voz ronca, “veo algo que pensé que había perdido para siempre”.

Pero la realidad irrumpió brutalmente. Dona Beatriz apareció, pálida de pavor. “Duque. Tiene visitas. Es el Barón Velmont, y ha traído a Gregor. Exigen la devolución de la esclava.”

En el salón principal, el Barón Velmont esperaba, rígido de indignación. A su lado, Gregor sonreía con arrogancia.

“Duque Darmont”, tronó el Barón. “Mi propiedad fue tomada y exijo su devolución inmediata.”

“¿Propiedad?”, repitió Adriano. “¿Se refiere a la joven que su hijo intentó ahogar?”

“¡Es una esclava fugitiva!”, espetó Gregor.

“Cuidado con tus próximas palabras”, advirtió Adriano.

“Duque”, intervino el Barón, “esto es una cuestión de propiedad legal. No tiene derecho a retenerla”.

“¿Derecho?”, murmuró Adriano. “¿Y qué derecho tenía su hijo de arrojar a una mujer embarazada a un río?”

“¡Ella no es una mujer!”, escupió Gregor. “¡Es una posesión! ¡Y si decidí descartarla, es mi derecho!”

La tensión se cortó cuando Gregor avanzó. “Ella es mía. Esa bastarda es mía, y el niño que lleva también.”

La confesión resonó en el salón. Adriano sintió una furia fría. “Así que admites que el niño es tuyo”, dijo, peligrosamente tranquilo. “Y aun así intentaste asesinarla. Sal de mi casa. Ahora.”

El Barón arrastró a su hijo, pero se volvió en la puerta. “Esto no ha terminado, Duque. La sociedad oirá sobre esto.”

Cuando se fueron, Aana bajó las escaleras, llorando. “No debiste hacerlo. Arriesgaste todo por mí. Te van a destruir.”

Adriano caminó hacia ella y le sostuvo el rostro. “Que me destruyan”, dijo con sencillez. “Prefiero perderlo todo antes que entregarte a esos monstruos. Porque cuando te miro, me siento vivo otra vez.”

Era la primera vez que decía su nombre.

Los rumores explotaron. Se decía que el duque había desafiado a otro noble por una esclava. Fue entonces cuando llegó la carta: Elvira Monteblan, la hija del Vizconde y la mujer que la sociedad esperaba que se casara con Adriano, anunciaba su visita.

Elvira llegó como una tormenta elegante. Sus ojos verdes, afilados y calculadores, lo examinaron todo. “Adriano”, dijo con voz melosa. “He venido por los rumores. El hombre que conozco jamás arriesgaría su posición por… bueno, por alguien tan inferior”.

En ese momento, Aana apareció en lo alto de la escalera. Los ojos de Elvira se encontraron con los de ella, y la curiosidad de la noble se transformó en celos venenosos.

“Así que esta es ella”, dijo Elvira.

“Aana es mi invitada”, declaró Adriano.

“¡Invitada!”, repitió Elvira, perdiendo la compostura. “¡Has perdido el juicio! ¿Sabes lo que dicen? ¿Que estás jugando a todo o nada por ella?”

“Lo que diga la sociedad no me interesa.”

“¡Debería!”, explotó Elvira. “¡Tienes responsabilidades! ¡Yo te he esperado años! Si continúas por este camino, lo perderás todo. Y cuando eso ocurra, será demasiado tarde.”

Elvira salió furiosa. Aana, con lágrimas en los ojos, miró a Adriano. “Debo irme. Antes de que pierdas todo por mi causa.”

Adriano subió las escaleras hacia ella. “Entonces, que se pierda”, dijo, sus ojos azules ardiendo con determinación. “Porque por primera vez en años, tengo algo por lo que vale la pena luchar.”

Pero mientras se miraban, no vieron la figura de Elvira escondida en las sombras del pasillo, escuchando cada palabra, su rostro lleno de malicia.

Esa misma noche, los gritos despertaron a Aana. Corrió a la ventana. El patio estaba lleno de antorchas, iluminando los rostros furiosos de la nobleza local. Y al frente, vestida de púrpura, estaba Elvira Monteblan.

“¡Traigan a la esclava!”, cortó la voz de Elvira. “¡Traigan a la criatura que osa manchar el honor de un duque!”

Adriano salió de la mansión, su rostro era una máscara de furia. “¡Esto es una invasión a mi propiedad!”

“¡Quien viola las leyes eres tú, Adriano!”, replicó Elvira. “¡Protegiendo a una esclava que no te pertenece, manchando el nombre de tu familia!”

“Ella está bajo mi protección”, declaró Adriano. “Y nadie la tocará.”

“¡Entonces lo admites!”, triunfó Elvira. “¡Admites públicamente que eliges a una esclava por encima de tu propia clase, por encima de tu honor!”

“¡Mi honor reside en proteger a los inocentes!”, replicó Adriano, su voz resonando sobre la multitud.

“¡Es mi propiedad!”, gritó el Barón Velmont, emergiendo de entre la turba. “¡La ley está de mi lado!”

Adriano sonrió, una sonrisa fría que heló a la multitud. “Ella era su propiedad, Barón.”

De su chaqueta, sacó un documento oficial y lo desplegó. “Esta es una Carta de Alforria. Firmada y sellada esta tarde ante el magistrado. Aana Morel es una mujer libre.”

Un silencio sepulcral cayó sobre el patio. Elvira palideció, su triunfo desmoronándose.

“Usted…”, tartamudeó el Barón, dándose cuenta de la trampa.

“El precio fue generoso,” dijo Adriano. “Un precio que usted no pudo rechazar, aunque significara traicionar los caprichos de su hijo.”

“¡NO!” rugió Gregor. La humillación y la rabia lo cegaron. Sacó un cuchillo y se abalanzó, no hacia Adriano, sino hacia Aana, que observaba horrorizada desde lo alto de la escalera. “¡Si no eres mía, no serás de nadie!”

Adriano se movió con la velocidad de un depredador. Se interpuso entre Gregor y Aana. Hubo un forcejeo brutal y caótico. Gregor, enloquecido, apartó a Adriano de un empujón y levantó el cuchillo para el golpe final contra Aana.

Un disparo resonó en la noche.

Gregor Velmont se congeló. Sus ojos grises se abrieron con sorpresa. Miró la mancha roja que crecía rápidamente en su pecho y luego cayó pesadamente por los escalones, muerto.

Adriano Darmont estaba de pie, con una pistola humeante en la mano, su rostro una máscara de furia helada.

“Advertí lo que pasaría si la tocaban,” dijo, su voz resonando en el patio silencioso.

Miró a la multitud horrorizada, luego a una Elvira rota y derrotada, y finalmente al Barón Velmont, que miraba el cuerpo de su hijo.

“Ella no es solo una mujer libre”, declaró Adriano, su voz sin dejar lugar a dudas. “Es Aana Darmont. Y el niño que lleva es mi heredero. Ahora, salgan de mis tierras.”

La multitud se disolvió como fantasmas en la noche. El Barón Velmont, un hombre destrozado, se llevó el cuerpo de su hijo. Elvira desapareció en la oscuridad, su poder social y sus esperanzas aniquilados.

Aana bajó corriendo las escaleras y se arrojó a los brazos de Adriano, sollozando. Él la sostuvo con fuerza, enterrando el rostro en su cabello.

El escándalo sacudió la colonia durante meses. Se contaban historias del duque que había comprado la libertad de su amante y matado a un heredero noble en su propia puerta. Pero el Duque Darmont, habiendo demostrado que estaba dispuesto a matar para proteger lo que era suyo, nunca más fue desafiado.

Meses después, Aana dio a luz a un niño sano en el cuarto de la mansión, en la cuna de madera tallada. En un mundo construido sobre la crueldad, Adriano y Aana habían forjado su propia paz, una vida comprada con sangre y sellada por un amor imposible que se había negado a morir en las aguas oscuras del río.