Magdalena Rodríguez llevaba 11 años viviendo en la misma casa, una construcción de bloques sin revocar, techada con láminas oxidadas que sonaban como un demonio cuando llovía. La casa estaba ubicada al final de una calle de tierra que se convertía en lodo durante las lluvias torrenciales, a varios kilómetros del centro poblado más cercano. Sus vecinos más próximos estaban a casi media hora de camino, separados por maleza, alambrados rotos y la indiferencia mutua que caracteriza a esos territorios abandonados.

Nadie sabía mucho sobre Magdalena. Tenía 36 años, aunque sus ojos parecían pertenecer a alguien mucho más viejo. Había llegado a Veracruz procedente de Orizaba hace una década, siempre sola, siempre callada. Trabajaba ocasionalmente lavando ropa en las casas de familias acomodadas en la zona norte de la ciudad, un trabajo que realizaba sin dejar rastro de su presencia, como un fantasma que simplemente aparecía, terminaba su labor y desaparecía. Los dueños de esas casas ni siquiera podían describir su cara con precisión después de que se iba.

Lo que muy pocas personas sabían era que Magdalena había estado casada una vez. Su esposo, Roberto Salazar, la había abandonado 5 años atrás cuando ella estaba embarazada de 3 meses. Simplemente se fue un domingo por la mañana dejando una nota en la que decía que necesitaba empezar de nuevo, que no estaba preparado para ser padre, que lo sentía. Los vecinos que la vieron llorar durante semanas la consideraron una víctima de la crueldad masculina, esa característica tan común en los hombres de esa región. Pero nadie profundizó en su historia. Nadie preguntó qué había pasado después.

El embarazo de Magdalena fue complicado. Tuvo que dejar sus trabajos de limpieza durante los últimos meses. Sus ahorros se agotaron rápidamente y el IMSS en la clínica local era una pesadilla de esperas interminables y médicos desinteresados. Cuando finalmente llegó el momento del parto, en julio de ese año, nadie estaba realmente allí para ella. Un hermano lejano la llevó al hospital. Esperó en la sala de espera bebiendo café horrible durante 8 horas y luego se fue. No preguntó cómo estaban los bebés. No supo que fueron gemelos hasta que Magdalena lo mencionó casualmente semanas después cuando pidió un favor.

Los gemelos, Sofía y Marco, nacieron prematuramente en la semana 31. Fueron llevados inmediatamente a la unidad de cuidados intensivos. Sus pulmones no estaban desarrollados. Durante tres semanas, Magdalena pasó sus días entre los pasillos del hospital, mirando a sus hijos a través de cristales, observando como máquinas complicadas los mantenían vivos. Los doctores hablaban de complicaciones, de infecciones, de que era posible que no sobrevivieran, pero sobrevivieron. Después de 56 días fueron dados de alta.

Lo que sucedió en esos momentos cruciales nunca fue del todo claro. Fue como si Magdalena, durante todas esas semanas, viendo a sus hijos luchar por respirar, conectados a máquinas que hacían ruidos estridentes, hubiera experimentado un quiebre interno. Los doctores notaron que ella no sonreía cuando le daban buenas noticias sobre la salud de los bebés. Cuando enfermeras del hospital intentaban hablar con ella sobre cómo se sentía siendo madre de gemelos, ella respondía con monosílabos. Una trabajadora social recomendó que se hiciera una evaluación psicológica, pero en el sistema de salud mexicano, especialmente en esa época, nadie seguía recomendaciones como esa. Las cosas se perdían en la burocracia.

Cuando Magdalena regresó a su casa en Boca del Río con los gemelos, algo en ella estaba roto. Su vecino más cercano, don Raúl, un anciano de 75 años que vivía a 2 km de distancia, la vio descender del autobús con dos cargas de ropa blanca y dos bebés que lloraban sin parar. Notó que ella no los cargaba como lo hacen las madres. Los llevaba de forma mecánica, como si transportara bultos. Pero don Raúl no era tipo de meterse en los asuntos de otros. Había vivido suficiente tiempo en Veracruz para saber que eso era una forma de conseguir problemas.

Los primeros meses fueron un calvario silencioso. Magdalena estaba sola con dos recién nacidos en una casa sin teléfono, sin dinero para fórmula de calidad, sin apoyo de ningún tipo. El llanto de los bebés se escuchaba a través de las paredes de bloques durante las noches. Era un sonido que no cesaba, que cortaba la oscuridad con la regularidad de una metralleta. Ella los alimentaba cuando podía, los limpiaba cuando lo recordaba, pero algo esencial en su interior se había apagado.

Hacia el tercer mes, los vecinos comenzaron a notar que los llantos habían cesado, no de repente, sino gradualmente. Primero fueron menos frecuentes, luego desaparecieron casi por completo. Algunos asumieron que simplemente había aprendido a sobrellevar la situación. Otros, aquellos con una sensibilidad más aguda para detectar el mal, sintieron una sensación extraña cuando pasaban cerca de su casa. Don Raúl pasó una vez por ahí y notó que no había ni una sola cortina abierta. Las láminas del techo emitían un sonido diferente, como si algo estuviera podrido dentro.

Magdalena continuó visitando el pueblo una vez a la semana. Iba al pequeño mercado, compraba alimentos básicos y regresaba a su casa. Los vendedores notaban que ella compraba menos comida de la que compraría una madre de gemelos. Cuando le preguntaban sobre los bebés, ella simplemente sonreía de manera vacía y decía que estaban bien. Su expresión nunca cambiaba. Sus ojos permanecían sin vida, como los de alguien que había visto algo tan terrible que ya no podía sorprenderse por nada.

Un año pasó, luego otro. Magdalena envejeció visiblemente, aunque solo habían transcurrido 24 meses. Su cabello se volvió gris prematuramente. Desarrolló arrugas profundas alrededor de su boca, como si hubiera estado frunciendo los labios continuamente. Comenzó a beber. Primero fue cerveza barata que compraba en la tiendita local. Luego vino el mezcal, botella tras botella. Los vendedores notaron que sus manos temblaban cuando extendía dinero, que sus palabras se arrastraban, que olía a vómito y a muerte.

Fue en octubre de 2012 cuando todo salió a la luz. Un funcionario municipal que trabajaba en registros de salud notó una anomalía en los archivos de Magdalena. La documentación de los gemelos mostraba dos nacimientos certificados, pero no había registros de ninguna enfermedad reportada, de ninguna visita a doctores después de los primeros meses, de nada. Era como si los niños hubieran desaparecido de la existencia registrada. El funcionario, un hombre meticuloso llamado Javier Córdoba, decidió investigar personalmente. No era su responsabilidad, pero algo en esa discrepancia lo perturbaba.

Javier fue a la casa de Magdalena un martes por la mañana. El calor era sofocante, como siempre en Veracruz. Cuando llegó, notó que la puerta no estaba cerrada con llave. La empujó suavemente y entró.

El olor fue lo primero que lo golpeó. Era un olor dulzón, podrido, que impregnaba cada rincón de la estructura. Javier cubrió su boca con la mano y comenzó a buscar. Lo que encontró en el patio trasero, debajo de una lámina metálica que servía como cobertizo, lo atormentaría por el resto de su vida. Dos pequeñas tumbas lado a lado bajo tierra removida recientemente. Cuando Javier cavó con sus manos, encontró lo que quedaba de Sofía y Marco, dos pequeños esqueletos envueltos en ropa blanca que en un tiempo fue hermosa.

Javier vomitó hasta que su cuerpo no tuvo nada más para expulsar. Llamó a la policía con las manos temblando tan violentamente que casi se le cae el teléfono. Lo que sucedió después fue un vendaval de investigación. La policía llegó, selló la propiedad, interrogó a Magdalena, quien ya no negó nada. Estaba sentada en el patio con una lata de cerveza en la mano y simplemente confesó. Dijo que los bebés lloraban demasiado, que no sabía qué hacer, que estaba sola, que no tenía dinero, que el llanto la volvía loca, que una noche, mientras estaban durmiendo, entró a su habitación y simplemente, simplemente dejó de luchar dentro de ella. Dijo esto último con una voz tan vacía que los policías, hombres endurecidos por años de violencia en Veracruz, sintieron escalofríos.

El caso se convirtió en un escándalo regional. Los periódicos de Xalapa y Ciudad de México lo cubrieron. “La madre monstruosa de Veracruz” la llamaron. Pero cuando Magdalena fue juzgada, la realidad fue más complicada. Los psiquiatras forenses descubrieron que había sufrido de una depresión postparto severa no tratada, que había estado en un estado de disociación casi permanente durante todo ese tiempo, que técnicamente la mujer que cometió esos actos ya no existía dentro del cuerpo que estaba en el banquillo. Era como si alguien más hubiera ocupado su lugar durante esos meses oscuros.

Magdalena fue condenada a 30 años de prisión. La sentencia fue uno de los casos más severos en la historia criminal de Veracruz. Pero mientras estaba en la cárcel, en los primeros años comenzó a hablar. Habló sobre su infancia en Orizaba, sobre un padre que la violaba regularmente, sobre una madre que fingía no saber nada. Habló sobre el momento exacto en que supo que estaba embarazada de Roberto y la sensación de pánico puro que la invadió. Habló sobre esas noches en el hospital, mirando a sus hijos a través del cristal y sintiendo que algo se desprendía de su mente, como si una parte esencial de ella se hubiera desprendido y simplemente se alejara flotando.

Lo más perturbador fue lo que reveló sobre su estado mental durante el tiempo que los bebés estaban en su casa. Magdalena describió que veía a sus hijos como extensiones de su propio sufrimiento. Cada llanto que emitían era un eco de su propio dolor. Cuando no lloraban, lo cual era raro, ella imaginaba que estaban sufriendo en silencio, atrapados en un cuerpo que no podían controlar, así como ella se sentía atrapada. En un momento particularly revelador, durante una entrevista con una psicóloga penitenciaria, Magdalena dijo: “Yo creía que les estaba haciendo un favor, les estaba liberando.”

Pero la historia de Magdalena no terminó con su encarcelamiento. Mientras ella cumplía su condena en el reclusorio femenil de Veracruz, los gemelos siguieron existiendo en el imaginario colectivo de la ciudad. Hubo ceremonias para honrar su memoria. Activistas por los derechos de los niños utilizaron sus nombres en campañas. Las universidades locales utilizaban el caso como ejemplo en cursos de psicología y criminología.

Fue precisamente en una de esas universidades donde Arturo Mendoza, un profesor de criminología forense, comenzó a investigar más profundamente el caso. Arturo no estaba satisfecho con la narrativa simple de una madre enferma que mató a sus hijos. Él veía la estructura más grande. Veía un sistema de salud que falló, un sistema de bienestar social que no existía, una sociedad que prefería juzgar a entender. Decidió escribir un libro sobre el caso y para hacerlo necesitaba hablar directamente con Magdalena.

Fueron necesarios múltiples solicitudes y casi dos años de burocracia para que Arturo finalmente fuera permitido entrevistar a Magdalena en la prisión. Cuando finalmente se sentó frente a ella en una sala de visitas con un cristal de por medio y teléfonos para comunicarse, Arturo fue golpeado por lo ordinaria que se veía ella. No había nada de monstruosa en su apariencia. Era simplemente una mujer de mediana edad con el cabello gris, la piel marchita por los años en prisión y unos ojos que habían visto el infierno y regresado del otro lado.

Magdalena fue inicialmente reacia a hablar. Pasaron las primeras dos horas de la entrevista en silencio casi total, pero algo en la paciencia de Arturo, en que no viniera cargado de un juicio previo, hizo que ella gradualmente comenzara a abrir. Comenzó a hablar sobre detalles que nunca había compartido públicamente, sobre cómo en las semanas antes del incidente había intentado suicidarse dos veces. La primera vez con una sobredosis de medicinas que había robado de una farmacia. La segunda vez había intentado ahogarse en el río Papaloapán, pero la corriente la había escupido de vuelta hacia la orilla. “No tenía la fuerza ni para morir”, dijo Magdalena a través del teléfono de la cárcel. “Así que cuando estaban durmiendo y el llanto había finalmente parado por un momento y había una paz extraña en esa pequeña casa, simplemente pensé que si no podía morir, al menos podía hacer que dejaran de sufrir. Cometí el error de pensar que el sufrimiento era hereditario, que los estaba condenando a una vida de miseria como la mía, que les estaba haciendo un favor.”

Arturo escribió extensivamente sobre este momento en su libro. Describió cómo la psique humana puede fracturarse bajo presión extrema, cómo la depresión no tratada puede corromper la realidad de una persona hasta el punto en que puede racionalizar lo irracional. Como una sociedad que no proporciona apoyo psicológico a sus ciudadanos más vulnerables, se vuelve cómplice en tragedias como esta.

Pero el libro también fue controversial. Algunos lo acusaron de simpatizar demasiado con Magdalena, de convertir a una asesina en una víctima de circunstancias. Otros argumentaron que Arturo estaba siendo insensible con la memoria de los gemelos. Un grupo de activistas incluso intentó impedir su publicación argumentando que glorificaría el infanticidio. Pero finalmente el libro fue publicado en 2015 y se convirtió en un bestseller regional.

Lo que ocurrió después fue quizás más importante que el crimen en sí. El caso de Magdalena catalizó cambios reales en la provisión de servicios de salud mental en Veracruz. Se establecieron nuevas clínicas, se capacitó a más trabajadores sociales. Los hospitales comenzaron a hacer evaluaciones psicológicas de rutina para madres postparto. Fue un pequeño cambio en un sistema gigantesco que continuaba fallando a sus ciudadanos de incontables formas. Pero era algo.

Magdalena murió en la cárcel en 2019, 11 años después de haber sido encarcelada. Los reportes oficiales dicen que fue de complicaciones pulmonares, pero quienes trabajaban en la prisión sabían la verdad. Magdalena simplemente se rindió un día. Dejó de comer, dejó de hablar, se retiró a un lugar dentro de su mente del cual nadie podía alcanzarla. Una enfermera que cuidó de ella en sus últimos días relató que antes de morir Magdalena repetía un nombre una y otra vez: “Sofía, Marco. Sofía, Marco.” Como si estuviera llamando a algo que estaba fuera de su alcance.

Los gemelos fueron reenterrados con una ceremonia adecuada años después de que sus restos fueron descubiertos. Fue un acto de dignidad que el Estado le adeudaba a dos inocentes que nunca tuvieron la oportunidad de vivir. Una pequeña iglesia en Boca del Río fue llena de gente que nunca los conoció, pero que sentía la necesidad de estar presente, como si asistir a su funeral tardío pudiera de alguna forma compensar el vacío de sus vidas.

En los años que han pasado desde entonces, el caso de Magdalena Rodríguez ha servido como un recordatorio sombrío de las grietas profundas que existen en la sociedad mexicana, de como el abandono, la pobreza, la falta de atención psicológica y el estigma pueden confluir en una tormenta perfecta de tragedia. Su historia no es la de un monstruo, es la historia de un ser humano que fue destrozado por circunstancias que la sociedad no estaba dispuesta a abordar. Es una acusación contra un sistema que promete proteger a su gente, pero que rutinariamente falla en hacerlo. Y es un epitafio para dos bebés que nunca tuvieron la oportunidad de descubrir quiénes hubieran sido.

Lo que muy pocos conocen es la historia paralela de Javier Córdoba, el funcionario que descubrió todo. Años después del hallazgo, Javier confesaría en una entrevista que nunca pudo recuperarse completamente de lo que presenció ese martes por la mañana. No fue simplemente el descubrimiento de los cuerpos lo que lo destruyó, sino la realización de que había estado viviendo en la misma ciudad que Magdalena todo ese tiempo, sin saberlo, mientras ella cometía actos que él no habría podido imaginar ni en sus peores pesadillas.

Javier Córdoba era un hombre de 52 años cuando encontró los restos de los gemelos. Había trabajado en registros municipales durante 29 años. Había visto la corrupción, la incompetencia, la negligencia administrativa de primera mano, pero nada lo había preparado para esto. Él tenía dos hijas, ambas adultas para entonces, pero las imágenes de esos pequeños esqueletos lo perseguirían cada vez que cerraba los ojos.

Después del hallazgo, Javier recibió reconocimiento. Fue citado en los periódicos como el funcionario diligente que resolvió un misterio, pero esa atención pública fue corrosiva. Sus colegas en la oficina comenzaron a tratarlo de manera diferente. Los políticos locales querían usarlo para sus campañas de eficiencia administrativa. Su propia familia lo miraba de forma extraña, como si el acto de descubrir la monstruosidad lo hubiera contaminado de alguna manera.

Javier solicitó una transferencia a otro municipio. Fue rechazada. Solicitó una licencia por razones de salud mental. Le fue negada. Así que continuó yendo a trabajar cada día a una oficina donde la mayoría de sus colegas no sabían cómo tratarlo. Eventualmente comenzó a beber primero moderadamente, luego cada vez más. Su matrimonio se deterioró. Su esposa Rosa lo amaba, pero no podía entender cómo alguien podía estar tan quebrantado por algo que técnicamente no era su responsabilidad. “No fue tu culpa”, le decía. Pero Javier sabía que sí lo era. Debería haberlo descubierto antes. Debería haber investigado la anomalía en los registros semanas antes. Esos dos bebés hubieran podido ser salvados si él hubiera actuado más rápido.

Rosa finalmente se fue en 2015. Dejó una nota similar a la que Roberto había dejado para Magdalena años antes. Las palabras eran diferentes, pero el mensaje era el mismo. No podía seguir. Javier no protestó, sabía que era lo mejor para ella.

Murió en 2018, a los 65 años. Oficialmente fue un infarto, pero quienes lo conocían sabían que simplemente había dejado de querer vivir. Su cuerpo había simplemente cedido porque su mente ya se había rendido hace años. En un manuscrito que encontraron entre sus cosas después de su muerte, Javier había escrito: “Encontré los cuerpos de dos bebés, pero perdí mi propia vida en el proceso. No sé cuál fue peor.”

La historia de don Raúl, el anciano que fue el vecino más cercano de Magdalena, fue igualmente trágica, pero de una forma diferente. Raúl tenía 75 años cuando Magdalena llegó a vivir al final de la calle de Tierra. Era un hombre que había pasado toda su vida en Veracruz, que había visto la revolución, la guerra contra el narcotráfico y todo lo horrible que México podía producir. Pero algo sobre la situación de Magdalena lo perturbaba de una manera que no podía ignorar.

Después de que los cuerpos fueron descubiertos, don Raúl fue interrogado extensamente por la policía. Le preguntaron por qué no había reportado la ausencia de los bebés, por qué no había investigado cuando dejó de escucharlos llorar. Don Raúl respondió con la honestidad brutal de alguien que se siente culpable: “Porque en Veracruz hemos aprendido que meterse en los asuntos de otros es una forma de morir, así que preferí no saber.” Esa respuesta lo atormentaría por el resto de su vida.

Raúl fue a la tumba de los gemelos regularmente después de que fueron reenterrados. Llevaba flores que compraba en el mercado local. Se quedaba allí durante horas sin hacer nada, simplemente sintiendo el peso de su inacción. Sus propios hijos le rogaron que dejara de hacerlo, que fuera a ver a un terapeuta, que hablara con alguien. Pero Raúl sentía que lo que le debía a los gemelos era ese sufrimiento, esa presencia silenciosa.

Cuando Raúl murió en 2016, a la edad de 88 años, dejó instrucciones específicas en su testamento. Una parte significativa de sus ahorros fue donada a organizaciones que trabajaban con madres en situaciones de crisis. Otra parte fue designada para establecer un pequeño monumento en el pueblo de Boca del Río, dedicado a los niños que habían sido perdidos a través de negligencia, abuso o abandono. En su testamento escribió una carta que solo fue abierta después de su muerte. Estaba dirigida a Sofía y Marco. “Ustedes merecían mejor”, escribió. “Yo merecía ser mejor. Lo siento.”

Pero la historia más compleja es la de Elena García, una trabajadora social del hospital donde nacieron los gemelos. Elena fue la que recomendó que se hiciera una evaluación psicológica de Magdalena. Elena fue la que notó que algo estaba profundamente mal. Elena fue la que intentó hacer las cosas correctas dentro de un sistema que no estaba diseñado para hacer lo correcto.

Elena trabajaba en el departamento de bienestar social del Hospital Ángeles de Veracruz, un puesto que la pagaba miserablemente y la exponía a la miseria humana en todas sus formas. Ella tenía 39 años cuando Magdalena llegó al hospital. Elena había trabajado en ese departamento durante 11 años. Había visto a cientos de madres en crisis y había aprendido a reconocer los signos de depresión severa, ansiedad o disociación.

Cuando Elena vio a Magdalena por primera vez, sintió una alarma interna inmediatamente. La forma en que se movía como si estuviera en un trance, la forma en que no hacía contacto visual, la forma en que respondía a preguntas sobre cómo se sentía con monosílabos casi inaudibles. Elena hizo todo lo que se suponía que debía hacer. Llenó los formularios, hizo la recomendación, esperó a que el sistema funcionara, pero el sistema no funcionó. La derivación a un psiquiatra se perdió en los archivos. Cuando Elena hizo seguimiento, le dijeron que no había fondos, que los psiquiatras del hospital estaban demasiado ocupados, que podía intentar el IMSS, pero ellos también estaban saturados.

Elena escribió una segunda recomendación. Luego una tercera, pero cada una desapareció en el limbo burocrático. Cuando Magdalena fue dada de alta del hospital, Elena intentó una última cosa. Visitó a Magdalena en su casa dos semanas después del alta. La casa era horrible, estaba oscura, olía a suciedad y desesperación. Los bebés lloraban sin parar. Magdalena estaba sentada en una silla mirando a la nada, sosteniendo una botella vacía de mezcal en la mano.

Elena sabía que estaba viendo un crimen en progresión, que los bebés corrían peligro. Intentó contactar a protección a menores. Le dijeron que no había suficiente evidencia, que necesitaban reportes más concretos, que necesitaban documentación. Elena continuó intentando durante semanas, hizo llamadas, escribió reportes, pero todo se movía lentamente, demasiado lentamente. Y luego simplemente se dio por vencida, o más bien fue vencida por un sistema que no estaba diseñado para salvar a personas, sino para procesar papeleo.

Cuando se descubrieron los cuerpos, Elena fue una de las personas más devastadas. No solo porque los bebés habían muerto, sino porque ella sabía exactamente cuándo y dónde el sistema había fallado. Sabía precisamente dónde se podría haber intervenido. Sabía que su voz no había sido lo suficientemente fuerte, su insistencia no lo suficientemente urgente, su documentación no lo suficientemente completa para forzar al sistema a actuar.

Elena se sumergió en el activismo, se unió a organizaciones que trabajaban para mejorar los servicios de salud mental en México. Dio conferencias sobre el caso de Magdalena, aunque los nombres fueron cambiados por privacidad. Escribió artículos académicos sobre las grietas en el sistema de protección infantil, pero nada de esto alivió la culpa que sentía.

En 2014, dos años después del descubrimiento de los cuerpos, Elena solicitó una excedencia. Le dijeron que podía tomar un sabático de 6 meses. Lo tomó y nunca regresó. Simplemente no pudo volver a ese hospital, a ese sistema que continuaba fallando a sus ciudadanos más vulnerables. Elena se mudó a la Ciudad de México y trabajó como consultora independiente para organizaciones de derechos humanos. Viajaba por todo el país dando charlas, trabajando con gobiernos locales para mejorar sus sistemas de protección infantil. Su trabajo salvó probablemente a cientos de niños en los años que vinieron, pero ella nunca se lo perdonó a sí misma, nunca creyó que lo suficiente era suficiente.

Cuando Arturo Mendoza escribía su libro, pasó casi tanto tiempo entrevistando a Elena como a Magdalena misma. Elena le contó detalles que nunca habría contado a nadie acerca de cómo se sentía culpable no solo por los gemelos, sino por todos los demás casos que no pudo resolver, por todas las madres desesperadas que había visto a lo largo de los años, por todas las veces que el sistema le había fallado y ella lo había sabido y no había podido hacer nada al respecto.

Arturo escribió que Elena era tan víctima del sistema como Magdalena, que la tragedia no era creada por un solo acto de una persona quebrantada, sino por un ecosistema completo de fracaso institucional, negligencia y negligencia deliberada.

La publicación del libro en 2015 catalizó cambios reales. Los críticos de Arturo fueron vocales, pero sus argumentos fueron ahogados por la evidencia que presentó. Los políticos, queriendo parecer que se importaban, asignaron fondos para mejorar los servicios de salud mental. Se contrataron más trabajadores sociales, se implementaron protocolos de seguimiento para madres postparto. No fue perfecto, pero fue algo.

Elena continuó su trabajo de advocacía hasta que se retiró en 2020. Cuando se retiró, recibió múltiples premios por su trabajo en derechos humanos. Asistió a las ceremonias con una sonrisa, pero sus ojos permanecían tristes. Alguien que la conocía bien le preguntó una vez si alguna vez se había perdonado a sí misma por no haber salvado a los gemelos. Elena respondió: “No, y no creo que nunca lo haga. La tragedia es que no debería haber tenido que ser yo quien los salvara. Deberían haber sido salvados por un sistema que estaba supuestamente diseñado para protegerlos.”

La historia de Sofía y Marco no terminó con su entierro. Sus nombres comenzaron a aparecer en peticiones de cambio legislativo. Se convirtieron en símbolos de la necesidad de reforma. En 2017 se aprobó una ley en Veracruz que requería que los hospitales hicieran evaluaciones psicológicas de seguimiento para todas las madres en el postparto y que establecieran líneas de comunicación directa con servicios de protección infantil. No fue nombrada así, pero la gente sabía que era la “ley de Sofía y Marco”.

Otras historias emergieron después. Otras madres que habían estado en situaciones similares, que habían sido falladas por el sistema, pero que habían sido rescatadas por trabajadores sociales particularmente diligentes o por familias que finalmente intervinieron. La historia de Magdalena no fue única, simplemente fue la historia que finalmente fue expuesta, que finalmente generó suficiente presión mediática para que alguien actuara.

Pero la tragedia más profunda es que incluso después de todos estos cambios, después de todas estas reformas, después de que el caso de Magdalena fue ampliamente conocido, la realidad es que sistemas similares continuaban fallando a personas similarmente vulnerables en todo México, en Guerrero, Chiapas, Oaxaca, en cada rincón del país donde la pobreza era severa y los recursos de salud mental prácticamente inexistentes.

En un documental producido en 2019, un académico de la UNAM señaló que los casos como el de Magdalena no eran aberraciones, eran síntomas de una patología más grande en la sociedad. Que mientras hubiera mujeres pobres dando a luz sin acceso a cuidado psicológico adecuado, mientras hubiera un estigma social tan profundo alrededor de la enfermedad mental que las personas preferían esconder sus síntomas antes que buscar ayuda, mientras hubiera un sistema de bienestar infantil fragmentado que operaba sin coordinación entre agencias, continuaría habiendo más tragedias como la de Sofía y Marco.

Lo irónico es que Magdalena misma, en una de sus últimas entrevistas antes de morir en la cárcel, expresó exactamente esto. Cuando se le preguntó si creía que su caso había causado cambios positivos, respondió: “Espero que sí, pero sé que no son suficientes porque la gente que más lo necesita, la gente como yo, aún no tiene acceso a ayuda. Sigue siendo más fácil ir a la cárcel que obtener terapia en este país.”

Esa observación fue citada en múltiples artículos académicos. Se convirtió en un resumen de la falla más fundamental del caso. No que Magdalena cometiera actos horribles, sino que lo hizo en un vacío donde nadie estaba observando, donde nadie podía intervenir, donde el sistema simplemente no existía.

Los gemelos, Sofía y Marco, murieron en 2001. Fueron descubiertos en 2012. Once años de silencio, de tierra húmeda y oscuridad, de separación del mundo que no los conocería, que no estaría presente en sus vidas porque simplemente no tenían vidas que vivir. Su legado, si es que podemos llamarlo así, es la lección brutal de que una sociedad es juzgada no por cómo trata a sus miembros más fuertes, sino por cómo protege a sus más vulnerables. Y México, en el momento en que Sofía y Marco fueron enterrados, fallaba fundamentalmente esa prueba.

El Dr. Héctor Villarreal fue el obstetra que atendió el parto de Magdalena. Tenía 58 años cuando sucedió el incidente con los gemelos y llevaba 32 años entregando bebés en Veracruz. Había visto de todo, partos complicados, madres adolescentes, familias deshechas, pobreza extrema, pero lo que lo caracterizaba era una cierta dureza profesional que le permitía separar sus emociones del trabajo. Los bebés llegaban, él hacía su parte y luego se iban. No era su responsabilidad lo que sucediera después.

Cuando Héctor se enteró de que los gemelos que había traído al mundo habían sido enterrados, algo dentro de él se quebró. No inmediatamente. Primero, como muchos otros, intentó justificarlo. No era su culpa. Él había hecho su trabajo. Los bebés estaban sanos. El problema era de Magdalena, de su mente, no de la medicina. Pero esa racionalización no duró mucho.

Comenzó a revivir el parto una y otra vez. Recordaba la forma en que Magdalena gritaba, no como gritan típicamente las madres en trabajo de parto, con dolor, con esfuerzo, sino con algo más profundo. Era un grito de alguien que sabía que algo terrible estaba pasando, no solo en su cuerpo, sino en su mente. Héctor había ignorado eso. Había asumido que era solo dolor.

Después del descubrimiento, Héctor fue interrogado por la policía. Le preguntaron si había notado algo inusual. Respondió, honestamente, que no. Pero eso era una mentira. Había notado, no había querido verlo, pero lo había notado. La forma en que Magdalena no hacía contacto visual, la forma en que sus respuestas a preguntas simples eran monosílabos, la forma en que cuando le mostraron a los bebés después del parto, ella no sonrió, no hizo nada, simplemente los miró como si fueran objetos extraños que alguien más había dejado en la habitación.

Héctor consideró dejar la medicina. Pasó dos años sin dormir adecuadamente, tomando pastillas para dormir que lo dejaban en un estado de semiconciencia donde los gemelos lo visitaban en sus sueños. Los veía en tumbas de tierra, los oía llorar, se despertaba gritando.

En 2014, Héctor fue diagnosticado con cáncer de próstata. No era el tipo de cáncer que típicamente mata a alguien rápidamente, pero él decidió no someterse a quimioterapia, simplemente decidió dejar que el cáncer hiciera su trabajo. Sus colegas le rogaban que reconsiderara, pero Héctor sabía que esto era su castigo, que de alguna forma lo merecía.