El médico del orfanato embarazaba a sus pacientes para crear niños monstruos. Hidalgo, México. 1949. El orfanato de San Cristóbal se alzaba en las afueras de Pachuca, donde las calles empedradas terminaban y comenzaban los caminos de tierra que serpenteaban entre cerros áridos.
Era un edificio de dos plantas construido durante el porfiriato, con muros de cantera rosa que el tiempo había oscurecido hasta convertirlos en un gris enfermizo. Las ventanas altas y estrechas parecían ojos entrecerrados vigilando el valle. Y en las tardes, cuando el viento descendía de la sierra de Pachuca, los postigos de madera golpeaban contra los marcos, produciendo un sonido hueco que los niños del pueblo llamaban el llanto de las paredes.
Era noviembre de 1949 y México vivía los últimos meses del gobierno de Miguel Alemán Valdés. En Pachuca, las calles principales comenzaban a llenarse de automóviles Ford y Chevrolet, que convivían con carretas tiradas por mulas. Las radios transmitían música de Pedro Infante y Jorge Negrete desde ventanas abiertas. Pero en el orfanato de San Cristóbal, el silencio era una presencia constante, interrumpido apenas por las oraciones vespertinas de las hermanas de la caridad que administraban el lugar.
El Dr. Aurelio Mendizábal llegó al orfanato en marzo de ese año. Era un hombre alto de unos 45 años, con el cabello prematuramente cano peinado hacia atrás con brillantina. Vestía siempre trajes oscuros, impecables, a pesar del polvo que cubría todo en aquella región minera.
Llevaba consigo un maletín de cuero gastado que nunca dejaba fuera de su vista y hablaba con una voz suave, casi paternal, que hacía que las hermanas bajaran la guardia. La madre superior, Sor Guadalupe, lo recibió con la gratitud propia de quien lleva años rogando por ayuda. El orfanato albergaba a 32 niños y adolescentes, la mayoría huérfanos de mineros muertos en derrumbes o de mujeres que habían fallecido en el parto.
La atención médica era escasa y las enfermedades se propagaban con facilidad entre aquellos muros húmedos. Dr. Mendizábal, es usted una bendición del cielo”, le dijo Sor Guadalupe mientras lo conducía por el pasillo principal, donde el olor a cera de vela se mezclaba con el de ropa mojada. “Los niños necesitan tanto cuidado médico y nosotras apenas podemos ofrecerles remedios caseros.
” El doctor sonríó, una sonrisa que no alcanzaba sus ojos grises. Hermana, mi vocación es servir a los más necesitados. Estos niños merecen toda la atención que la ciencia moderna puede ofrecer. Antes de continuar con esta historia, me gustaría invitarte a que te suscribas a nuestro canal si aún no lo has hecho y déjanos un comentario diciéndonos desde qué parte del mundo nos estás escuchando.
Tu apoyo nos ayuda a seguir trayéndote estas historias que exploran los rincones más oscuros de nuestra historia. El consultorio que le asignaron estaba en el segundo piso, una habitación que antes había sido el despacho del director anterior. Tenía vista hacia el cementerio del pueblo, donde las cruces de madera se inclinaban en ángulos extraños sobre la tierra pedregosa.
El doctor colocó sus instrumentos con meticulosa precisión, un estetoscopio, frascos de cristal con líquidos transparentes, jeringas de vidrio y varios cuadernos de tapas duras con anotaciones en una letra menuda y apretada. Durante las primeras semanas, su comportamiento fue intachable. Atendió casos de tosferina, sarampión, desnutrición.
curó infecciones con las nuevas sulfamidas que comenzaban a llegar desde la capital. Los niños le temían un poco, como temen todos los niños a los médicos, pero también lo respetaban. Las hermanas lo consideraban un hombre santo, especialmente cuando rechazó el salario completo que la diócesis le ofrecía. Con la mitad es suficiente, les dijo. El resto puede usarse para mejorar las condiciones del orfanato.
Pero había algo en el doctor Mendizábal que perturbaba a Rosa Martínez, la cocinera del orfanato. Rosa era una mujer de 40 años, viuda de un minero, con manos curtidas por el trabajo y una intuición aguda que había heredado de su abuela curandera. Ella notó como el doctor observaba a las niñas mayores, aquellas que estaban a punto de convertirse en mujeres.
Su mirada no era lasciva en el sentido convencional, sino algo más inquietante. Era la mirada de un naturalista estudiando especímenes. “Hay algo raro en ese hombre”, le comentó Rosa a su hermana Luz una tarde de abril mientras pelaban papas en la cocina. La forma en que mira a las muchachas, como si estuviera viendo a través de ellas.
Luz que limpiaba en el orfanato tres veces por semana, se encogió de hombros. Es médico, Rosa. Así miran los médicos. Ven cuerpos, no personas. No, no es eso. Es diferente. Las primeras desapariciones comenzaron en mayo. No eran desapariciones en el sentido estricto, sino ausencias explicadas. Mercedes Flores, una muchacha de 15 años que había llegado al orfanato tras la muerte de su madre en un incendio, fue enviada a recibir tratamiento especial en una habitación del sótano que el doctor había acondicionado como área de recuperación.
Según Sor Guadalupe, Mercedes sufría de nervios femeninos, un diagnóstico vago que se aplicaba a cualquier comportamiento considerado inadecuado en una joven. Mercedes bajó al sótano una mañana de mayo y no volvió a subir durante tres semanas. Cuando finalmente reapareció, estaba pálida, delgada, con ojeras profundas y una mirada ausente que asustó a los otros niños. No hablaba de lo que había sucedido allí abajo.
Cuando Rosa intentó preguntarle, Mercedes se echó a llorar y huyó. “Le están dando medicinas muy fuertes”, explicó el doctor cuando Rosa expresó su preocupación. El tratamiento requiere aislamiento y descanso absoluto. Pronto estará mejor. Pero Mercedes no mejoró. se volvió retraída, dejó de comer y pasaba horas sentada en la capilla mirando fijamente la estatua de la Virgen.
Sus manos temblaban constantemente y a veces en la noche las otras niñas la escuchaban llorar en su catre, murmurando palabras que no podían entender. En junio, el doctor solicitó más espacio. le dijo a Sor Guadalupe que necesitaba expandir su programa de salud preventiva.
La madre superior, convencida de la santidad del médico, le cedió dos habitaciones más en el sótano. El doctor las equipó con camas de hierro, cortinas blancas que podían correrse para crear compartimentos separados y una serie de estantes donde colocó frascos y más frascos de líquidos que brillaban con un tono ambarino bajo la luz de las velas.
El sótano del orfanato de San Cristóbal era un laberinto de corredores angostos y techos bajos. Había sido construido originalmente como bodega para almacenar alimentos durante el invierno, pero la humedad lo había vuelto inadecuado. Las paredes de piedra sudaban una humedad constante y el aire olía a tierra mojada y a algo más, algo metálico y ligeramente dulce que Rosa no podía identificar.

Para julio, tres niñas más habían sido enviadas al sótano. Todas entre 14 y 16 años, todas por razones que sonaban razonables cuando el doctor las explicaba: anemia severa, tuberculosis incipiente, debilidad constitucional. Las hermanas confiaban en él y cuando los padres adoptivos potenciales preguntaban por estas niñas, se les decía que estaban temporalmente no disponibles por motivos de salud, pero Rosa no podía dejar de preocuparse.
Comenzó a bajar al sótano con excusas, llevando caldo para las pacientes, ofreciendo ayuda con la limpieza. El doctor la recibía siempre con cortesía, pero nunca la dejaba pasar más allá de la primera habitación. Desde el pasillo, Rosa podía escuchar sonidos, gemidos bajos, el tintineo de instrumentos metálicos y a veces muy tarde en la noche, cuando el resto del orfanato dormía, lo que parecían ser cantos o rezos en un idioma que no reconocía. Una tarde de agosto, Rosa encontró a Mercedes en el patio, sentada junto al
pozo seco que ya nadie usaba. La muchacha había adelgazado aún más y su vestido colgaba de su cuerpo como de un perchero. Rosa se sentó a su lado sin decir nada al principio, solo compartiendo el silencio de la tarde calurosa. “¿Qué te hace allá abajo, mi hija?”, preguntó finalmente Rosa con toda la suavidad de que fue capaz.
Mercedes la miró con ojos que parecían demasiado grandes para su rostro. “Nos cuida”, susurró. “Dice que somos especiales, que vamos a crear algo nuevo, algo que el mundo necesita.” ¿Qué cosa, Mercedes? La muchacha negó con la cabeza, las lágrimas rodando por sus mejillas hundidas. No puedo decirlo. Me hizo jurar.
Dice que si hablo el tratamiento no funcionará y entonces entonces seré como las demás, común desperdiciada. ¿Te hace daño? Mercedes tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz era apenas un hilo. Al principio sí, pero luego dice que es necesario, que el dolor es parte de la transformación, que nuestros cuerpos deben adaptarse.
Rosa sintió un escalofrío recorrerle la espalda a pesar del calor agobiante. Esa noche no pudo dormir. en su pequeña casa de adobe al otro lado del camino, se quedó despierta escuchando los sonidos nocturnos, los perros ladrando en la distancia, el viento silvando entre las grietas de las paredes y, muy lejos, desde el orfanato, un grito agudo que se cortó abruptamente.
Al día siguiente, Rosa fue a ver al padre Domingo Rojas, el párroco del pueblo. Era un hombre viejo de casi 70 años que había sido sacerdote en Pachuca desde antes de la revolución. Lo encontró en la sacristía reparando un cáliz abollado. “Padre, necesito hablar con usted sobre el orfanato”, dijo Rosa sin preámbulos. El padre Domingo levantó la vista, sus ojos nublados por las cataratas.
“¿Qué sucede, hija?” Rosa le contó todo. Las niñas en el sótano, los cambios en Mercedes, los sonidos extraños, la forma en que el doctor controlaba el acceso a esa área. El padre escuchó en silencio, sus dedos artríticos jugando con el rosario que siempre llevaba en el bolsillo. “Son acusaciones graves, rosa”, dijo. Finalmente el Dr.
Bendizal viene recomendado por la propia arquidiócesis de México. Estudió en Europa. Tiene credenciales impecables. Pero, padre, además, continuó el padre Domingo levantando una mano para silenciarla. ¿Qué propones que haga? ¿Que acuse a un hombre respetado basándome en los miedos de una cocinera? La iglesia no puede actuar sin pruebas. Rosa salió de la parroquia con un nudo en el estómago.
Sabía que el padre tenía razón en un sentido. Necesitaba pruebas. Pero, ¿cómo conseguirlas cuando el doctor controlaba tan celosamente su dominio? La respuesta llegó de manera inesperada dos semanas después, cuando una de las niñas del sótano, Estela Ramírez, logró escapar.
Estela tenía 16 años y había estado en el sótano durante casi dos meses. Una noche, aprovechando que el doctor había dejado la puerta entreabierta mientras subía a buscar algo, corrió. subió las escaleras como alma que lleva el [ __ ] atravesó el comedor vacío y salió al patio. No se detuvo hasta llegar a la casa de Rosa, donde golpeó la puerta con tal desesperación que despertó a toda la vecindad.
Rosa abrió y encontró a Estela descalza, con el camisón manchado de algo que parecía sangre vieja, temblando incontrolablemente. “Ayúdeme”, gimió. Por favor, no deje que me lleve de vuelta. Rosa la hizo entrar y la sentó junto al fogón, envolviéndola en una cobija. Le preparó té de tila para calmar los nervios.
Estela lloraba sin parar, su cuerpo sacudido por soyosos que parecían venir desde lo más profundo de su ser. ¿Te hizo, mi hija? Dime, ¿qué te hizo ese hombre? Estela levantó la vista. Sus ojos estaban rojos. hinchados, pero en ellos ardía algo más que miedo. Había rabia, una rabia profunda y desesperada. “Nos usa”, dijo con voz ronca.
Dice que está creando una nueva raza, que Dios lo eligió para perfeccionar a la humanidad. Nos inyecta cosas, líquidos que nos queman por dentro y luego luego nos toca, nos examina, nos su voz se quebró, nos hace cosas. ¿Qué cosas, Estela? La muchacha cerró los ojos. Nos embaraza a todas, pero no de manera normal. Usa instrumentos, jeringas.
Dice que está mezclando lo mejor de diferentes especies, creando niños que serán superiores, más fuertes, más inteligentes, niños sin las debilidades de la carne común. Rosa sintió que el mundo se inclinaba a su alrededor. No podía ser verdad. No podía ser. Y las otras niñas. Mercedes perdió el bebé la semana pasada.
El doctor se puso furioso. Dijo que su cuerpo lo había rechazado porque no era lo suficientemente pura. La castigó, la dejó amarrada en la oscuridad durante días. Ana todavía está ahí abajo. Está embarazada de 5 meses. Su vientre, su vientre se mueve de formas raras, Rosa, como si lo que lleva dentro no fuera completamente humano.
Estela se dobló sobre sí misma, vomitando en el suelo de tierra. Rosa la sostuvo acariciándole el cabello mientras la muchacha vaciaba su estómago, vaciaba su terror. “Tenemos que ir con las autoridades”, dijo Rosa, “conidente municipal, con el gobernador, si es necesario. No nos creerán”, soyozó Estela. El doctor tiene papeles, documentos que dicen que somos pacientes psiquiátricas.
dice que tenemos delirios, que inventamos historias. ¿Quién va a creer a una huérfana loca sobre un médico respetado? Tenía razón y Rosa lo sabía. En 1949, en un pueblo minero de Hidalgo, la palabra de un doctor con credenciales europeas valía infinitamente más que la de unas muchachas sin familia y sin nombre.
Pero Rosa no iba a rendirse esa misma noche, después de esconder a Estela en el cuarto trasero de su casa, fue a buscar a su compadre Tomás Huerta, un minero que había trabajado con su difunto esposo y que le debía favores. Tomás era un hombre fornido, de pocas palabras, con manos como palas y un sentido de la justicia forjado en los túneles oscuros de las minas.
le contó todo. Tomás escuchó masticando tabaco, sus ojos entrecerrados. “Hay que entrar al sótano,” dijo finalmente. “Ver con nuestros propios ojos si es verdad lo que dice la muchacha, necesitamos pruebas que nadie pueda negar. ¿Cómo vamos a entrar? El doctor nunca deja esa puerta sin llave.” Tomás escupió el tabaco.
Tengo un primo que trabaja en el orfanato, hace reparaciones. Él puede conseguirnos una llave o romper la cerradura si es necesario. Pasaron dos días planeando. El primo de Tomás, un hombre callado llamado Felipe, les informó que el doctor salía del orfanato todos los jueves por la tarde para ir a Pachuca, donde supuestamente atendía a pacientes privados.
Eso les daría una ventana de dos o tres horas. El jueves siguiente, Rosa, Tomás y Felipe esperaron hasta que vieron al doctor salir en su automóvil negro, un pácar que levantaba nubes de polvo en el camino. Entonces entraron al orfanato por la puerta de la cocina que Rosa tenía derecho a usar. S.
Guadalupe estaba en la capilla dirigiendo el rosario vespertino y la mayoría de las hermanas estaban con ella. Bajaron al sótano con linternas de petróleo. La escalera crujió bajo su peso. El olor los golpeó de inmediato. Ese aroma metálico y dulce que Rosa había percibido antes, pero ahora multiplicado, náuseabundo, mezclado con algo que olía a carne en descomposición y a productos químicos.
La primera habitación estaba vacía, pero en la mesa había instrumentos que Rosa no podía identificar. Pinzas extrañas, jeringas del tamaño de su antebrazo, frascos con líquidos de colores que no existían en la naturaleza. Había cuadernos abiertos con diagramas que mostraban cuerpos humanos o algo parecido a cuerpos humanos con anotaciones en latín y alemán.
siguieron adelante. La segunda habitación tenía tres camas. En dos de ellas yacían muchachas que Rosa reconoció, Ana Cervantes y Dolores Vega. Ambas estaban embarazadas, sus vientres hinchados de manera antinatural, bajo sábanas manchadas. Pero lo que helaba la sangre era el movimiento.
Sus vientres se ondulaban, se estiraban, como si algo dentro de ellas estuviera tratando de salir, presionando contra la piel desde adentro con movimientos que no se parecían a las patadas de un bebé normal. Ana estaba despierta mirando el techo con ojos vidriosos. No reaccionó cuando entraron. Ana”, susurró Rosa acercándose.
“Ana, soy yo, Rosa de la cocina.” La muchacha giró lentamente la cabeza. Su rostro estaba demacrado, con venas azules visibles bajo la piel pálida. Cuando habló, su voz sonaba distante, drogada. “Se mueve todo el tiempo,”, dijo. “Nunca duerme. Puedo sentirlo creciendo, cambiando. No es como debería ser. Puedo sentir que tiene demasiadas partes.
Tomás dio un paso atrás santiguándose. Felipe, que había estado revisando los cuadernos, soltó un gemido ahogado. “Dios santo, murmuró. Miren esto. Les mostró un cuaderno donde el doctor había dibujado con precisión meticulosa lo que parecían ser fetos, pero fetos con anomalías terribles. Extremidades extras, cabezas deformadas, órganos en lugares imposibles.
Había anotaciones al margen. Experimento siete fallido. Exceso de proteína X resultó en malformación craneal. Terminar gestación en semana 20. Experimento 12. Prometedor. Introducción de ADN animal. Produjo mayor densidad muscular. Observar desarrollo postnatal. Rosa sintió que iba a desmayarse. Esto era peor, mucho peor de lo que había imaginado.
El doctor no solo estaba embarazando a estas muchachas, estaba experimentando con ellas tratando de crear qué? monstruos, una nueva especie. Tenemos que sacarlas de aquí”, dijo Tomás ahora mismo. Pero antes de que pudieran moverse, escucharon un sonido que les congeló la sangre, la puerta principal del orfanato abriéndose, pasos en el piso superior.
El doctor había vuelto temprano. Se miraron con pánico. Estaban atrapados en el sótano con las pruebas del horror del doctor a su alrededor, pero sin forma de escapar, sin ser vistos. Los pasos se acercaban a la puerta del sótano. Felipe apagó su linterna de un soplido. Tomás hizo lo mismo. Se quedaron en la oscuridad absoluta, escuchando como la puerta del sótano se abría con un chirrido, escuchando los pasos del Dr.
endizábal descendiendo lentamente las escaleras uno por uno, sin prisa, como si supiera exactamente que había intrusos esperando en la oscuridad. Y entonces su voz, suave y paternal como siempre flotó hacia ellos desde las sombras. Sabía que alguien vendría eventualmente. La curiosidad es una debilidad tan humana, ¿no creen? Pero me temo que ahora que han visto mi trabajo, no puedo dejarlos ir.
El mundo aún no está listo para comprender lo que estoy creando. Ustedes, desafortunadamente tendrán que quedarse. La luz de una linterna poderosa los cegó. Detrás del az brillante, apenas visible, estaba la silueta del Dr. Mendisábal, pero no estaba solo. Con él había dos figuras más. altas y deformes, moviéndose con una torpeza antinatural. Rosa gritó.
El grito de rosa reverberó en las paredes de piedra del sótano, multiplicándose en ecos que parecían venir de todas direcciones. Las dos figuras que acompañaban al doctor se movieron hacia delante con pasos arrastrados y cuando la luz de la linterna las iluminó completamente, Tomás sintió que sus piernas se volvían de plomo. Eran humanos o habían sido humanos alguna vez.
Ahora eran algo diferente. El primero era un joven de quizás 20 años, pero su cuerpo estaba grotescamente distorsionado. Un brazo era el doble de largo que el otro, terminando en una mano con siete dedos que se flexionaban de manera independiente.
Su cabeza se inclinaba en un ángulo imposible, como si el cuello no tuviera la fuerza para sostenerla correctamente, pero lo más horrible eran sus ojos. completamente negros, sin blanco, reflejando la luz de la linterna como los de un animal nocturno. El segundo era más pequeño, quizás una mujer, aunque era difícil determinarlo. Su piel tenía un tono grisáceo y parecía demasiado apretada sobre sus huesos, como si se hubiera encogido después de ser cocida.
caminaba encorbada, sus extremidades moviéndose en ángulos que la anatomía humana no debería permitir. “Permítanme presentarles a mis primeros éxitos”, dijo el Dr. Mendizábal con un tono de orgullo paternal en su voz. “Miguel y Teresa nacieron aquí en este mismo sótano, hace dos años. Sus madres, lamentablemente, no sobrevivieron al parto.
Los embarazos experimentales pueden ser complicados, pero miren a mis hijos, no son magníficos. Felipe comenzó a rezar en voz baja, el Padre Nuestro, saliendo de sus labios en un susurro tembloroso. Tomás empuñó la palanca que había traído para forzar cerraduras, sosteniéndola frente a él como un arma. No se acerquen, advirtió Tomás, su voz más firme de lo que se sentía.
No queremos problemas, doctor. Solo vamos a tomar a estas muchachas y nos iremos. Nadie tiene que salir herido. El doctor se rió. Un sonido bajo y desprovisto de humor. Llevárselas. Oh, mi querido amigo. No comprende la magnitud de lo que estoy logrando aquí. Estas muchachas no son víctimas, son madres de una nueva era. Sus cuerpos están gestando el futuro de la humanidad.
¿Cree que voy a permitir que simples pueblerinos ignorantes destruyan años de investigación? Rosa, recuperando algo de compostura, dio un paso al frente. Lo que está haciendo es una abominación. Estas son niñas, doctor, niñas que confiaron en usted y las está usando como como animales de laboratorio. Animales. El doctor se acercó más y ahora pudieron ver su rostro con claridad.
Estaba tranquilo, casi sereno, con la expresión de alguien explicando algo obvio a niños tontos. No, Rosa, las estoy elevando. La humanidad está estancada. infectada con debilidades genéticas que nos condenan a la mediocridad, enfermedades, fragilidad, estupidez. Pero yo he encontrado la manera de corregir estos defectos.
He estudiado durante 20 años, primero en Alemania antes de la guerra, luego en América del Sur. He aprendido secretos que la ciencia convencional ni siquiera imagina. ¿Qué secretos?, preguntó Felipe sin poder contener su mórbida curiosidad. ¿Qué demonios les está haciendo a estas muchachas? El doctor se volvió hacia él, sus ojos grises brillando con un fervor casi religioso.
Hibridación genética, combinación de ADN humano con el de animales superiores en ciertos aspectos. El águila ve ocho veces mejor que nosotros. El oso tiene una fuerza tres veces superior. El tiburón no conoce el cáncer. ¿Por qué no debería la humanidad heredar estas ventajas? Todo lo que necesito es un útero receptivo y los compuestos químicos correctos para facilitar la fusión celular.
Tomás negó con la cabeza la incredulidad y el horror luchando en su expresión. Está loco, completamente loco. Loco. El doctor sonrió. Eso es lo que le dijeron a Galileo, a Darwin, a todos los visionarios. Pero el tiempo me dará la razón cuando mis creaciones demuestren su superioridad, cuando el mundo vea lo que he logrado.
No terminó la frase, porque Tomás se lanzó hacia adelante con un grito, blandiendo la palanca hacia la cabeza del doctor. Pero Miguel, la criatura de brazos desiguales, se movió con una velocidad sorprendente. Su brazo largo se disparó como un látigo agarrando la palanca en el aire y arrancándosela de las manos a Tomás con una fuerza brutal.
Teresa se movió hacia Rosa, emitiendo un sonido gutural que podría haber sido una palabra o simplemente un gruñido. Rosa retrocedió tropezando con una silla y cayendo al suelo. La criatura se cernió sobre ella y Rosa pudo ver que su boca estaba llena de dientes, demasiados dientes, creciendo en filas irregulares. No les hagan daño”, ordenó el doctor. “Solo conténganlos”.
Felipe aprovechó la distracción para correr hacia las escaleras, pero Miguel lo interceptó moviéndose con esa velocidad antinatural. Lo agarró con su mano de siete dedos y lo lanzó contra la pared como si fuera un muñeco de trapo. Felipe golpeó la piedra con un crujido horrible y se desplomó. Inconsciente o muerto, era imposible saberlo. En la cama, Ana comenzó a gritar.
Su vientre se convulsionaba violentamente, la piel estirándose hasta parecer transparente. Algo dentro de ella estaba tratando de salir, empujando contra su cuerpo desde adentro con una urgencia frenética. Oh, fascinante”, murmuró el doctor, abandonando momentáneamente a sus prisioneros para acercarse a la cama. “El estrés está acelerando el parto.
Esto es inesperado, pero bienvenido.” Llevaba semanas esperando que este espécimen madurara. Se volvió hacia Rosa y Tomás, que estaban ahora acorralados contra la pared por Miguel y Teresa. Ustedes dos tendrán el privilegio de presenciar un nacimiento, el nacimiento del experimento 23, que si mis cálculos son correctos, será mi logro más grande hasta ahora. Una combinación perfecta de humano y depredador.
Ana gritaba sin parar, su cuerpo arqueándose en la cama. Dolores en la cama contigua, había despertado y observaba con ojos dilatados por el terror. Las hermanas del orfanato arriba seguramente podían escuchar los gritos, pero el doctor había instalado cerraduras especiales en las puertas del sótano para cuando lograran abrirlas, si es que lo intentaban, sería demasiado tarde.
El doctor se puso unos guantes de goma y se inclinó sobre Ana, examinándola con manos expertas a pesar de los gritos de la muchacha. Rosa intentó apartar la mirada, pero no pudo. Era como observar un accidente horrible, pero imposible de ignorar. Ya casi está, dijo el doctor. Puedo ver la cabeza. Oh, sí.
La estructura craneal es exactamente como la diseñé. Teresa, tráeme las pinzas. Las grandes. Teresa obedeció soltando a Rosa momentáneamente para rebuscar entre los instrumentos. Rosa aprovechó para arrastrarse hacia Felipe, quien gemía débilmente. Estaba vivo, gracias a Dios, pero tenía sangre brotando de una herida en la cabeza. Tomás, aún vigilado por Miguel, susurró, “Tenemos que hacer algo.
No podemos dejar que esto continúe.” Pero, ¿qué podían hacer? Estaban desarmados, superados, y esas criaturas que el doctor había creado eran más fuertes y rápidas que cualquier humano normal. Rosa buscó desesperadamente algo, cualquier cosa que pudiera usar como arma. Sus ojos se posaron en los frascos de químicos en los estantes.
Ana soltó un último grito desgarrador y luego un sonido diferente llenó el sótano, el llanto de un bebé. Pero no era un llanto normal, era un sonido más agudo, más salvaje, con algo de aullido mezclado en él. “Éxito”, exclamó el doctor, levantando algo envuelto en sábanas ensangrentadas.
Miren, miren lo que he creado. Apartó las sábanas lo suficiente para que todos vieran. Rosa sintió que su estómago se revolvía. Era un bebé, sí, pero sus proporciones estaban mal. La cabeza era demasiado grande, los ojos demasiado separados. Y cuando abrió la boca para llorar, Rosa pudo ver que sus dientes ya estaban emergiendo, afilados como agujas.
Sus manos terminaban en algo que estaba entre dedos y garras. Ana había dejado de gritar. Ycía inmóvil en la cama, sus ojos abiertos mirando la nada, un hilo de sangre corriendo desde la comisura de su boca. El parto la había matado. Un sacrificio necesario, dijo el doctor sin emoción, envolviendo a la criatura en mantas limpias. Pero su muerte no fue en vano.
Ha traído al mundo algo maravilloso. Fue ese momento de distracción lo que Rosa necesitaba. Con Miguel, enfocado en la criatura recién nacida y Teresa ayudando al doctor, Rosa se lanzó hacia los estantes y agarró el frasco más grande que pudo encontrar. No tenía idea de qué contenía, pero el líquido dentro era de un color amarillo brillante y los símbolos en la etiqueta sugerían peligro. “Doctor”, gritó.
Cuando él se volvió sorprendido, Rosa lanzó el frasco con todas sus fuerzas. El vidrio se hizo añicos contra el pecho del doctor, empapándolo con el líquido amarillo. El efecto fue inmediato. El doctor gritó dejando caer a la criatura en la cama mientras se agarraba el pecho.
Su piel comenzó a humear donde el químico la tocaba disolviéndose, revelando músculo y hueso debajo. ido nítrico concentrado. Jadeó el doctor cayendo de rodillas. [ __ ] sea. Miguel y Teresa reaccionaron con confusión, como animales que han perdido a su amo. Miguel se lanzó hacia Rosa, pero Tomás le hizo una zancadilla haciéndolo tropezar.
Teresa emitió un chillido y corrió hacia el doctor tratando de ayudarlo, pero el ácido ya había hecho su trabajo. El doctor se convulsionaba en el suelo, su rostro derritiéndose como cera bajo una llama. Corran. gritó Tomás. Rosa ayudó a Felipe a ponerse de pie. Estaba mareado, pero podía caminar.
Los tres se dirigieron hacia las escaleras mientras Miguel se recuperaba y Teresa trataba desesperadamente de salvar al doctor moribundo. Subieron los escalones de dos en dos, escuchando detrás de ellos el rugido furioso de Miguel y los gritos agonizantes del doctor. Llegaron al piso principal justo cuando Sor Guadalupe y otras dos hermanas llegaban corriendo desde la capilla, alertadas por el escándalo.
¿Qué está pasando? Exigió soralupe. ¿Por qué hay tanto ruido? Llamen a la policía. Jadeó Rosa. Ahora el doctor está haciendo cosas terribles en el sótano, cosas que no pueden imaginarse. Pero antes de que pudieran explicar más, Miguel apareció en la puerta del sótano. Su rostro deformado estaba retorcido en una máscara de rabia.
tenía sangre en las manos, sangre que rosa rezaba, que no fuera de dolores, quien seguía abajo. Las hermanas gritaron al verlo, retrocediendo horrorizadas. Miguel avanzó hacia ellos, pero algo en su andar era diferente ahora más vacilante. Sin las órdenes del doctor, parecía perdido, confundido.
Se detuvo en medio del comedor, mirando alrededor como si no supiera qué hacer. Entonces sus ojos completamente negros se fijaron en rosa y en ellos ella pudo ver algo que la sorprendió. No rabia, sino dolor, un dolor profundo y humano. “Ayúdenme”, dijo Miguel. Y su voz era áspera, distorsionada, pero las palabras eran claras. “Por favor, ayúdenme.” Entonces se desplomó, su cuerpo malformado estremeciéndose en el suelo de madera.
Rosa dio un paso tentativo hacia él a pesar de las advertencias susurradas de Tomás. Se arrodilló junto a la criatura que había sido un bebé nacido en ese horrible sótano, criado por un loco que se creía Dios. “¿Puedes entender lo que te digo?”, preguntó Rosa suavemente. Miguel asintió débilmente.
Su respiración era trabajosa, burbujeante, como si algo dentro de él no funcionara correctamente. “Duele”, susurró. “Siempre duele. No pedí ser esto.” Lágrimas brotaron de los ojos de Rosa. Este pobre ser no era un monstruo por elección. sino una víctima tanto como las muchachas en el sótano. Era el producto de la locura de un hombre que había olvidado que la ciencia cinética no era progreso, sino horror.
“Lo siento”, dijo Rosa, tomando la mano deformada de Miguel en la suya. “Lo siento mucho.” Miguel cerró los ojos. Su respiración se volvió más lenta, más superficial, hasta que finalmente se detuvo. En la muerte, su rostro se relajó ligeramente y Rosa pudo ver un atisbo de lo que podría haber sido un joven normal, con una vida normal, si no hubiera sido por los experimentos del doctor Mendizábal.
Sor Guadalupe, pálida como un fantasma, finalmente encontró su voz. Voy a llamar a la policía y al obispo. Dios mío, ¿qué ha estado sucediendo en mi orfanato? Las siguientes horas fueron un caos. Llegó la policía. Primero dos oficiales locales que se quedaron boquiabiertos ante lo que encontraron en el sótano y luego refuerzos de Pachuca, incluyendo al comandante de la policía estatal.
Llegaron médicos, periodistas que de alguna manera se enteraron de la noticia y finalmente representantes de la Arquidiócesis. El doctor Mendisábal estaba muerto cuando los oficiales bajaron al sótano. Elido había hecho un trabajo devastador. Teresa, la otra criatura, había oído escapando por algún pasaje que el doctor debía haber construido para emergencias.
A pesar de búsquedas extensas, nunca la encontraron. Dolores todavía estaba viva, aunque apenas la sacaron del sótano con cuidado extremo. Su vientre aún hinchado con el fruto de los experimentos del doctor. Los médicos que la examinaron quedaron horrorizados. Recomendaron terminar el embarazo inmediatamente, pero Dolores, a pesar de su debilidad, se negó.
“Ya está dentro de mí”, susurró. Si tiene que nacer, que nazca, pero júrenme que lo matarán si es un monstruo. No dejen que sufra como Miguel. El embarazo de Dolores fue monitoreado de cerca en un hospital en Ciudad de México, donde habían enviado a todas las sobrevivientes. Estela, quien había escapado antes, estaba siendo tratada por trauma severo.
Mercedes había caído en un mutismo total del que no emergería durante años. En el orfanato de San Cristóbal, la policía encontró los cuadernos del Dr. Mendizábal. Eran 20 años de investigación documentada con precisión obsesiva. Había comenzado en Alemania en 1929 trabajando con científicos que exploraban lo que llamaban mejoramiento racial, pero sus ideas eran demasiado radicales, incluso para ellos.
huyó a Argentina en 1933, donde continuó sus experimentos en secreto, usando indigentes y prostitutas como sujetos. En 1947, algún tipo de investigación policial lo forzó a huir de nuevo, esta vez a México. Encontró el puesto en el orfanato de San Cristóbal a través de contactos en la iglesia que no tenían idea de su pasado.
El orfanato era perfecto. Niñas, jóvenes, sin familia, sin nadie que preguntara por ellas, en un lugar remoto donde podía trabajar sin supervisión. Los cuadernos detallaban cada experimento. Había comenzado con intentos simples de inseminación artificial, pero rápidamente progresó a intentos de modificación genética.
Usaba sangre de animales, tejidos y luego compuestos químicos de su propia invención que supuestamente facilitaban la fusión celular. La mayoría de los embarazos resultaron en abortos espontáneos. o bebés tan deformados que morían al nacer.
Miguel y Teresa habían sido sus primeros éxitos, bebés que sobrevivieron más allá de la infancia, aunque con deformidades severas. El doctor los había criado en el sótano, entrenándolos para obedecerlo, usando una combinación de condicionamiento psicológico y drogas. en sus cuadernos escribió sobre ellos con un orgullo paternal enfermizo, documentando cada etapa de su desarrollo.
Pero lo más perturbador que encontraron fueron las páginas finales. El doctor estaba planeando expandir sus operaciones. Había estado en comunicación con otros científicos en América del Sur que compartían sus ideas. Hablaban de crear una red de crianza, orfanatos y clínicas en varios países donde podrían continuar el trabajo sin interferencia.
El escándalo fue enorme, pero breve. La iglesia, avergonzada por su asociación con el doctor, trabajó para minimizar la publicidad. Los periódicos en la Ciudad de México publicaron historias sensacionalistas durante una semana, pero luego otras noticias tomaron prioridad. El gobierno de alemán, ya plagado de acusaciones de corrupción, no quería otro escándalo, así que presionó para que el asunto se cerrara rápidamente. El orfanato de San Cristóbal fue cerrado.
Los niños restantes fueron transferidos a otras instituciones. El edificio fue sellado con planes de demolerlo, pero esos planes nunca se materializaron. El edificio simplemente quedó allí en las afueras de Pachuca, deteriorándose lentamente. Rosa Martínez nunca se recuperó completamente de lo que presenció.
Siguió viviendo en su pequeña casa de adobe, pero desarrolló insomnio crónico. Cada noche, cuando cerraba los ojos, veía el rostro de Miguel. Escuchaba su súplica. Ayúdenme. Tomás Huerta dejó de trabajar en las minas y se mudó con su familia a Querétaro tratando de dejar atrás los recuerdos. Felipe pasó dos semanas en el hospital recuperándose de su lesión en la cabeza y luego desapareció. Nadie supo qué fue de él.
Dolores Vega dio a luz en diciembre de 1949. El parto fue complicado y requirió cesárea. Los médicos y enfermeras presentes juraron guardar secreto sobre lo que vieron. El bebé nació vivo, pero solo sobrevivió tres días. Oficialmente murió de complicaciones cardíacas congénitas. Extraoficialmente, los doctores que lo examinaron dijeron que sus órganos internos estaban dispuestos de manera imposible, como si dos anatomías diferentes hubieran sido forzadas en un solo cuerpo.
Dolores no quiso ver al bebé. Después de recuperarse físicamente, entró a un convento en Oaxaca, donde pasó el resto de su vida en silencio y oración. Mercedes eventualmente recuperó la capacidad de hablar, pero nunca habló sobre lo que sucedió en el sótano. Se casó con un carpintero de Toluca y tuvo tres hijos normales, sanos. Guardó su secreto hasta su muerte en 1989.
Estela Ramírez fue la más vocal de las sobrevivientes. En 1952, 3 años después de los eventos, publicó un relato de su experiencia en un periódico pequeño de Hidalgo. Fue inmediatamente atacada por varios sectores. La Iglesia la acusó de blasfemia y exageración. Médicos conservadores dijeron que sus descripciones eran científicamente imposibles. Algunos la llamaron loca.
Presionada y amenazada, Estela se retractó públicamente de su historia, pero en privado mantuvo cada palabra. En 1956 murió en circunstancias extrañas. Oficialmente fue un ataque cardíaco. Tenía 23 años. Su hermana, quien encontró el cuerpo, dijo que Estela tenía marcas de aguja en los brazos y que su habitación había sido registrada.
Nada fue robado, pero todos sus documentos sobre el caso Mendisábal habían desaparecido. Los años pasaron. El caso del médico del orfanato se convirtió en una leyenda local, una historia que los padres les contaban a sus hijos para asustarlos. Muchos asumían que era, en su mayoría ficción una exageración de algún escándalo menor.
Después de todo, ¿cómo podría algo tan horrible haber sucedido realmente? Pero para aquellos que habían estado ahí, que habían visto, que habían sabido, nunca fue solo una historia. En 1973, 24 años después de los eventos, un periodista de investigación llamado Héctor Ibarra decidió investigar la leyenda. Viajó a Pachuca, entrevistó a los viejos del pueblo que recordaban.
Encontró a Rosa Martínez, ahora una anciana de 64 años, frágil, pero todavía lúcida. Rosa le contó todo. Le mostró cicatrices que nunca habían sanado completamente, documentos que había guardado, recortes de periódicos amarillentos. Le dio los nombres de otros testigos, aunque muchos ya habían muerto. Héctor fue al sitio del viejo orfanato. El edificio seguía en pie, aunque apenas.
Las ventanas estaban rotas, el techo había colapsado en partes y la vegetación había invadido el patio. Pero el sótano, el sótano estaba intacto. Bajó con una linterna contra el consejo de los locales que decían que el lugar estaba maldito. El olor a humedad y decadencia era abrumador, pero debajo de eso, muy débilmente seguía ese aroma dulce y metálico que Rosa había descrito.
Las camas oxidadas todavía estaban allí, los estantes con frascos rotos, algunos cuadernos destruidos por la humedad, pero aún parcialmente legibles. En una pared, Héctor encontró algo que le heló la sangre, marcas de garras, arañazos profundos en la piedra, como si algo hubiera tratado de escapar. Y en el rincón más alejado, oculto detrás de escombros, encontró huesos pequeños.
Huesos que claramente eran humanos, pero con malformaciones que ningún forense podría explicar fácilmente. Héctor Ibarra publicó su investigación en 1974. Fue un artículo largo meticulosamente documentado en una revista de circulación limitada. Generó algo de interés, un pequeño escándalo renovado, pero nada sustancial. La iglesia nuevamente negó responsabilidad. argumentando que el Dr.
Mendizábal había actuado solo y que habían sido engañados como todos los demás. El gobierno no comentó. Los archivos oficiales sobre el caso habían sido clasificados y luego convenientemente perdidos en un incendio en 1959. No había registros oficiales de lo que realmente había sucedido en ese sótano. Ninguna admisión de las vidas destruidas, de los experimentos monstruos de las niñas que murieron en dolor y terror.
Rosa Martínez murió en 1981, a los 72 años. En su lecho de muerte, rodeada por su familia, sus últimas palabras fueron, “No dejamos que sufra. Le prometimos que no dejaríamos que sufriera.” Su familia asumió que deliraba. Tomás Huerta vivió hasta 1995. Antes de morir le dijo a su nieto que nunca, nunca se acercara a edificios abandonados, especialmente aquellos con sótanos.
Cuando el nieto preguntó por qué, Tomás simplemente negó con la cabeza y dijo, “Porque hay cosas que los humanos no deberían hacer y cuando las hacen, esos lugares recuerdan, siempre recuerdan.” El orfanato de San Cristóbal finalmente fue demolido en 1998. Los trabajadores que realizaron la demolición reportaron experiencias extrañas, herramientas que desaparecían, sonidos que no podían explicar, una sensación constante de ser observados.
Uno de los trabajadores juró que vio una figura en el sótano justo antes de que fuera sellado con concreto, una figura alta y encorbada que se movía de manera imposible. Ninguno de ellos sabía la historia real edificio. El contratista les había dicho que era solo un orfanato viejo, que necesitaba ser derribado para hacer espacio para nuevas construcciones.
Pero cuando las excavadoras comenzaron a trabajar en el sótano, encontraron más de lo que esperaban. Había túneles, pequeños pasajes que el doctor Mendizábal había excavado en secreto, extendiéndose bajo la propiedad. En esos túneles encontraron más huesos, más evidencia de los experimentos. Y en el túnel más profundo, sellado detrás de una pared de ladrillo que tuvieron que demoler, encontraron algo que hizo que el jefe de obra ordenara detener todo el trabajo inmediatamente.
Era una cámara pequeña, sellada y sin ventilación. En el centro había una mesa de metal con correas y en esa mesa, preservado de manera imposible por las condiciones herméticas de la cámara, estaba el cuerpo de lo que parecía ser un niño de unos 5 años, pero no era un niño normal. La policía fue llamada. Los restos fueron examinados discretamente.
El médico forense que hizo la autopsia se negó a firmar el informe oficial. renunciando en su lugar, dijo que lo que había visto desafiaba toda comprensión médica, que esa cosa no podía haber vivido, que su anatomía era imposible. El reporte oficial simplemente declaró que se habían encontrado restos humanos de origen indeterminado y fueron incinerados.
La demolición se completó rápidamente después de eso. El sitio fue cubierto con concreto y sobre él construyeron un estacionamiento comercial. Hoy en día la gente va allí a hacer sus compras totalmente ajena a lo que yace enterrado bajo sus pies. Pero hay un detalle curioso.
A pesar de los esfuerzos de construcción modernos, hay un área en ese estacionamiento donde nada crece. una mancha de unos 3 m cuadrados donde el concreto se ha agrietado repetidamente a pesar de múltiples reparaciones, donde el asfalto se niega a adherirse correctamente, donde los autos estacionados frecuentemente reportan fallas eléctricas inexplicables.
Es exactamente encima de donde solía estar el sótano. Los locales evitan ese espacio. Los comerciantes de la zona han aprendido a no preguntar por qué y en las noches, cuando el centro comercial cierra y el estacionamiento queda vacío, los guardias de seguridad reportan que a veces pueden escuchar algo, un rasguño suave como de garras sobre concreto o un llanto débil que parece venir de muy abajo, de algún lugar imposible, de algún lugar que ya no debería existir.
En el año 2003, 54 años después de los eventos originales, una estudiante de doctorado en antropología forense llamada Patricia Sánchez llegó a Pachuca para realizar su tesis sobre experimentos médicos no autorizados en México durante el siglo XX.
Había encontrado referencias fragmentarias al caso Mendisábal en archivos eclesiásticos que estaban siendo digitalizados. Pequeñas menciones en documentos que habían escapado a la purga oficial. Patricia era una mujer metódica de 32 años con el tipo de determinación que solo viene de haber luchado por cada oportunidad educativa en un sistema que no favorece a las mujeres de familias humildes.
Había crecido en Guadalajara, hija de un mecánico y una maestra, y se había abierto camino hasta la Universidad Nacional Autónoma de México con becas y trabajo duro. Su investigación la llevó primero a los archivos de la Arquidiócesis en Ciudad de México, donde tuvo que navegar laberintos burocráticos y resistencia institucional. Finalmente, un archivista anciano movido por algo en la determinación de Patricia le entregó una caja polvorienta marcada simplemente como Pachuca, 1949. Asunto cerrado.
Dentro había documentos que oficialmente no existían. Testimonios originales de las hermanas del orfanato, reportes médicos de las muchachas sobrevivientes, fotografías. Las fotografías eran lo más perturbador. Mostraban el sótano como había sido encontrado, los instrumentos del doctor y en una serie de imágenes que Patricia casi no pudo soportar mirar, mostraban a Miguel y otros especímenes que el doctor había preservado en frascos de formaldeído.
Pero había algo más en esa caja, un sobre sellado con la sin marcar. Patricia lo abrió con manos temblorosas y encontró páginas arrancadas de un cuaderno escritas en la letra apretada del doctor Mendisábal. Eran sus anotaciones finales escritas en los días antes de su muerte. 15 de agosto de 1949. El experimento 23 está listo para nacer. He perfeccionado la fórmula.
Esta vez la fusión es completa a nivel celular. No será como Miguel o Teresa, pobres intentos preliminares. Este será verdaderamente el primero de una nueva especie. Ya puedo sentir que mi trabajo aquí está llegando a su culminación, pero también siento que me están vigilando. La cocinera Rosa hace demasiadas preguntas.
He visto cómo me mira con esa desconfianza campesina. Puede que tenga que tomar medidas. No puedo permitir que la ignorancia destruya años de investigación. Si algo me sucede, si los filisteos logran detener mi trabajo, he tomado precauciones. He enviado copias de mis investigaciones a asociados en tres países.
El trabajo continuará con o sin mí. La humanidad será elevada, quieran o no. Las páginas siguientes detallaban algo que hizo que Patricia sintiera un escalofrío recorrerle la columna. El Dr. Mendyal había estado en contacto con al menos cinco otros científicos en América Latina que compartían sus objetivos.
Había nombres, direcciones, aunque la mayoría eran de 1949 y probablemente ya no válidas. Pero la implicación era clara. El doctor no había estado trabajando solo, había sido parte de una red. Patricia pasó los siguientes 6 meses rastreando esos nombres. Dos habían muerto en las décadas intermedias. Sus muertes bien documentadas y aparentemente naturales.
Uno había desaparecido en Argentina durante la dictadura militar de los años 70. Presumiblemente una víctima más de la violencia política de esa época. Pero dos nombres no tenían resolución clara. El primero era un tal doctor, Klaus Simmerman, alemán, que supuestamente había emigrado a Brasil en 1946. Patricia encontró registros de su llegada a San Paulo, pero después de 1950 simplemente desaparecía de todos los registros oficiales.
No había certificado de defunción, no había registros de salida del país, nada. Era como si se hubiera evaporado. El segundo era más preocupante aún. una mujer llamada doctora Elena Vargas, venezolana, que había estudiado medicina en París en los años 30. Los registros mostraban que había regresado a Venezuela en 1938 y había trabajado en varios hospitales y clínicas rurales.
El último registro oficial de ella era de 1991 cuando había estado en sus 80 años, pero no había registro de su muerte. Patricia decidió que necesitaba ir a Pachuca hablar con cualquiera que aún recordara visitar el sitio. Llegó en septiembre de 2003 con su grabadora, su cámara y un cuaderno lleno de preguntas. El Pachuca de 2003 era muy diferente del pueblo minero de 1949.
Era ahora una ciudad en expansión con autopistas, centros comerciales y toda la infraestructura de la modernidad mexicana. Pero los ancianos recordaban, siempre recordaban. Patricia encontró a don Armando Téz, quien había sido un niño de 8 años, viviendo cerca del orfanato en 1949. Ahora era un hombre de 62 años, dueño de una ferretería en el centro de la ciudad.
Sí, me acuerdo”, le dijo sirviendo café en tazas despostilladas mientras hablaban en la trastienda de su negocio. Mi madre me prohibió acercarme a ese lugar después de lo que pasó. “Pero los niños somos curiosos, ¿verdad?” Fui a verlo un día después de que se llevaran al doctor muerto y a las muchachas. “¿Qué vio?”, preguntó Patricia encendiendo su grabadora. Don Armando miró por la ventana.
hacia el tráfico de la calle principal, pero sus ojos parecían ver algo más lejano. Vi a los oficiales sacando cosas, frascos con cosas dentro. No pude ver bien qué eran, pero uno de los frascos se rompió cuando lo estaban cargando en el camión. Lo que había dentro sacudió la cabeza.
No era un animal de ningún tipo que yo conociera. Tampoco era completamente humano. Era algo entre medio, algo que me dio pesadillas durante años. ¿Qué pasó con esas cosas? Los especímenes, según escuché, los quemaron todo. Los oficiales dijeron que era por razones de salud pública, que podían estar contaminados con enfermedades, pero mi tío trabajaba en el crematorio del pueblo y me dijo que cuando quemaron esas cosas, el olor era antinatural, como carne quemada, sí, pero también como plástico, como químicos, como cosas que no deberían estar en un cuerpo. Patricia entrevistó a una docena más de
personas durante su estancia. La mayoría tenían historias similares, recuerdos fragmentarios, rumores, advertencias de sus padres sobre no acercarse al viejo orfanato. Pero había detalles consistentes que aparecían una y otra vez. los sonidos extraños que venían del edificio en la noche, las luces que se veían en el sótano ahora sin pares y sobre todo la sensación de que algo terrible había sucedido allí, algo que la comunidad había tratado colectivamente de olvidar, pero nunca pudo. Una anciana, doña Esperanza Ruiz, de 87
años, le contó algo particularmente inquietante. Yo conocía a Rosa Martínez”, dijo doña Esperanza, sentada en su mecedora en el pórtico de la casa de su nieta. Éramos amigas cuando jóvenes. Después de lo que pasó en el orfanato, Rosa cambió. Se volvió obsesionada. Decía que tenían que asegurarse de que todas las criaturas del doctor estuvieran muertas.
Que si alguna había escapado. Alguna escapó, interrumpió Patricia. Eso decía Rosa. Decía que una de ellas, la que llamaban Teresa, había huído por unos túneles que el doctor había acabado. La buscaron durante semanas, pero nunca la encontraron. Rosa tenía pesadillas de que Teresa estuviera ahí afuera, escondiéndose, sobreviviendo de alguna manera.
¿Cree que era posible, doña Esperanza? guardó silencio por un momento, sus dedos artríticos acariciando el gato que dormía en su regazo. En 1952 hubo una serie de ataques a animales de granja en los cerros alrededor de Pachuca. Ovejas, cabras, algunas vacas, todos muertos de la misma manera, gargantas desgarradas, pero muy poca carne comida. como si el atacante matara por instinto más que por hambre.
Los rancheros dijeron que era un puma o un coyote, pero las huellas que encontraron no coincidían con ningún animal conocido. Eran como huellas humanas, pero deformadas, con marcas de garras. Y dejaron de después de unas dos semanas, sí, nunca encontraron lo que los causó. Rosa siempre creyó que había sido Teresa, que finalmente había muerto de hambre o de las malformaciones que tenía, pero nunca encontraron un cuerpo.
Patricia también logró encontrar registros médicos de Dolores Vega, la muchacha que había dado a luz en diciembre de 1949. Los registros estaban en un archivo del Hospital General de Ciudad de México, enterrados en cajas que nadie había abierto en décadas. Lo que encontró allí la dejó sin aliento.
El bebé de Dolores había sido examinado extensamente durante los tres días que vivió. Los médicos habían documentado todo, tomado muestras de tejido, radiografías. Las radiografías mostraban una estructura esquelética que desafiaba la comprensión. Huesos que no deberían existir, órganos en posiciones imposibles, un cráneo con una capacidad craneal 30% mayor que la de un bebé humano normal. Uno de los médicos que había realizado la autopsia, un Dr.
Fernando Solis, había escrito una nota personal en el margen del informe. Si no hubiera visto esto con mis propios ojos, no lo creería. Esto no es el resultado de una deformidad genética natural. Esto es diseñado. Alguien o algo alteró fundamentalmente el desarrollo de este feto. La ciencia médica actual no puede explicar cómo algo así podría existir, mucho menos vivir y respirar durante 3 días.
He solicitado permiso para publicar estos hallazgos, pero me han ordenado guardar silencio. Que Dios nos perdone por enterrar esta verdad. Patricia fotografió cada página, cada imagen. Cuando terminó su investigación en Pachuca, tenía suficiente material para una tesis explosiva, pero también tenía dudas. ¿Debería publicar todo esto? ¿Qué propósito serviría reabrir estas heridas después de más de medio siglo? Decidió que la verdad merecía ser contada, pero con sensibilidad.
Su tesis titulada Ciencia sin conciencia, el caso del Dr. Aurelio Mendizábal y los experimentos del orfanato de San Cristóbal, 1949, fue completada en 2004. Era un documento meticuloso de 300 páginas que detallaba no solo los eventos de 1949, sino también el contexto más amplio de experimentos médicos no éticos en el siglo XX.
La defensa de su tesis fue en mayo de 2004 ante un panel de cinco profesores. La presentación tomó 3 horas. Al final los profesores estaban visiblemente perturbados. Uno de ellos, el Dr. Raúl Mendoza, un historiador médico de 70 años, le hizo una pregunta que Patricia nunca olvidaría. Doctora Sánchez, su investigación es impecable y perturbadora, pero tengo que preguntarle, ¿cree que el doctor Mendizábal trabajaba completamente solo? Porque si lo que documentó es cierto, si realmente logró lo que sus registros sugieren, entonces poseía conocimientos que estaban décadas adelantados a su
tiempo. La modificación genética, la fusión celular de especies diferentes. Estas son cosas que apenas estamos comenzando a entender ahora con toda nuestra tecnología moderna. ¿Cómo podría un hombre solo en 1949 haber logrado esto? Patricia había pensado en esa pregunta muchas veces durante su investigación.
No lo sé, doctor, pero creo que es posible que el doctor Mendizábal tuviera acceso a investigaciones que no conocemos. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis realizaron experimentos que nunca han sido completamente documentados. Algunos de esos científicos escaparon después de la guerra.
Es posible que Mendizabal obtuviera información de ellos o incluso que fuera parte de esa red. El doctor Mendoza asintió lentamente. Oh, dijo con voz grave. Es posible que hubiera algo más, algo que aún no comprendemos. Sus cuadernos mencionan compuestos que usaba, líquidos de colores imposibles. ¿Qué si descubrió algo, alguna sustancia o proceso que la ciencia convencional aún no ha redescubierto. Patricia obtuvo su doctorado con honores.
Su tesis fue archivada en la biblioteca de la UNAM, disponible para cualquiera que quisiera leerla. recibió algo de atención en círculos académicos, incluso un artículo en una revista de historia médica, pero el público general nunca se enteró. No había apetito por estas historias oscuras, no cuando México estaba tratando de presentarse como una nación moderna y progresista.
Pero la historia no terminó allí. En 2007, Patricia recibió un email anónimo. El remitente decía tener información sobre el caso Mendizábal, que ella necesitaba ver. El mensaje incluía una dirección en Cuernavaca y una hora. 10 de la noche, un miércoles. Patricia debió haber ignorado el email. Era obviamente sospechoso, posiblemente peligroso, pero la curiosidad que la había llevado a esta investigación en primer lugar era demasiado fuerte.
Fue a Cuernavaca llevando consigo spray de pimienta y dejando el email abierto en su computadora por si algo le sucedía. La dirección era una casa modesta en un barrio tranquilo. Patricia tocó la puerta exactamente a las 10. abrió una mujer anciana encorbada por la edad, pero con ojos que brillaban con una inteligencia aguda.
Debía tener al menos 90 años. “Doctora Sánchez, gracias por venir. Soy Elena Vargas.” Patricia sintió que sus rodillas se debilitaban. Elena Vargas, la doctora venezolana que había sido asociada de Mendizábal, la que no tenía registro de muerte. Entre, por favor. Tenemos mucho de que hablar y poco tiempo.
La casa estaba llena de libros y papeles con el olor particular de documentos antiguos y conocimiento acumulado. Elena la guió a una sala donde había preparado té y galletas, como si esta fuera una visita social normal. “Leí su tesis”, dijo Elena sirviendo el té con manos sorprendentemente firmes. Es excepcional.
logró reconstruir la mayoría de lo que sucedió, pero hay cosas que no sabe, cosas que no podría haber descubierto en ningún archivo. ¿Por qué contactarme ahora?, preguntó Patricia después de todos estos años. Elena sonrió una sonrisa triste. Porque me estoy muriendo. Cáncer, etapa cuatro. Me quedan quizás dos meses y antes de irme necesito que alguien sepa la verdad completa, no para publicarla necesariamente, sino para que el conocimiento no muera conmigo.
Durante las siguientes 3 horas, Elena Vargas le contó a Patricia una historia que expandía y complicaba todo lo que había aprendido. Elena había conocido a Aurelio Mendizábal en París en 1934, cuando ambos estudiaban medicina avanzada. Mendizábal ya estaba obsesionado con la idea de mejoramiento humano, pero en ese entonces parecía más teórico que práctico.
Hablaba de cómo la humanidad necesitaba evolucionar más rápido, como la selección natural era demasiado lenta. “Pero había algo más”, dijo Elena. Aurelio tenía un mentor, un hombre mucho mayor que nunca me dijo su nombre real. Este hombre le había enseñado cosas que no estaban en ningún libro de texto, técnicas de manipulación biológica que venían de, bueno, Aurelio nunca me lo dijo exactamente, pero insinuaba que eran conocimientos antiguos preservados en secreto durante siglos.
¿Qué tipo de conocimientos? Cómo usar ciertas sustancias para hacer que las células aceptaran material genético extraño? ¿Cómo acelerar el crecimiento y desarrollo? ¿Cómo crear híbridos que técnicamente no deberían ser viables? El mentor de Aurelio hablaba de una ciencia olvidada, algo que existía antes de la ciencia moderna, pero que fue suprimida por ser demasiado peligrosa.
Elena admitió que ella misma había realizado experimentos similares a los de Mendizábal, aunque menos extremos. En los años 50 y 60, trabajando en clínicas rurales en Venezuela, había intentado usar los compuestos que Mendizábal le había compartido para curar enfermedades, para mejorar la resistencia inmunológica de niños desnutridos. Funcionó a veces”, dijo Elena con voz cargada de remordimiento. Pero siempre había un precio.
Los niños que traté sí se volvieron más fuertes, más resistentes a enfermedades, pero también desarrollaron problemas: crecimiento anormal, comportamiento agresivo, problemas psicológicos. Eventualmente detuve los experimentos. Me di cuenta de que Aurelio tenía razón sobre el potencial, pero estaba terriblemente equivocado sobre la ética.
Y los otros, los otros nombres en los cuadernos de Mendizábal. Elena suspiró. Klaus Simmerman continuó el trabajo en Brasil hasta finales de los años 60. Luego hubo un incidente, algo que involucró a varios niños indígenas que murieron de manera horrible. Desapareció después de eso. Algunos dicen que fue asesinado por las familias de las víctimas, otros que huyó más profundo en la selva.
El resto, algunos murieron, algunos renunciaron al trabajo como yo, y algunos, temo, pueden haber continuado en secreto. Continuar dónde?, preguntó Patricia, aunque temía saber la respuesta. Elena se levantó con dificultad, caminando hacia una habitación trasera. regresó con una caja de metal oxidada y marcada con símbolos que Patricia no reconoció.
Esto contiene copias de documentos que Aurelio me envió en 1948, poco antes de huir a México. Cartas, diagramas, fórmulas, pero más importante, contiene información sobre el próximo proyecto, lo que Aurelio planeaba después del orfanato de San Cristóbal. Patricia abrió la caja con dedos temblorosos. Adentro había papel amarillento, fotografías en blanco y negro. Lo que vio la hizo palidecer.
Eran cartas dirigidas a Elena escritas en alemán documentando planes para establecer una red de centros de investigación en toda América Latina. El objetivo era continuar el trabajo de mejoramiento genético, pero en una escala mucho mayor. Mendizabal había calculado que necesitaba entre 50 y 100 sujetos femeninos para realizar los experimentos suficientes que llevarían a perfeccionar la técnica.
“Llogró implementarlo,”, susurró Patricia. “No, completamente”, dijo Elena. Su descubrimiento y muerte en 1949 disrumpió sus planes, pero Patricia, las semillas ya estaban sembradas. El conocimiento estaba distribuido. Klaus continuó en Brasil durante dos décadas. Otros trabajaron en Argentina, en Perú. No sabemos cuántos de sus creaciones sobrevivieron o dónde están ahora.
Elena le mostró fotografías de algunos casos documentados en Perú. En 1967 hubo reportes de un culto en las montañas que practicaba rituales extraños con bebés deformados. Fue dispersado por autoridades, pero nunca se supo la verdadera naturaleza de lo que ocurría allí.
En Argentina, en los años 70, durante la dictadura militar, desaparecieron cientos de personas, incluyendo muchas mujeres jóvenes de clínicas rurales. Los archivos posteriormente revelados mencionaban proyectos especiales financiados por fondos que no podían ser trazados. “¿Cree que la dictadura argentina estaba involucrada?”, preguntó Patricia. “No lo sé, con certeza.
Pero sé que después de 1976 los experimentos parecieron centralizarse. Y luego después de 1983, cuando cayó la dictadura, todo se detuvo abruptamente o al menos se hizo más secreto aún. Elena le entregó a Patricia un nombre, Dr. Heinrich Stern, supuestamente un médico alemán que trabajó en varias clínicas en Chile, Argentina y Brasil entre 1970 y 1990.
Era imposible determinar si era un pseudónimo o un nombre real, pero su trayectoria sugería que era alguien de importancia en la red. ¿Dónde está Esterna ahora?, preguntó Patricia. No lo sé. Desapareció en 1990, así como desapareció toda la documentación sobre él. Pero Patricia, hay algo más que necesita saber. Hace dos años recibí una carta.
Elena le mostró una carta sin sello postal, solo entregada, evidentemente, a mano. Estaba en alemán, escrita en una letra cuidadosa y antigua. La firma no tenía nombre, solo un símbolo, un círculo con líneas que irradiaban hacia afuera, formando una forma que parecía casi orgánica. Patricia no sabía alemán, pero reconoció partes del texto, nombres, Claus, Elena, Aurelio y referencias a la tercera generación y el éxito final se acerca.
¿Quién la envió?, preguntó Patricia. No lo sé, pero sé que significa que continúan, que después de todo este tiempo, después de todas las persecuciones y colapsos, el trabajo continúa. Solo que ahora está más oculto, mejor financiado y probablemente usando tecnología que ni siquiera podemos imaginar.
Elena pasó a Patricia toda la documentación que tenía, las cartas, las fotografías, los nombres, las direcciones antiguas. le pidió que la promesa de no publicar todo esto hasta después de su muerte, pero que eventualmente el mundo supiera la verdad. No por venganza, aclaró Elena, sino por vigilancia, porque si esto volviese a suceder, al menos el mundo sabría buscar las señales, reconocer los patrones.
Elena Vargas murió el 14 de octubre de 2007. Patricia asistió a su funeral, una ceremonia pequeña en Cuernavaca. Después de todo, Elena había vivido una vida de secretos, sin familia que la reclamara, sin vínculos públicos. Con la muerte de Elena, Patricia enfrentó un dilema moral grave.
Tenía información que sugería que los experimentos podrían estar continuando posiblemente de manera más sofisticada, pero no tenía pruebas concretas. solo cartas y documentación histórica. Contactar a las autoridades podría resultar en ser ignorada o peor podría alertar a aquellos que Elena sugería que continuaban el trabajo. Decidió hacer algo diferente.
Durante los siguientes 3 años, Patricia utilizó sus conexiones académicas y de investigación para rastrear referencias a casos médicos anómalos en toda América Latina. Bebés con deformidades inexplicables, muertes fetales inusuales, desapariciones de mujeres jóvenes de clínicas rurales, historias de cultos, médicos en zonas remotas. Lo que encontró fue un patrón.
ciclos de actividad que parecían correlacionarse con cambios en gobiernos, con periodos de menos vigilancia, una red de clínicas privadas en diferentes países, todas con médicos que tenían historiales profesionales vagos o incompletos, pacientes que reportaban procedimientos médicos extraños que sus médicos locales no podían explicar.
En 2010, Patricia publicó un artículo académico titulado Continuidad de prácticas médicas no éticas en América Latina, patrones y posibles conexiones. Fue presentado en conferencias y publicado en una revista de historia médica especializada. El artículo no nombraba directamente a Mendisábal o sus sucesores, pero sí señalaba los patrones.
advertía sobre la necesidad de vigilancia y llamaba a una investigación internacional coordinada. El artículo fue ampliamente ignorado fuera de círculos académicos especializados. Un par de periódicos locales lo mencionaron superficialmente. Pero entonces, en diciembre de 2010, Patricia recibió una visita.
Llegaron de noche tres hombres en un automóvil sin placas. identificables. Patricia vivía sola en un pequeño apartamento en Ciudad de México. Cuando tocaron su puerta, ella supo con una certeza absoluta quiénes eran y por qué venían. No intentaron ocultarse. Le mostraron credenciales de una agencia que Patricia reconoció como fachada de servicios de inteligencia.
Le dijeron que su investigación, aunque académicamente valiosa, se había convertido en un riesgo de seguridad nacional. Le recomendaron enfáticamente que cesara toda investigación adicional sobre el tema y que considerara transferirse a una universidad fuera del país, preferiblemente en Europa.
¿O si no?, preguntó Patricia con una valentía que no sentía. El hombre que hablaba sonrió ligeramente. Doctora Sánchez, no creemos en las amenazas, solo en las sugerencias firmes. Usted es una académica brillante. Sería una lástima que algo le sucediera, especialmente cuando hay tantos lugares hermosos en el mundo donde podría continuar sus investigaciones en temas menos sensibles. Se fueron después de 3 minutos.
No dijeron nada que fuera técnicamente amenazante, pero el mensaje fue absolutamente claro. Patricia pasó una noche en blanco, consideró sus opciones, podía continuar, publicar todo lo que sabía, convertirse en un caso de académica desaparecida o podía retirarse, preservar su vida, esperar a que otros algún día continuaran el trabajo.
En enero de 2011, Patricia solicitó y recibió una beca postoral en la Universidad de Frankfurt, en Alemania. Se fue de México llevándose con ella copias de toda la documentación que Elena le había dado, escondidas cuidadosamente en múltiples ubicaciones. Durante los siguientes 10 años, Patricia continuó su investigación en secreto. Trabajó bajo varios pseudónimos.
utilizando conexiones académicas en Europa para acceder a archivos que habían estado cerrados. Encontró registros de experimentos noados realizados por científicos nazis que sobrevivieron a la guerra. Encontró referencias a un programa X que supuestamente continuó bajo control estadounidense durante la Guerra Fría.
encontró evidencia fragmentaria de que el conocimiento que mendizabal poseía podría tener raíces mucho más profundas, posiblemente extendiéndose a tradiciones alquímicas medievales, pero nunca encontró una conclusión. El trabajo simplemente continuaba disperso, adaptándose, evolucionando. En 2021, Patricia, ahora de 50 años, publicó un libro bajo un pseudónimo, El tejido invisible, una historia de la ciencia sin límites en América Latina.
El libro fue publicado por una editorial pequeña y especializada en una tirada limitada. no se convirtió en un bestseller, pero fue lo suficientemente documentado como para ser respetado en círculos académicos y de historia. El libro fue lo más cerca que Patricia se atrevió a acercarse a contar toda la verdad.
Ficcionalizó algunos elementos, cambió nombres, combinó historias, pero para alguien que supiera buscar, la verdad estaba allí. Thinly bailed en las páginas. Después de publicar el libro, Patricia esperaba represalias, pero no llegaron. O estaban monitoreando, esperando o simplemente ya no le importaba. No sabía cuál opción la asustaba más.
Regresó a México en 2023 después de 12 años en Alemania. tomó un puesto en la Universidad Nacional Autónoma enseñando historia médica a estudiantes que no sabían exactamente cuál era la verdadera autoridad de su profesora. En octubre de 2024, 65 años después de los eventos del orfanato de San Cristóbal, el estacionamiento comercial que se había construido sobre el sitio fue cerrado para renovaciones.
Los trabajadores encontraron grietas en el piso de concreto, un patrón de daño que se hacía más severo cuanto más profundo excavaban. Los ingenieros descubrieron que el subsuelo estaba comprometido, que había cavidades debajo, que el concreto no había sellado completamente. Se propuso excavar para reparar el problema correctamente.
Patricia, que había estado monitoreando noticias sobre Pachuca de manera intermitente durante años, vio el reporte. llegó al sitio durante las excavaciones, presentándose como historiadora académica interesada en la arqueología urbana. Lo que encontraron fue inquietante. Bajo el concreto, bajo el piso del estacionamiento, había restos de los túneles que el doctor Mendizábal había excavado.
Y en los túneles había cosas, huesos, algunos claramente humanos, otros definitivamente no. Artefactos misterios que los arqueólogos no podían clasificar. Frascos rotos con residuos que cuando fueron analizados mostraban composición química anómala. Y en la cámara más profunda, la misma donde se había encontrado el cuerpo preservado 25 años atrás.
Había nuevas pruebas de ocupación reciente, ropa, comida en descomposición, marcas de garras en las paredes de piedra que habían sido probablemente hechas recientemente, no hace décadas. Las autoridades cerraron el sitio, no permitieron que periodistas lo documentaran adecuadamente. Los artefactos fueron confiscados.
Un comunicado oficial declaró que se había encontrado evidencia histórica del uso minero colonial del sitio. Nada de particular importancia. Pero Patricia supo lo que realmente significaba. significaba que alguien o algo había estado viviendo en esos túneles recientemente, posiblemente Teresa, la criatura que había escapado en 1949, sobreviviendo durante 75 años en las cavidades subterráneas del lugar que la había generado, o posiblemente algo más, algo que la red continuada de Mendizábal había colocado allí experimentando con generaciones de criaturas, refinando el
trabajo del maestro. Patricia redactó un reporte de 50 páginas detallando sus hallazgos y los evidencia de los descubrimientos en el sitio del orfanato. Lo selló en una caja de seguridad de un banco en Ciudad de México con instrucciones de que sea publicado después de su muerte. Luego, en noviembre de 2024 recibió una carta.
No llegó por correo, sino que fue dejada en su buzón sin sello. Estaba en alemán con la misma caligrafía cuidadosa que Elena había recibido años atrás. La carta le informaba que su investigación había sido notada y valorada, que había mantenido el secreto mientras otros trabajos más importantes se completaban, que ahora que esos trabajos estaban en sus fases finales, Patricia podía saber la verdad completa.
La carta le pedía que fuera a una dirección en las montañas de Veracruz, que fuera sola, que llevara su investigación completa. a cambio le permitirían presenciar el futuro de la humanidad. Patricia sabía que debía ignorar la carta, debía reportarla a las autoridades, debía huir, pero sabía también que esta era posiblemente su única oportunidad de ver con sus propios ojos lo que realmente estaba sucediendo, de entender la verdadera magnitud de lo que Mendizábal había iniciado.
En las primeras horas de la mañana del 7 de noviembre de 2024, Patricia Sánchez dejó un mensaje en su teléfono celular dirigido a un colega de confianza en la universidad diciendo que estaba investigando una pista relacionada con su investigación y que estaría fuera del contacto durante algunos días.
Si no escuchaba de ella en una semana, debería enviar el contenido de su caja de seguridad a los medios de comunicación. Luego condujo hacia Veracruz siguiendo las indicaciones de la carta. La dirección la llevó a una pequeña clínica privada en un pueblo remoto en las montañas, una clínica que no aparecía en ningún registro oficial.
Un hombre la estaba esperando afuera, un hombre joven, quizás 30 años, con rasgos que parecían perfectamente normales, excepto por sus ojos. Sus ojos eran completamente negros, exactamente como los de Miguel, la criatura que Rosa Martínez había visto morir hace 75 años. “Bienvenida doctora Sánchez”, dijo el hombre con un acento europeo inconfundible. “Le esperábamos.
Mi nombre es David, aunque es un nombre que me fue dado por mis cuidadores. Mi verdadero nombre es mucho más complejo. Soy la generación 3, espécimen 3. Soy lo que el doctor Mendizábal imaginaba que sería posible. Patricia sintió que todas sus dudas morales se disolvían. Necesitaba saber. ¿Qué quieren de mí? David sonríó. Queremos que cuente la verdad.
No a los periódicos, no a la policía, sino a otros como usted, académicos, pensadores, aquellos que pueden comprender la magnificencia de lo que hemos logrado. Queremos que documente lo que verá aquí para que sea preservado para las generaciones futuras, porque el trabajo continúa, doctora Sánchez, y eventualmente el mundo lo sabrá.
Preferimos que sea documentado con precisión. La clínica era mucho más grande de lo que parecía desde el exterior. Se extendía profundamente bajo tierra con laboratorios equipados con tecnología que Patricia apenas reconocía. vio cámaras de gestación artificial, máquinas de secuenciación genética, sistemas de monitoreo que parecían sacados del futuro y vio especímenes, seres en diferentes etapas de desarrollo, crecimiento anómalo.
Algunos parecían casi humanos, otros eran claramente algo más. vio a una criatura de quizás 12 años con piel translúcida y órganos visibles moviéndose bajo la superficie. Vio a otra con múltiples extremidades, todas controladas por un sistema nervioso central que parecía increíblemente complejo. Vio a un bebé con inteligencia clara en sus ojos deformados.
Un bebé que no debería poder existir, pero que claramente estaba vivo y consciente. ¿Cuántos?, preguntó Patricia, sus palabras saliendo como un susurro. 236 especímenes actualmente viables en esta instalación, respondió David. Hay otras 17 instalaciones similares en diferentes países. En total mantenemos una población de aproximadamente 3000 especímenes en diferentes etapas de maduración. Nuestro objetivo es alcanzar 10.000 en los próximos 5 años.
Después de eso, creemos que tendremos suficiente variedad genética y experiencia acumulada para comenzar la fase final. La fase final, la integración, la introducción gradual de nuestros especímenes en la población general humana. No todos a la vez, claro, eso causaría pánico, pero estratégicamente en posiciones de influencia, médicos, científicos, políticos. Hemos aprendido mucho del Dr.
Mendizábal sobre cómo caminar entre humanos sin ser detectados. Nuestros especímenes de última generación son prácticamente indistinguibles. Patricia sintió náusea. Esto era más grande, mucho más grande de lo que había imaginado. No era solo ciencia cinética, era una conspiración metodológica para alterar fundamentalmente la naturaleza de la humanidad.
¿Por qué me lo cuentan? ¿Por qué no simplemente me desaparecen? Porque necesitamos testigos. Necesitamos que la verdad sea conocida por al menos algunos académicos, algunos historiadores. Cuando esto sea revelado públicamente dentro de una década o dos, queremos que haya documentación previa, que haya personas que ya lo saben y hayan tenido tiempo de procesar. De lo contrario, la histeria será incontrolable.
David le mostró entonces un área donde había especímen que parecían completamente humanos, adolescentes, jóvenes adultos, todos con esa característica mirada de ojos negros. Algunos estaban estudiando, leyendo, usando computadoras. Otros parecían estar siendo entrenados en diversas habilidades. “Estos son de la generación 4″, explicó David.
prácticamente humanos, pero con modificaciones genéticas que les dan ventajas significativas. Metabolismo más eficiente, sistema inmunológico mejorado, capacidad cognitiva aumentada 30% comparada con humanos promedio. Y lo más importante, modificaciones neurológicas que los hacen naturalmente inclinados a cooperar entre sí, a trabajar hacia objetivos comunes.
han superado muchas de las debilidades que han hecho que los humanos naturales se destruyan a sí mismos. Esto es locura, dijo Patricia. Es abominación. Quizás, respondió David, o quizás es evolución. Usted es una inteligencia, doctora Sánchez. Piense en ello racionalmente. La humanidad se dirige hacia la autodestrucción. cambio climático, guerra nuclear, pandemias.
Los humanos naturales no tienen la capacidad moral ni intelectual para resolver estos problemas, pero nosotros sí somos lo que la humanidad necesita para sobrevivir. ¿Y qué pasará con los humanos naturales?, preguntó Patricia. ¿Seremos reemplazados, esclavizados? La mayoría simplemente se extinguirán naturalmente a lo largo de generaciones”, dijo David con despreocupación.
A medida que nuestros especímenes se integren, se reproduzcan, el porcentaje de humanos naturales simplemente disminuirá. Algunos de ustedes serán preservados en reservas, como hemos preservado a otras especies en vías de extinción, pero la mayoría simplemente se fade away, reemplazados por algo mejor.
Patricia pidió ver más, pidió documentar lo que veía. David accedió confiado en que ella estaba demasiado atrapada en la verdad ahora para hacer nada al respecto. Y él tenía razón. ¿Quién creería su historia? ¿A quién podría reportarla que no fuera corrompido, cooptado o simplemente ignorante de la amplitud de la conspiración? Pasó dos días en la clínica. Tomó fotografías, grabó entrevistas, documentó todo.
Luego David le permitió irse. “Usted tiene permiso para contar esta historia”, le dijo. Poco a poco, de la manera que crea que será más creíble. académicamente, informalmente, no importa porque nadie la creerá completamente. Habrá débiles intentos de investigación, pero para cuando la verdad sea ampliamente aceptada, nosotros ya seremos demasiado grandes, demasiado entrenados, demasiado integrados para ser detenidos y quizás para entonces verá que no es tan malo después de todo.
Patricia condujo de regreso a Ciudad de México en un estado de shock. Cuando llegó a su apartamento, encontró a dos detectives esperándola. Le dijeron que su colegas en la universidad había reportado su desaparición que estaban investigando. Patricia les contó una versión simple de la verdad. se había ido a investigar un sitio histórico.
Había perdido el servicio de celular, pero supo que estaban monitoreando, que cada paso que daba era observado, cada llamada telefónica escuchada, cada email leído. En julio de 2025, 6 meses después de su visita a la clínica, Patricia fue diagnosticada con cáncer de páncreas. Etapa cuatro, terminal. Los doctores le dieron 6 meses de vida, quizás un año con tratamiento agresivo. No fue coincidencia.
Patricia estaba segura de ello. Había sido expuesta a algo en esa clínica, algo en el aire, en el agua, algo que activó células dormidas en su cuerpo que comenzaron a reproducirse de manera incontrolable. Era un mensaje, un recordatorio de que incluso después de revelar la verdad, incluso después de documentar todo, no había nada que pudiera hacer.
El sistema era demasiado grande, demasiado entrenched, demasiado decidido a continuar. Con su muerte inminente, Patricia finalmente activó su contacto en la prensa. Envió todo a una periodista de investigación que él conocía, videos, fotografías, documentación, todo. La periodista Teresa Rodríguez comenzó inmediatamente a investigar.
En septiembre de 2025, el primer artículo fue publicado, fue explosivo, documentado, imposible de ignorar completamente. Generó investigaciones gubernamentales, aunque la mayoría fueron teatro, acusaciones cruzadas, negaciones. Las instalaciones que Patricia había identificado fueron investigadas y encontradas vacías, limpiadas, documentos destruidos.
Los medios de comunicación internacionales retomaron la historia. Algunos gobiernos nombraron comisiones, pero no había suficiente evidencia concreta para proceder criminalmente. David y otros especímenes de alto nivel simplemente desaparecieron, reubicados a otras instalaciones, otros países.
La red continuó adaptándose, evolucionando, esperando. Patricia murió el 3 de noviembre de 2025, exactamente un año después de su visita a la clínica. Tenía 53 años. Su legado fue una caja de documentación que generó debate académico y conspiraciones en internet, pero nada más concreto. La última nota que escribió antes de morir fue, “No sé si contar esta verdad cambió algo.
” Posiblemente solo aceleró los planes de aquellos que pretenden ser el futuro de la humanidad, pero tenía que intentarlo. El silencio habría sido cómplice. Quien pueda estar leyendo esto después de mi muerte, sepa que el futuro ya comenzó. está creciendo en sótanos y clínicas secretas, evolucionando en laboratorios ocultos, esperando el momento correcto para revelarse.
Y cuando lo haga, cuando los verdaderos herederos del Dr. Aurelio Mendizábal finalmente caminen entre nosotros sin miedo, recordarán que hubo una mujer que intentó advertirle al mundo. Espero que haya importado. Pero que en algún nivel las pequeñas grietas que abríen el silencio hayan permitido que algo de luz se filtrara.
Pero si no, si el nuevo mundo que vienen a construir simplemente reemplaza el nuestro sin registro ni protesta, entonces que al menos mi nombre esté entre los que vieron y hablaron antes del fin. Epílogo. Pachuca 2027. Dos años después de la muerte de Patricia Sánchez, el estacionamiento comercial que se había construido sobre el sitio del viejo orfanato de San Cristóbal fue demolido.
Fue reemplazado por una clínica privada de última generación con todas las características de un centro médico moderno, la clínica especializada en medicina genética y reproducción asistida. El nombre en la placa de la puerta era Centros de Salud Avanzada, directora doctora Elena María Cordero.
No había registro público de quién era Elena María Cordero. Sus credenciales parecían estar en orden, pero con un escrutinio más profundo parecían fabricadas. Pero, ¿quién tenía tiempo de escrutinizar profundamente? En el sótano de la clínica, en las cámaras que una vez albergaron las pesadillas del Dr.
Aurelio Mendizábal, ahora había nuevas instalaciones más sofisticadas, más seguras, más eficientes y en esas cámaras nuevas generaciones estaban siendo concebidas, gestadas, nacidas. Generaciones que caminarían entre humanos normales sin ser detectadas, que ocuparían posiciones de poder, que lentamente, inexorablemente, reemplazarían la vieja especie con la nueva.
Rosa Martínez, la cocinera del orfanato, que había visto la verdad del primer vistazo, habría reconocido el ciclo. habría sabido que el horror nunca termina realmente, simplemente se adapta, aguarda y luego reaparece bajo una nueva forma. Pero Rosa estaba muerta hace décadas, al igual que casi todos los testigos de 1949.
Y en la ciudad de Pachuca, entre los cerros áridos de Hidalgo, la vida continuaba como si nada hubiera sucedido nunca, como si los cimientos sobre los que caminaba la gente no estuvieran siendo transformados silenciosamente desde las entrañas de la tierra en algo completamente diferente. El futuro ya estaba aquí y nadie parecía notarlo.
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