Cuando la pequeña voz me preguntó si yo también estaba perdido, supe que esa

niña de apenas 5 años había visto algo en mí que yo llevaba años negando. Hola,

queridos amigos. Antes de continuar con esta historia que les va a emocionar

hasta las lágrimas, déjenme un comentario diciéndome desde qué país nos

están viendo. Y si aún no están suscritos a nuestro canal, por favor, denle al botón de suscribirse porque

aquí les traemos las historias más conmovedoras que no encontrarán en

ningún otro lugar. Ahora sí, continuemos con esta historia que les va a cambiar

la perspectiva de la vida. Roberto Mendoza revisó su teléfono por décima

vez en los últimos 5 minutos. La terminal del aeropuerto internacional de

Ciudad de México se extendía ante él como un laberinto de vidrio y acero,

repleta de viajeros apresurados que corrían de un lado a otro sin siquiera mirarse entre sí. A sus 38 años, Roberto

había recorrido medio mundo cerrando negocios, firmando contratos millonarios, construyendo un imperio

empresarial que le había costado todo lo que realmente importaba. Llevaba un

traje italiano de corte impecable, color azul marino, una camisa blanca

almidonada y una corbata de seda que probablemente costaba más que el salario

mensual de muchas familias. Su reloj suizo brillaba bajo las luces fluorescentes del aeropuerto, un

recordatorio constante de su éxito y de su vacío. Habían pasado exactamente 22

días desde que Mariana había empacado sus maletas y se había ido de la casa

que compartieron durante 8 años, 22 días desde que ella le dijo mirándolo a los

ojos con una mezcla de tristeza y resignación, que ya no podía seguir

amando a un fantasma, porque eso era lo que él se había convertido, un fantasma

que aparecía ocasionalmente en su propia casa, siempre con la mente en otro

lugar, siempre revisando correos electrónicos, siempre respondiendo

llamadas urgentes que según él no podían esperar. Mariana se había cansado de

esperar. Se había cansado de celebrar cumpleaños sola, de asistir a reuniones

familiares sin su esposo, de explicarle a todo el mundo que Roberto estaba

ocupado, muy ocupado, siempre muy ocupado, construyendo un futuro que ella

no quería compartir con él. Y lo peor de todo, lo que realmente mantenía a

Roberto despierto cada noche en su apartamento de soltero, que parecía más

un hotel de lujo que un hogar, era su hija Valeria, su pequeña Valeria, que

ahora tenía 16 años y que llevaba casi un año sin dirigirle la palabra, más

allá de monosílabos forzados cuando coincidían en la misma habitación.

Valeria, quien cuando era niña corría a sus brazos cada vez que él llegaba a

casa, quien le hacía dibujos que decoraban su oficina, quien creía que su

papá era el hombre más importante del mundo. Esa valeria había desaparecido,

reemplazada por una adolescente que lo miraba con una mezcla de indiferencia y

resentimiento que le partía el alma cada vez que intentaba conectar con ella.

Roberto soltó un suspiro profundo y se aflojó la corbata. En una hora estaría

abordando un vuelo a Monterrey para cerrar un negocio que podría significar la expansión más grande de su empresa.

Debería estar emocionado, debería estar repasando los números, las proyecciones,

las estrategias de negociación, pero lo único que sentía era un cansancio tan

profundo que parecía haberle calado hasta los huesos. Estaba cansado de

hoteles de cinco estrellas que se veían todos iguales. Estaba cansado de escenas

de negocios donde todos sonreían con falsedad mientras calculaban cuánto

podían ganar o perder en la próxima transacción. Estaba cansado de

despertarse sin saber en qué ciudad estaba. Estaba cansado de vivir una vida

que desde afuera parecía perfecta, pero que por dentro estaba completamente

vacía. Se recargó en uno de los asientos de la sala de espera, mirando sin ver a

la multitud que pasaba frente a él. Familias con niños, parejas de ancianos

tomados de la mano, grupos de jóvenes riendo y tomándose fotografías. Todo el

mundo parecía tener a alguien. Todo el mundo, excepto él. cerró los ojos por un

momento, permitiéndose sentir el peso de su soledad, cuando una voz pequeña y

temblorosa lo sacó de sus pensamientos. Disculpe, señor, ¿usted también está

perdido? Roberto abrió los ojos y miró hacia abajo. Frente a él había una niña

que no podía tener más de 5 años. Tenía el cabello castaño oscuro recogido en

dos coletas despeinadas y sus grandes ojos color miel estaban llenos de

lágrimas a punto de desbordarse. Vestía un vestido rosa con estampado de

mariposas, zapatos blancos con luces que parpadeaban cuando caminaba y cargaba

una mochila pequeña en forma de unicornio que parecía casi tan grande como ella. En su mano derecha sostenía

con fuerza un peluche de conejo bastante gastado, como si fuera su ancla en medio

de la tormenta. La pregunta de la niña golpeó a Roberto con una fuerza inesperada. perdido. Sí, estaba perdido.

Completamente perdido. No en el sentido literal de no saber dónde estaba

físicamente, sino perdido en todos los sentidos que realmente importaban,

perdido en una vida que había construido con tanto esfuerzo, pero que no lo hacía

feliz. Perdido en un camino que lo había alejado de todo lo que amaba. Perdido en

la oscuridad de su propio éxito vacío, Roberto se agachó lentamente hasta

quedar a la altura de la pequeña. Sus rodillas protestaron ligeramente, un