Del abismo a la esperanza: el primer paso

Dicen que la vida se paga según cómo empieza. Durante mucho tiempo pensé que mi destino estaba condenado, que lo había arruinado todo. La calle se volvió mi techo, la soledad mi compañía, y los errores, mi marca diaria. Aunque al principio no lo elegí, con cada decisión equivocada fui cavando mi propia tumba.

Confieso que dudé mucho antes de atreverme a contar mi historia. Recordar duele, reconocer duele más. Pero si una sola persona encuentra luz en estas palabras, habrá valido la pena. Yo fui invisible para la sociedad, pero nunca para Dios.

Tenía 26 años cuando toqué fondo. El barrio, las malas compañías y la falta de futuro me empujaron a un camino oscuro. Primero fue el licor de cada fin de semana, luego marihuana, cocaína… hasta que terminé perdido en el bazuco. Vendí lo poco que teníamos en casa, robé a mi propia madre, perdí empleo, dignidad y amistades. Un día volví y mis pertenencias estaban en bolsas afuera: mi familia ya no soportaba más.

Desde entonces, dormí en los parques del centro, con perros callejeros como guardianes involuntarios. Me bañaba en baños públicos, comía lo que encontraba. La gente me evitaba; algunos me miraban con asco, otros simplemente fingían que no existía. Pero en el fondo sabía que mi historia aún no estaba escrita del todo.

Octubre de 2012, barrio Buenos Aires. Bajo un aguacero interminable me refugié en las escaleras de una iglesia. Tiritando de frío, sentí una mano en el hombro: alguien me ofrecía un café caliente. Apenas pude verle el rostro. “Soy el padre Esteban —me dijo—, ¿quieres entrar?”. En ese instante sentí que Dios me enviaba un rescate.

Aquella noche dormí bajo techo y en una cama después de meses. Al día siguiente, entre llanto y vergüenza, le conté mi historia al sacerdote. Me ofreció quedarme como ayudante en la iglesia. No había sueldo, pero sí comida, abrigo y esperanza. Esa misma tarde me arrodillé, pedí perdón y lloré como un niño. El padre me citó un versículo que jamás olvidé: Mateo 22:39 —Amarás a tu prójimo como a ti mismo—.

Me entregué a servir. Barrí pisos, limpié bancos, ayudé en lo que hiciera falta. Y, poco a poco, fui llenando mi interior con la palabra de Dios. Cada tropiezo era una enseñanza, y el padre Esteban me levantaba con paciencia y amor.

Meses después ingresé a un centro de rehabilitación. Allí descubrí algo que cambiaría mi vida: el deporte. Entre rutinas y ejercicios encontré disciplina y motivación. Terminé convirtiéndome en apoyo para otros internos. Y cuando culminé el proceso, el padre me consiguió una beca. Fue así como llegué a la Universidad de Antioquia para estudiar Licenciatura en Educación Física.

Hoy mi vida es distinta. Vivo en una habitación alquilada, preparo mi propia comida, y no falta alimento en la mesa. Agradezco cada día la oportunidad de haber salido del infierno y convertirme en testimonio de que siempre hay salida.

Trabajo en un colegio público, enseñando a niños y jóvenes que el deporte es más que sudor: es camino de transformación. A veces paso frente a aquella iglesia, miro las escaleras y rezo. Porque ahí, justo en el lugar donde pensé que todo terminaba, Dios me mostró que recién empezaba.

Capítulo 2: El regreso a casa y el perdón más difícil

La culminación de mis estudios universitarios fue un momento de inmensa alegría y un logro que nunca imaginé. El padre Esteban, con una sonrisa en el rostro, me entregó el diploma. Era la primera vez en mi vida que sentía un verdadero orgullo.

Sin embargo, a pesar de mi éxito, había un vacío en mi corazón. Había perdonado a los demás, pero me faltaba perdonarme a mí mismo. Y, lo que era más difícil aún, me faltaba perdonar a mi familia por haberme abandonado. Con el corazón en la mano, decidí regresar a casa. Volví al barrio que me había visto caer, el barrio que me había visto robar, el barrio que me había visto destruir mi vida.

La casa de mi madre se veía igual que siempre, con las mismas ventanas, las mismas puertas, el mismo jardín. Pero ahora había algo diferente en el aire. No era el olor a comida que recordaba, sino el olor a un pasado doloroso, un pasado que aún me atormentaba. Toqué el timbre y esperé. Mi madre abrió la puerta, con su rostro arrugado por el tiempo y el dolor. Sus ojos se llenaron de lágrimas al verme. No era el mismo hombre que ella había echado de casa. Era un hombre nuevo, con un corazón nuevo, con una vida nueva.

—Luis… —susurró, con la voz quebrada. —Mamá… —dije, con el corazón en la mano—. He vuelto.

Mi madre me abrazó con fuerza, y los dos lloramos. Lloramos por el pasado, por el dolor, por la tristeza. Lloramos por el tiempo perdido. Mi madre me contó todo lo que había pasado. Me contó que mi padre había muerto, que mis hermanos se habían mudado, que la vida había seguido su curso. Me contó que nunca me había olvidado, que siempre había rezado por mí. Me contó que había perdonado, pero que aún me echaba de menos.

Le conté mi historia. Le conté mi caída, mi redención, mi nuevo camino. Le conté que había encontrado la esperanza en Dios, que había encontrado la vida en el deporte, que había encontrado el perdón en el padre Esteban. Mi madre me miró con amor y me dijo: —Luis, siempre te he perdonado. Siempre te he amado.

Capítulo 3: El perdón más difícil

El regreso a casa fue un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo para mí, para mi madre, para toda mi familia. A pesar de que los recuerdos del pasado me atormentaban, me abracé a la esperanza de un futuro mejor. Un día, mientras comíamos, mi madre me preguntó: —¿Por qué te fuiste? —Me fui porque no me sentía digno de tu amor —respondí, con lágrimas en los ojos—. Creí que no había perdón para mí. Mi madre me abrazó con fuerza y me dijo: —Luis, Dios te perdonó. Yo te perdoné. Ahora, tienes que perdonarte a ti mismo.

Y fue entonces, en ese momento, cuando entendí. Entendí que el perdón más difícil no era el de los demás, sino el mío. Entendí que la única persona que me juzgaba era yo mismo. Me arrodillé, le pedí perdón a Dios y a mi madre. Y, por primera vez en mi vida, me perdoné a mí mismo.

Epílogo: Un futuro sin límites

Hoy, mi vida es un testimonio de la gracia de Dios. Soy un hombre nuevo. Soy un hijo, un hermano, un amigo. Soy un profesor. Soy un ejemplo para mis alumnos. Soy una inspiración para mi familia. Mi madre, con su rostro radiante, siempre me recuerda: —Luis, la vida es una bendición. Y tu vida es un milagro. Y yo, con el corazón lleno de gratitud, siempre le respondo: —Sí, mamá. La vida es un milagro. Y lo mejor aún está por venir.