Decidí dejar de ser sirvienta de mi esposo e hijos
El teléfono sonó justo cuando enjuagaba los últimos platos del desayuno. Había preparado huevos revueltos para Roberto y los chicos, pero al bajar después de tender la ropa solo encontré los platos sucios amontonados en el fregadero. Ni un “gracias, mamá”, ni un “qué rico estuvo”. Nada. Solo silencio y grasa pegada al plato.
—¿Bueno? —respondí, secándome las manos en el delantal que llevaba puesto desde las seis de la mañana.
—¿Carmen? ¿Carmen Morales?
La voz me resultaba conocida, aunque no lograba ubicarla.
—Sí… soy yo. ¿Quién habla?
—Patricia Vega, directora de Recursos Humanos de Editora Galaxia. Obtuve tu número gracias a María Teresa, tu antigua compañera de la universidad.
Me quedé paralizada. Hacía más de veinte años que nadie mencionaba mi carrera. Después de casarme, Roberto me había convencido de quedarme en casa:
“Los niños te necesitan, Carmen. Yo trabajo suficiente para mantenernos a todos”, me había repetido hasta que cedí.
—Verás, Carmen —continuó Patricia—, estamos buscando una editora senior para el área de literatura infantil. María Teresa me mostró algunos cuentos tuyos de la universidad… y debo decir que me impresionaron. Sé que ha pasado tiempo, pero… ¿estarías interesada en una entrevista?
Sentí que el corazón me latía en los oídos.
—Yo… no sé qué decir —balbuceé—. Hace tanto tiempo que no escribo.
—El talento no se oxida, Carmen —replicó ella con firmeza—. Y ser madre te ha dado una visión única sobre lo que leen los niños. ¿Te parece si nos vemos mañana?
Colgué el teléfono y quedé inmóvil en la cocina. Veinte años. Veinte años cocinando, barriendo, lavando, planchando. Veinte años siendo invisible.
Esa noche, Roberto llegó como siempre: dejó los zapatos en medio de la sala, encendió el televisor y esperó que le sirviera la cena.
—Recibí una llamada hoy —dije mientras ponía el plato frente a él.
—¿Una llamada? —levantó la vista del televisor con una ceja arqueada—. ¿De qué hablas?
Lo miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo y sentí que algo dentro de mí se encendía.
—De trabajo, Roberto. De mi trabajo.

El teléfono sonó justo cuando enjuagaba los últimos platos del desayuno. Había preparado huevos revueltos para Roberto y los chicos, pero al bajar después de tender la ropa solo encontré los platos sucios amontonados en el fregadero. Ni un “gracias, mamá”, ni un “qué rico estuvo”. Nada. Solo silencio y grasa pegada al plato.
—¿Bueno? —respondí, secándome las manos en el delantal que llevaba puesto desde las seis de la mañana.
—¿Carmen? ¿Carmen Morales?
La voz me resultaba conocida, aunque no lograba ubicarla.
—Sí… soy yo. ¿Quién habla?
—Patricia Vega, directora de Recursos Humanos de Editora Galaxia. Obtuve tu número gracias a María Teresa, tu antigua compañera de la universidad.
Me quedé paralizada. Hacía más de veinte años que nadie mencionaba mi carrera. Después de casarme, Roberto me había convencido de quedarme en casa:
“Los niños te necesitan, Carmen. Yo trabajo suficiente para mantenernos a todos”, me había repetido hasta que cedí.
—Verás, Carmen —continuó Patricia—, estamos buscando una editora senior para el área de literatura infantil. María Teresa me mostró algunos cuentos tuyos de la universidad… y debo decir que me impresionaron. Sé que ha pasado tiempo, pero… ¿estarías interesada en una entrevista?
Sentí que el corazón me latía en los oídos.
—Yo… no sé qué decir —balbuceé—. Hace tanto tiempo que no escribo.
—El talento no se oxida, Carmen —replicó ella con firmeza—. Y ser madre te ha dado una visión única sobre lo que leen los niños. ¿Te parece si nos vemos mañana?
Colgué el teléfono y quedé inmóvil en la cocina. Veinte años. Veinte años cocinando, barriendo, lavando, planchando. Veinte años siendo invisible.
Esa noche, Roberto llegó como siempre: dejó los zapatos en medio de la sala, encendió el televisor y esperó que le sirviera la cena.
—Recibí una llamada hoy —dije mientras ponía el plato frente a él.
—¿Una llamada? —levantó la vista del televisor con una ceja arqueada—. ¿De qué hablas?
Lo miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo y sentí que algo dentro de mí se encendía.
—De trabajo, Roberto. De mi trabajo.
El tenedor se le quedó suspendido en la mano. Me observó como si hubiera escuchado una herejía.
—¿Trabajo? ¿A tu edad? ¿Y quién va a encargarse de la casa, de los chicos, de mí?
—Los chicos ya no son tan pequeños —respondí con calma—. Y la casa es de todos.
Su risa fue amarga.
—No digas tonterías, Carmen. Tú no necesitas eso. Lo que necesitas es descansar y seguir cuidándonos.
No contesté. Algo en mí había cambiado. Sentía miedo, pero más fuerte aún era la certeza de que no podía seguir viviendo solo para los demás.
A la mañana siguiente, me vestí con un traje sencillo que llevaba guardado años. Frente al espejo vi a una mujer distinta: con arrugas, sí, pero también con una mirada más viva de lo que recordaba. Tomé un autobús rumbo al centro, y con cada parada sentía que me acercaba no solo a una entrevista, sino a una parte de mí que había dejado enterrada.
Patricia me recibió con una sonrisa cálida y un café en la mano. La oficina olía a papel y tinta fresca, un olor que me devolvió de golpe a mis años universitarios. Conversamos durante una hora sobre mis cuentos, mis ideas, mi visión de la literatura infantil en una era digital. Yo misma me sorprendí: las palabras brotaban como si nunca hubieran estado dormidas.
—Te llamaré en unos días —me dijo Patricia al final—. Pero te confieso algo: siento que encajas perfectamente aquí.
Salí a la calle con una sensación de ligereza que hacía mucho no experimentaba.
Cuando llegué a casa, Roberto estaba sentado en el sillón.
—¿Y? —preguntó sin mirarme.
—Me fue bien. Creo que me contratarán.
Él se echó a reír con sarcasmo.
—No seas ridícula. ¿Para qué quieres trabajar? Yo gano suficiente.
Respiré hondo.
—No es por dinero, Roberto. Es por mí.
Él golpeó la mesa con el puño.
—¡Por ti! ¿Y quién cuidará de la casa? ¿Quién hará la comida?
—Podemos compartir las tareas.
Sus ojos ardieron de rabia.
—No pienso lavar platos ni planchar camisas.
No discutí más. Me fui al cuarto, con el corazón agitado, pero con la certeza de que esa batalla recién comenzaba.
Unos días después recibí la llamada: había sido contratada. Cuando lo conté en casa, Sofía, mi hija, me abrazó emocionada. Daniel, el mayor, apenas murmuró un “haz lo que quieras”. Roberto, en cambio, me lanzó una mirada helada.
—Te prohíbo aceptar ese trabajo.
Lo miré fijamente.
—Ya no necesito tu permiso.
El lunes, en lugar de poner desayunos en la mesa, dejé pan y leche y salí temprano. En la editorial me recibieron con flores. Me asignaron un proyecto importante: seleccionar cuentos para una nueva colección. Me sumergí en manuscritos, ilustraciones, discusiones con editores. Me sentía viva.
En casa, la resistencia continuó. Roberto me lanzaba reproches a cada instante:
—La cena está fría.
—La ropa se acumula.
—Los chicos están desordenados.
Yo no respondía. Sofía comenzó a ayudarme y Daniel aprendió a hacerse sus propios desayunos. Poco a poco, el equilibrio de la casa empezó a transformarse, aunque Roberto se resistía con uñas y dientes.
Con el paso de los meses, escribí de nuevo. Patricia me animó a mostrar un cuento mío y lo leyó el equipo editorial. Recibí aplausos y la propuesta de publicarlo. Cuando sostuve por primera vez el libro impreso, lloré como una niña.
La presentación pública fue un día inolvidable. Subí al escenario, con el corazón latiendo como nunca.
—Este libro —dije ante decenas de personas— nació después de veinte años de silencio. Lo escribí porque entendí que nunca es tarde para volver a empezar.
El aplauso me envolvió. Entre la multitud vi a Sofía llorando de orgullo. Y, para mi sorpresa, también vi a Roberto. Sus brazos cruzados, su rostro serio, pero allí estaba.
Después del evento se acercó.
—No sé en qué momento te convertiste en esta mujer.
—Siempre lo fui —le respondí—. Solo que ahora me dejaste salir.
No fue una reconciliación inmediata, pero sí un reconocimiento. A partir de entonces, Roberto empezó a cambiar. Lento, torpe, pero cambió.
Tres años después, mis libros circulan en escuelas, recibo cartas de niños y padres agradecidos, y doy charlas a mujeres que creen que sus sueños murieron entre ollas y escobas. Roberto y yo seguimos juntos, aunque nuestra relación ya no es la misma: ahora soy su compañera, no su sirvienta.
Sofía estudia Letras, inspirada en mi camino. Daniel trabaja y de vez en cuando me manda un mensaje orgulloso.
Y yo, Carmen Morales, ya no soy invisible. Soy madre, esposa, escritora. Pero, sobre todo, soy yo misma.
Y nunca más permitiré que nadie me quite eso.
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