Cada año, la familia de un niño con síndrome de Down se olvida de su cumpleaños. Él lo celebra solo en su habitación, cantando y soplando velas de un pastel imaginario.
Hoy cumplo nueve años. Lo sé porque marqué el día en mi calendario con un círculo rojo tan grande que casi rompo el papel. Mamá está en la cocina hablando por teléfono. Papá ya se fue a trabajar. Mi hermana Sara desayuna mientras mira su celular.
—Mamá, ¿te acordaste de qué día es hoy? —pregunto desde la puerta de la cocina.
Ella me mira por encima del hombro mientras revuelve el café.
—Jueves, mi amor. Apúrate que llegas tarde a la escuela.
El nudo en mi garganta se hace más grande. No digo nada más. Subo las escaleras despacio, contando cada escalón como hago siempre. Uno, dos, tres… hasta catorce.
En la escuela, la señorita Lucía me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, aunque no es verdad. Durante el recreo, me siento solo en mi banca favorita, la que está junto al árbol grande. Cierro los ojos e imagino un pastel de chocolate con nueve velitas. Las cuento con los dedos. Una, dos, tres… hasta nueve.
Cuando regreso a casa por la tarde, todo sigue igual. Sara está en su cuarto con música fuerte. Mamá habla por teléfono otra vez. Me encierro en mi habitación y saco mi caja especial de debajo de la cama. Adentro guardo mis tesoros: una pluma azul que encontré en el parque, una foto mía con el abuelo, y las velitas que guardé de mi cumpleaños del año pasado.
Coloco las velitas sobre mi escritorio, formando un círculo perfecto. Solo son cinco, pero no importa. Apago la luz y las enciendo una por una con los fósforos que tomé prestados de la cocina. El cuarto se llena de una luz dorada y suave.
—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz —comienzo a cantar en voz baja—. Te deseamos Tomás, cumpleaños feliz.
Mi voz tiembla un poquito, pero sigo cantando. Cierro los ojos con fuerza y pido mi deseo: que el año que viene alguien se acuerde. Soplo las velitas imaginando que frente a mí hay un pastel enorme de chocolate con nueve velitas brillantes.
De repente, escucho un golpe suave en mi ventana. Me asusto y las velitas se apagan con mi grito. Es el señor Ramírez, nuestro vecino, que está en su jardín podando el cerco que separa nuestras casas. Me mira a través de la ventana y sonríe. Yo le sonrío de vuelta, aunque me da vergüenza que me haya visto.
Guardo rápidamente las velitas en su caja y bajo a cenar. Nadie dice nada especial. Nadie canta. Nadie trae pastel.
Esa noche, antes de dormir, abrazo mi almohada y dejo que las lágrimas salgan sin hacer ruido. Mañana será viernes y todo seguirá siendo normal. Nadie sabrá que hoy cumplí nueve años y que los celebré solo en mi cuarto, con cinco velitas viejas y un pastel que solo existe en mi cabeza.
***
Al día siguiente, cuando regreso de la escuela, hay algo extraño. La puerta de mi casa está entreabierta y escucho voces adentro. Voces de muchas personas. El corazón me late fuerte. ¿Será que tenemos visita?
Empujo la puerta y me quedo congelado en la entrada.
—¡Sorpresa!
Todo mi cuerpo se sacude del susto. En la sala están mamá, papá, Sara, la señorita Lucía, mis tres mejores amigos de la escuela, y en el centro de todos, sonriendo con su sombrero de fiesta, está el señor Ramírez.
Hay globos por todas partes. Globos azules, mis favoritos. Y en la mesa del comedor veo algo que hace que se me llenen los ojos de lágrimas: un pastel enorme de chocolate con nueve velitas.
—Ay, mi amor —mamá se acerca y me abraza fuerte—. Perdóname, perdónanos. Con tanto trabajo y las cosas de tu hermana, se nos fue por completo…
—El señor Ramírez vino ayer en la noche —dice papá, poniendo su mano en mi hombro—. Nos contó lo que vio por la ventana y nos hizo reaccionar.
El señor Ramírez se acerca y se agacha para quedar a mi altura. Sus ojos son amables, como siempre.
—Nadie debería celebrar solo su cumpleaños, Tomás. Y menos un niño tan especial como tú.
—Gracias —susurro, y lo abrazo con todas mis fuerzas.
Todos cantan “Cumpleaños feliz”. Esta vez son muchas voces, no solo la mía. Miro las nueve velitas encendidas brillando frente a mí, no en mi imaginación, sino de verdad.
—Pide tu deseo, Tomás —dice Sara, que por primera vez en mucho tiempo me mira de verdad, con los ojos un poco rojos.
Cierro los ojos, pero esta vez no pido que se acuerden el próximo año. Esta vez pido que siempre existan personas como el señor Ramírez en el mundo, personas que miran por las ventanas y ven cuando alguien necesita que lo vean.
Soplo las velitas y todos aplauden. La señorita Lucía me abraza. Mis amigos gritan emocionados. Sara me despeina el cabello como hace cuando está de buen humor.
—Ven, Tomás —dice el señor Ramírez—. Hay que cortar el pastel. Es de chocolate, tu favorito.
Le tomo la mano mientras caminamos hacia la mesa. Es una mano áspera, de trabajar en el jardín, pero también es la mano más amable que he conocido.
Esta noche, antes de dormir, guardaré una foto en mi caja especial. No la foto del pastel ni de los globos. Sino la foto donde estoy abrazando al señor Ramírez, con mi cara llena de chocolate y la sonrisa más grande que he tenido en mucho tiempo.
Porque aprendí que a veces las personas más cercanas se olvidan de mirarte. Pero también aprendí que la ternura puede venir de donde menos lo esperas: de un vecino que poda su cerco, que mira por tu ventana, y que decide que ningún niño merece soplar velitas imaginarias en la oscuridad.
Hoy cumplí nueve años. Y por fin, lo celebré de verdad.
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