Era Juana, la cocinera de la hacienda, una mujer mayor que había servido a la familia incluso antes de que la madre de las jóvenes falleciera. Llevaba un pequeño bulto de tela.

“Niña Magdalena”, susurró, sus ojos moviéndose nerviosamente hacia la puerta cerrada. “No hay tiempo. El doctor y su padre… están locos.”

Magdalena se aferró a los barrotes de la puerta improvisada. “¿Mis hermanas? ¿Qué les han hecho?”

“Aún nada grave”, dijo Juana, pasándole el bulto. Dentro había un trozo de pan, un frasco de agua y, envuelto en un paño, un pesado llavero de hierro. “Están encerradas en su habitación, pero el doctor Morales se prepara para iniciar su ‘tratamiento’ al amanecer. Va a empezar con la señorita Soledad, para ‘prepararla’ para la boda.”

El terror dio paso a una furia fría en Magdalena. “¿Qué llave es esta?”

“Abre el consultorio del doctor. La robé mientras cenaban”, explicó Juana. “Voy a causar una distracción. Prenderé fuego a unos fardos de paja secos cerca de los establos. Cuando los peones corran hacia allí, será su única oportunidad. Salga de aquí, libere a sus hermanas y huyan. Vayan al norte, hacia el río. Dios la guarde.”

Antes de que Magdalena pudiera responder, Juana desapareció en la oscuridad del pasillo superior. Magdalena esperó, su corazón latiendo contra sus costillas. Pasaron minutos que parecieron una eternidad, hasta que un grito distante rompió el silencio: “¡FUEGO! ¡FUEGO EN LOS ESTABLOS!”

Escuchó el estrépito de botas pesadas corriendo por el piso de arriba y luego por el patio. El guardia que custodiaba el sótano gritó algo ininteligible y también corrió hacia el tumulto.

Magdalena probó las llaves. La tercera giró en la cerradura.

Abrió la puerta con sigilo y corrió, descalza, por los pasillos fríos de la casa grande. No fue a la habitación de sus hermanas; sabía que los guardias restantes estarían allí o protegiendo la entrada principal. Tenía que detener al doctor Morales en su origen.

Llegó a la puerta del consultorio. Usando la llave que Juana le dio, la abrió.

La escena que la recibió heló su sangre. La habitación estaba iluminada por varias lámparas de aceite. El doctor Morales, con una bata blanca manchada, estaba de espaldas a ella, preparando una serie de jeringuillas sobre una bandeja de metal. Don Emilio estaba sentado en una silla en la esquina, fumando un cigarro, observando la escena con aprobación.

Y sobre la camilla de exploración, atada de muñecas y tobillos, estaba Soledad. Estaba pálida, pero sus ojos ardían de terror y desafío.

“Este primer tratamiento asegurará que acepte su nuevo estado civil con la debida… docilidad”, explicaba Morales, seleccionando una jeringa llena de un líquido espeso y oscuro.

“¡NO!”, gritó Magdalena, irrumpiendo en la habitación.

Los dos hombres se giraron, sorprendidos. Don Emilio se puso de pie de un salto, su rostro enrojecido por la ira. “¡Insolente! ¿Cómo te atreves? ¡Tomás!”

“Tomás está ocupado, padre”, dijo Magdalena, buscando frenéticamente un arma.

“No importa”, dijo Morales con una sonrisa torcida, levantando la jeringa preparada. “Has decidido ser la primera. Qué apropiado.”

Avanzó hacia ella. Magdalena retrocedió, sus ojos fijos en la aguja. Don Emilio se movió para bloquearle la salida. Estaba atrapada.

Mientras Morales levantaba el brazo para inyectarla, Magdalena agarró lo único que tenía a mano en el escritorio: un pesado tintero de cristal. Con todas sus fuerzas, lo arrojó a la cara del médico.

Morales gritó de dolor cuando el tintero golpeó su sien y la tinta oscura lo cegó. Dejó caer la jeringa, que se hizo añicos en el suelo. Don Emilio se abalanzó sobre Magdalena, agarrándola por el cabello. “¡Pagarás por esto, maldita!”

Pero el grito de Morales y el estruendo de la lucha habían alertado a Soledad. Con un esfuerzo sobrehumano impulsado por la adrenalina, rompió una de las correas de cuero que sujetaban su muñeca. Mientras Don Emilio luchaba con Magdalena, Soledad se incorporó y agarró la bandeja de metal donde Morales tenía el resto de sus instrumentos.

Con un grito desgarrador, golpeó a su padre en la parte posterior de la cabeza con el borde de la bandeja.

Don Emilio se tambaleó, aturdido, y soltó a Magdalena. Se volvió hacia Soledad, con los ojos desorbitados por la incredulidad. “Tú…”

El doctor Morales, limpiándose la tinta de los ojos, vio su oportunidad. Sacó un pequeño bisturí de su bolsillo y se lanzó hacia Soledad.

Magdalena actuó por instinto. Se interpuso entre su hermana y el médico. El bisturí se hundió profundamente en su antebrazo mientras lo levantaba para protegerse. El dolor fue cegador, pero no la detuvo. Con la otra mano, agarró la jeringa más grande de la bandeja caída, la que Morales había llamado el “tratamiento definitivo”.

Sin dudarlo, hundió la aguja en el cuello del doctor Morales y apretó el émbolo hasta el fondo.

Joaquín Morales se congeló. Sus ojos se abrieron con horror. Un gorgoteo salió de su garganta y se desplomó en el suelo, convulsionando brevemente antes de quedar inmóvil.

Un silencio sepulcral llenó la habitación, roto solo por la respiración agitada de las hermanas. Don Emilio las miraba fijamente, su ira reemplazada por una conmoción vacía.

En ese momento, la puerta se abrió de golpe. Eran Carmen, Isabel y la pequeña Rosario, quienes habían forzado la puerta de su habitación en medio de la confusión del incendio.

Vieron a Magdalena sangrando, a Soledad libre pero temblando, al doctor Morales muerto en el suelo y a su padre, derrotado.

“Se acabó, padre”, dijo Magdalena, su voz temblando por el dolor y el alivio, mientras se apretaba la herida del brazo.

 

El Final

 

Don Emilio Castellanos, quebrado por la rebelión de sus hijas y la muerte de su cómplice en su propia casa, sufrió un colapso mental esa misma noche. Nunca recuperó la autoridad ni la cordura. Pasó el resto de sus días como una sombra en la hacienda, observado pero ya no temido, un prisionero de los mismos muros que había usado para encarcelar a sus hijas.

Magdalena asumió el control de la Hacienda El Lirio. Su primera acción fue quemar el consultorio del doctor Morales y todos sus “tratamientos”. Con la ayuda de Juana, cuidó de sus hermanas, asegurándose de que la libertad que habían ganado nunca les fuera arrebatada.

Soledad nunca se casó contra su voluntad. Ella, Carmen, Isabel y Rosario finalmente tuvieron la oportunidad de elegir sus propios destinos. La hacienda, que una vez fue un símbolo de opresión y oscuridad, se convirtió lentamente, bajo el liderazgo de Magdalena, en un hogar donde las cinco hermanas finalmente pudieron sanar y ser libres.