El Claustro de Cantera Rosa

La casa de don Ramiro Castellanos se alzaba imponente en las afueras de San Miguel de Allende, rodeada por muros de cantera rosa que parecían más una fortaleza medieval que el hogar de una familia respetable del siglo XXI. Desde la carretera, los viajeros ocasionales y los turistas admiraban su arquitectura colonial, sus ventanas con rejas de hierro forjado intrincado y el jardín que, a la vista pública, lucía espléndido y cuidado. Sin embargo, nadie imaginaba que detrás de esos muros, tres mujeres jóvenes vivían una pesadilla silenciosa, una existencia detenida en el tiempo.

Era el verano de 2018 cuando las hijas de don Ramiro desaparecieron del mundo exterior. Sofía tenía 23 años, Valentina 21 y Lucía apenas 19. La versión oficial que don Ramiro compartió con los vecinos, el párroco y los pocos conocidos que aún frecuentaba, era simple y aparentemente benévola: sus hijas, abrumadas por la banalidad del mundo moderno, habían decidido dedicarse a la vida contemplativa, al estudio de textos sagrados y a la purificación del alma bajo su guía paternal. Después de todo, don Ramiro era una figura de autoridad moral en la región, propietario de varias haciendas en Guanajuato y descendiente de un linaje que había acumulado riqueza durante generaciones a través del comercio de plata y piedras preciosas.

El calor de julio era implacable aquel primer día del encierro definitivo. Sofía recordaba cada detalle con una claridad que la atormentaba en sus noches de insomnio. Había sido una mañana como cualquier otra, con el canto de los gorriones filtrándose por las ventanas abiertas y el aroma del café de olla que Lucía preparaba en la cocina. La madre de las chicas, Mireya, había muerto tres años antes en circunstancias que nunca fueron del todo claras: un “accidente doméstico” según el certificado de defunción, una caída fatal por las escaleras de la hacienda principal.

Desde entonces, don Ramiro había cambiado. La metamorfosis fue gradual, casi imperceptible al inicio. Pequeños comentarios sobre la longitud de sus faldas, interrogatorios sobre con quién hablaban, prohibiciones sobre a dónde iban. Sofía estaba terminando su tesis en literatura en la Universidad de Guanajuato; Valentina trabajaba curando exposiciones en una galería de arte del centro histórico; Lucía soñaba con ser veterinaria y pasaba sus tardes como voluntaria en un refugio de animales. Tenían vidas, amigos, amores y sueños que se extendían más allá de los muros de cantera rosa.

Pero don Ramiro veía pecado en todo: en las risas de sus hijas, en los libros seculares, en la música que escuchaban. Decía que el mundo moderno era una trampa, que la libertad era solo otro nombre para la perdición. Citaba pasajes bíblicos que había reinterpretado a su conveniencia, mezclando tradición católica con una paranoia creciente y un deseo de control absoluto.

Aquella mañana de julio, Sofía encontró las puertas cerradas con llave. Todas. La puerta principal con su pesada cerradura de bronce, las puertas del jardín, incluso las que daban a los patios interiores. Las ventanas habían sido reforzadas con barras adicionales durante la noche, instaladas silenciosamente mientras ellas dormían. Cuando bajó las escaleras, encontró a sus hermanas en la sala, pálidas y confundidas. Don Ramiro estaba sentado en su sillón de cuero, el que había pertenecido a su abuelo, con una expresión de serenidad beatífica que contrastaba con el horror que estaba por desatarse.

Les dijo que no era un castigo, sino una bendición. Les aseguró que el mundo exterior estaba corrompido, lleno de peligros que ellas, en su inocencia, no podían comprender. Las noticias sobre violencia y desapariciones eran, según él, la prueba de que México se estaba desmoronando y que él, como padre amoroso, tenía el deber sagrado de protegerlas, aunque eso significara apartarlas de la sociedad hasta que aprendieran el verdadero significado de la obediencia.

Sofía intentó razonar con él, apelando a la ley y a su mayoría de edad. Don Ramiro solo sonrió con esa expresión condescendiente y férrea que habían aprendido a temer. Les informó que los teléfonos habían sido desconectados, el internet bloqueado y el personal despedido, salvo Macario, el anciano jardinero sordo que vivía en una casita al fondo del terreno y que no hacía preguntas.

Durante las primeras semanas, la desesperación reinó en la casa. Gritaron hasta quedarse sin voz, pero la propiedad estaba demasiado aislada y los gruesos muros de piedra absorbían cualquier sonido. Buscaron herramientas para forzar las cerraduras, pero don Ramiro había sido meticuloso; la casa había sido purgada de cualquier objeto contundente o afilado fuera de la cocina, la cual cerraba con llave por las noches. Cada velada, él mismo les llevaba la cena, recitaba oraciones y les leía pasajes de una Biblia antigua heredada de su bisabuelo.

El dinero de los Castellanos era legendario, lo que permitía a don Ramiro mantener su aislamiento sin levantar sospechas financieras. Se decía que las bóvedas de la casa guardaban diamantes y lingotes de oro. Él manejaba sus negocios desde un despacho en la planta baja, recibiendo ocasionalmente a abogados que nunca subían al segundo piso, donde sus hijas vivían confinadas en lo que él llamaba el “Ala de la Purificación”.

Sofía comenzó a llevar un diario en los márgenes de un libro de poesía de Sor Juana que había logrado esconder. Necesitaba mantener la cordura, documentar los días que se fundían unos con otros en una masa gris. Valentina, utilizando sus conocimientos de psicología, optó por analizar a su padre. Descubrió que don Ramiro tenía rituales obsesivos: cada martes y viernes se encerraba en la capilla privada del tercer piso, una habitación prohibida para ellas.

Lucía, la más joven, transformó su dolor inicial en una determinación fría. Estudió la casa como si fuera un organismo vivo: memorizó cada crujido del suelo de madera, cada corriente de aire, cada rutina de su carcelero.

Los meses se convirtieron en un año, y luego en dos. Llegó el 2020 y con él la pandemia, que don Ramiro usó como la validación final de su visión apocalíptica. Pero fue en la primavera de ese año cuando la fachada comenzó a agrietarse. Una noche de enero, Sofía escuchó a su padre llorar, mencionando nombres desconocidos: Estela, Rodrigo. Y el nombre de su madre, Mireya.

La curiosidad venció al miedo. Una madrugada de abril, Lucía aprovechó que su padre había salido al jardín para desactivar la alarma perimetral durante sus habituales 30 minutos de insomnio. Con un alambre extraído de su colchón, forzó la cerradura de su habitación y subió a la capilla prohibida.

Lo que encontró allí destruyó cualquier vestigio de amor filial que pudiera quedarle. No era un lugar de oración, sino un santuario de la culpa y la perversión. Paredes cubiertas de fotografías de mujeres desconocidas, primero vivas y sonrientes, luego con miradas vacías, vestidas con ropas blancas dentro de esa misma casa. Y en el altar, tres cajas de madera. Al abrir la caja con el nombre de su madre, encontró un diario y documentos legales.

Mireya no había caído por accidente. Había sido asesinada porque descubrió la verdad: la fortuna familiar no venía de minas ni comercio legítimo, sino del tráfico ilegal de piezas arqueológicas saqueadas y del lavado de dinero. Y peor aún, don Ramiro y su padre antes que él habían silenciado a cualquiera que amenazara con exponerlos, incluyendo a la abuela Estela y al tío Rodrigo, cuyos cuerpos, según el diario, yacían en la antigua hacienda de Dolores Hidalgo.

Lucía escapó de la capilla por poco, llevándose el conocimiento que les salvaría la vida o las condenaría. Tras contarle todo a sus hermanas, trazaron un plan. Sabían que su padre viajaba a Dolores Hidalgo cada dos martes. Ese era su momento.

El martes elegido amaneció gris. Esperaron a que el coche de don Ramiro desapareciera. Valentina bajó a distraer a Macario en el jardín, mientras Sofía y Lucía buscaban en el dormitorio de su padre las llaves del sótano, el lugar donde, según el diario de su madre, se guardaba la evidencia definitiva. Encontraron más fotografías, pruebas de que su padre era un depredador en serie que llevaba décadas operando.

Pero el destino les jugó una mala pasada. Don Ramiro regresó antes de tiempo.

El pánico se apoderó de ellas cuando escucharon el motor del coche. Valentina corrió adentro y las tres se escondieron en la despensa de la cocina. Escucharon los pasos furiosos de su padre al descubrir las habitaciones vacías. Sabía que habían escapado de sus cuartos. Justo cuando estaba por abrir la despensa, el timbre de la puerta sonó. Eran policías, probablemente por algún asunto administrativo rutinario, pero esa distracción fue el milagro que necesitaban.

Mientras don Ramiro atendía la puerta, las hermanas se deslizaron hacia el sótano. Allí, bajo la luz amarillenta de las bombillas desnudas, confirmaron el horror: un archivo meticuloso de crímenes y una celda con cadenas. No había duda alguna. Tomaron todo lo que pudieron cargar en una bolsa de lona: expedientes, fotos, el diario.

Cuando subían las escaleras del sótano, se toparon con la mirada de don Ramiro al final del pasillo. Ya no era el patriarca severo, sino un animal acorralado. Sostenía su vieja Biblia contra el pecho como un escudo. Las hermanas no dudaron. Corrieron hacia la puerta trasera, que él había dejado abierta en su búsqueda frenética.

Bajo la lluvia torrencial, treparon el muro del jardín trasero ayudándose del viejo limonero. Al saltar hacia la libertad, dejaron atrás no solo la casa, sino la vida que conocían. Corrieron por el campo hasta la carretera, con los pies sangrando y el corazón estallando, hasta que un camión de verduras las recogió y las llevó a la delegación de San Miguel de Allende.

El Desenlace

La llegada a la delegación fue una escena de caos y catarsis. Empapadas y temblando, las tres hermanas presentaron la bolsa de lona ante la comandante Ramírez. Al principio hubo escepticismo —los Castellanos eran intocables—, pero el contenido de esa bolsa gritaba una verdad imposible de ignorar. Fotos, fechas, confesiones escritas de puño y letra de un hombre que creía estar justificado por Dios.

La comandante Ramírez, horrorizada, movilizó a la fuerza estatal. Una hora después, un convoy de patrullas rodeó la casa de cantera rosa. Rompieron las puertas, esperando encontrar resistencia armada. Sin embargo, la casa estaba en silencio.

Recorrieron las habitaciones, el “Ala de la Purificación”, la capilla con su altar macabro y finalmente bajaron al sótano. Allí no estaba don Ramiro. La búsqueda se extendió por toda la propiedad. Fue un oficial joven quien lo encontró en el jardín trasero, bajo la lluvia que no cesaba.

Don Ramiro Castellanos yacía junto al tronco del viejo limonero, el mismo que sus hijas habían usado para escapar. No había huido. En su lógica retorcida, no tenía a dónde ir fuera de su reino. Había ingerido veneno para ratas, mezclado con el vino de consagrar que guardaba en su capilla. En sus manos, ya rígidas, sostenía una fotografía antigua de su madre y la Biblia familiar abierta en el libro del Apocalipsis. Había elegido su propio juicio final antes que enfrentar el de los hombres.

El escándalo sacudió a México. La “Casa de la Cantera” se convirtió en sinónimo de horror. Los forenses pasaron semanas excavando en la hacienda de Dolores Hidalgo, recuperando los restos de Estela, Rodrigo y de al menos cinco mujeres más que habían desaparecido a lo largo de tres décadas. Mireya, la madre de las chicas, fue exhumada y se confirmó que su cráneo presentaba fracturas incompatibles con una caída accidental.

Para Sofía, Valentina y Lucía, el camino hacia la recuperación fue largo. Heredaron la fortuna familiar, pero no quisieron ni un centavo de ese dinero manchado de sangre. Con la ayuda de abogados, liquidaron todos los bienes. El dinero de la venta de las propiedades y las joyas se destinó a crear una fundación para víctimas de violencia doméstica y desaparición forzada, llamada “Fundación Mireya”.

La casa de cantera rosa fue donada al municipio, que decidió demolerla. Era demasiado doloroso mantenerla en pie. En su lugar, se construyó un parque público, un espacio abierto, sin muros, lleno de luz y vegetación.

Tres años después del escape, en un día soleado de primavera, las tres hermanas se reunieron en ese parque. Sofía había publicado su primera novela, una ficción que, aunque disfrazada, le servía para purgar sus demonios. Valentina trabajaba como psicóloga infantil, ayudando a otros a sanar traumas que ella comprendía mejor que nadie. Y Lucía, finalmente, había terminado sus estudios de veterinaria.

Se sentaron en una banca, viendo a los niños correr libres donde antes hubo celdas y sombras. No hablaron del pasado; no hacía falta. Las cicatrices invisibles seguían ahí, y quizás nunca desaparecerían del todo, pero al mirar el cielo abierto, sin rejas ni barrotes, supieron que finalmente la pesadilla había terminado. Habían roto el ciclo. Eran libres.