Anatomía de la Fe Absoluta: Cómo dos sacerdotes construyeron una cámara de tortura teológica en Oaxaca (1877) y otros dos horrores olvidados de México y España

El registro histórico a menudo deja fragmentos: papeles amarillentos, informes archivados y testimonios susurrados que, al unirse, revelan relatos tan horribles que desafían la naturaleza misma de la fe y el amor humanos. No se trata de historias de violencia indiscriminada, sino de un horror meticuloso, casi teológico, impulsado por la convicción, la obsesión y el poder absoluto del silencio.

Los sucesos que se desarrollaron en San Casimiro de las Nieves, Oaxaca, en 1877, representan una escalofriante convergencia de fanatismo religioso y autoridad desmedida, una historia casi eclipsada por el caos del México del siglo XIX. Mientras tanto, en Granada, España, en 1899, una viuda vivió un amor que trascendió la muerte con una dedicación aterradora. Finalmente, la desesperación bañada por el sol de Veracruz en 1789 atrapó a dos amantes en un brutal giro del destino.

Los Hermanos Belarde y la Bodega de la Eterna Penitencia

En las remotas montañas del sur de México, donde la agitación política de la década de 1870 había debilitado la autoridad estatal, dos sacerdotes, los hermanos Padre Augusto y Padre Casimiro Belarde, llegaron a San Casimiro de las Nieves. Enviados a este pueblo de apenas 400 habitantes, rápidamente establecieron una autoridad espiritual absoluta. Los habitantes, ya acostumbrados a una fe inquebrantable, pronto les profesaron a los hermanos una escalofriante mezcla de respeto y temor.

El elemento central de su aterrador ministerio era la característica única de la iglesia: un sótano profundo y oscuro, excavado en la roca viva. Lo primero que hicieron los hermanos Belarde fue exigir las llaves de esta cámara sellada durante mucho tiempo.

Su método comenzaba con el acto sagrado de la confesión. El padre Augusto, el hermano mayor y más intelectual, escuchaba los pecados comunes: adulterio, robo, envidia. Pero no otorgaba la absolución inmediata. En cambio, citaba al penitente a una “sesión privada” en la sacristía, alegando que el pecado requería una reflexión más profunda.

El patrón de horror comenzó a finales de 1877: los hombres que acudían a estas sesiones privadas jamás regresaban. El primero fue Teodoro Aguirre, un minero conocido por su temperamento violento. Fue a confesarse un sábado por la noche y simplemente desapareció. Los Belardes justificaron las desapariciones con mentiras plausibles: Teodoro había huido por la culpa; otros se habían ido a monasterios lejanos o a enfrentar la justicia en Oaxaca. En el remoto San Casimiro, donde los sacerdotes eran la única ley, su palabra se aceptaba, aunque con temor.

Pero el silencio no podía ocultarlo todo. Los vecinos comenzaron a oír extraños ruidos por la noche: gemidos, golpes sordos, el chirrido de metal contra la piedra, y un penetrante y dulce olor a cal y algo quemado. Los hermanos restaron importancia a los ruidos, atribuyéndolos a “reparaciones” en los cimientos del sótano. La gente, aterrorizada ante la posibilidad de lo contrario, prefirió creer la mentira.

La verdad comenzó a desvelarse en abril de 1878 con la visita inesperada del Padre Provincial Ignacio Maldonado. Inspector meticuloso, Maldonado insistió en ver el sótano. Los Belardes se resistieron, alegando riesgos para la seguridad, pero Maldonado se mantuvo firme. Lo que vio al bajar los siete escalones de piedra quedó registrado en su informe, aunque las páginas centrales fueron arrancadas posteriormente.

La primera frase, por sí sola, consolidó el horror: “Lo que he visto en este lugar no puede ser obra de hombres de Dios. Ruego que esta parroquia sea clausurada inmediatamente…”. El Padre Maldonado murió misteriosamente tres semanas después. Su diario contenía una sola palabra, repetida veinte veces en lo que posteriormente se determinó que no era tinta, sino sangre: penitencia.

La “Cirugía Espiritual” al Descubierto
La magnitud total y macabra de las actividades de los hermanos no se reveló hasta 1924, cuando soldados del gobierno llegaron para expropiar propiedades de la iglesia. El informe militar, clasificado durante décadas, describía el sótano: estructuras de hierro incrustadas en las paredes, cadenas, grilletes y una mesa central de piedra tallada con canales que convergían en un desagüe. El análisis confirmó que las manchas oscuras en el suelo eran sangre humana de más de 40 años de antigüedad.

Un hallazgo crucial fue el diario oculto del Padre Augusto, encontrado en la residencia de los sacerdotes. Su elegante caligrafía no detallaba sadismo, sino una teología fanática: “La verdadera penitencia no es oración… La verdadera penitencia es sufrimiento físico, sangre, la carne sometida al fuego purificador”. Los hermanos creían sinceramente que estaban realizando una “cirugía espiritual”, destruyendo el cuerpo —la “prisión del alma”— para liberar el espíritu. Los gritos de los hombres, torturados con herramientas, cadenas y sumergidos en agua helada, eran interpretados por ellos como plegarias.

No todos murieron; algunos regresaron, a quienes los Belardes llamaban “los purificados”. Estos sobrevivientes —como Crisanto López, el minero— volvieron traumatizados, mudos o incoherentes, y finalmente murieron por suicidio o enfermedades inexplicables. López, antes de arrojarse por un precipicio, dijo que los sacerdotes eran los “guardianes del infierno”.

A finales de 1878, San Casimiro era un pueblo fantasma sumido en un silencio sepulcral. La última escapada