La Sombra de Piedra: Una Tragedia en el Barrio de la Matanza

 

Hermosillo, Sonora. 1883.

El sol de Sonora no acaricia; castiga. En aquel año, el astro rey parecía haber declarado una guerra personal contra la tierra, convirtiendo el aire en un aliento de horno y el suelo en una costra agrietada y sedienta. La ciudad se extendía perezosamente, aplastada bajo el peso de un cielo inmaculadamente azul y cruel, donde la única tregua era la brisa escasa y polvorienta que a veces subía desde el cauce mermado del río Sonora.

En el corazón geográfico y moral de esta dureza se encontraba el Barrio de la Matanza. Era un lugar de gente recia, curtida por el trabajo de la piedra y el sacrificio del ganado. Allí, como un monumento a la ambición humana en medio de la desolación, se erigía la taberna “El Mirasol”. Sus muros gruesos de adobe guardaban el frescor y los secretos, y su dueño, don Casimiro, guardaba las llaves de los destinos de muchos hombres.

Don Casimiro era una paradoja viviente, un hombre a quien la naturaleza y la fortuna habían marcado de formas opuestas. Su estatura era diminuta, casi infantil, una característica física que lo hacía destacar en cualquier multitud y que atraía miradas cargadas de una mezcla de superstición y burla velada. Sin embargo, si su sombra física era corta, su sombra económica era inmensa y oscura. Casimiro había aprendido temprano que lo que le faltaba en altura podía comprarlo con oro y miedo.

No era un simple tabernero. Su mente, afilada como un cuchillo de carnicero, había visto el futuro en la piedra rosada. Había invertido en la pujante industria de la cantera, suministrando el material para las nuevas iglesias y edificios gubernamentales que pretendían civilizar la Hermosillo moderna. De empresario pasó a prestamista, y de prestamista a dueño de voluntades. En “El Mirasol”, el tequila y el mezcal eran solo la excusa; el verdadero vicio que se servía allí era la usura.

La Deuda y la Sequía

 

El conflicto que mancharía de sangre el polvo del viejo molino tenía un nombre: Don Hilario. A diferencia de la astucia reptiliana de Casimiro, Hilario era un hombre de tracción y sudor. Era un carretero honesto, de esos que miden la vida en kilómetros recorridos y cargas entregadas. Vivía del esfuerzo de sus brazos y del aguante de su pareja de mulas.

Hilario había cometido el error de soñar. Queriendo expandir su modesto negocio, compró a crédito un importante lote de cantera a don Casimiro, confiando en saldar la deuda con los ingresos de varios contratos de acarreo ya pactados. Pero el destino, en Sonora, es tan voluble como el clima. Una sequía inesperada y brutal paralizó la región. Las obras se detuvieron, el dinero dejó de fluir y los contratos de Hilario se evaporaron como el agua en la arena.

Consumido por la ansiedad, con el plazo de pago respirándole en la nuca, Hilario acudió a “El Mirasol”. Encontró a Casimiro en su trono habitual: un taburete especialmente elevado detrás de la barra, desde donde podía mirar a sus clientes a los ojos. El tabernero pulía una copa de cristal importado con una meticulosidad exasperante.

—Don Casimiro —dijo Hilario, con el sombrero estrujado entre las manos callosas y la voz temblorosa por la humillación—, le suplico una prórroga. Solo dos meses. La sequía pasará, las obras volverán. Le pagaré hasta el último centavo, lo juro por la Virgen.

Casimiro ni siquiera levantó la vista de la copa. Su indiferencia era más hiriente que un insulto.

—Las deudas no se secan con la lluvia, Hilario —respondió con una voz suave y venenosa—. Se pagan con dinero. El plazo venció ayer. Yo no pago mis gastos con promesas ni con rezos.

—Pero, señor, si me quita la carreta y las mulas, me quita las manos para trabajar. ¿Cómo podré pagarle entonces?

—Ese no es mi problema —sentenció Casimiro, colocando la copa al trasluz para buscar imperfecciones—. Mañana tomaré posesión de lo que es mío. El dinero es rey, Hilario, y la piedad es un lujo que no me puedo permitir.

Hilario salió de la taberna arrastrando los pies, con el peso del mundo sobre los hombros, mientras Casimiro, imperturbable, comenzaba a trazar su plan de ejecución.

La Emboscada en el Molino

 

Casimiro sabía que su estatura era su talón de Aquiles en un enfrentamiento físico. No podía ir solo a incautar los bienes de un hombre desesperado. Necesitaba músculo. Para eso tenía a Vicente, su capataz principal. Vicente era un gigante de pocas luces y mucha necesidad, cuya lealtad estaba cimentada en un salario generoso y un terror reverencial hacia las conexiones políticas de su jefe.

—Mañana iremos al viejo molino de harina —instruyó Casimiro a Vicente esa noche—. Hilario suele esperar fletes allí. Tomaremos la carreta y las bestias. Si se resiste, lo inmovilizas. No quiero demoras, ni espectáculos, ni testigos.

A la mañana siguiente, el aire ya quemaba los pulmones. Don Casimiro cabalgaba sobre un poni pequeño, una montura elegida cuidadosamente para no resaltar su baja estatura, mientras Vicente caminaba a su lado como un perro guardián. Encontraron a Hilario cerca del molino, cargando unos pocos sacos de maíz, un último y patético intento de ganar unas monedas antes de la ruina total.

Casimiro detuvo su poni frente a la carreta, bloqueando el camino.

—Hilario —dijo, sin preámbulos—, se acabó el tiempo. Entrégame las caballerías ahora mismo o llamaré a los hombres del coronel Ortega para acusarte de robo y desacato.

La mención del Coronel Ortega fue el golpe de gracia. En aquella época, la autoridad militar era la ley absoluta, y Ortega era amigo íntimo de copa y mantel de Casimiro. Hilario, agotado, hambriento y desesperado, sintió que algo se rompía dentro de él. Se dejó caer contra el costado de su carreta, sintiendo que la injusticia lo asfixiaba más que el polvo.

Miró a su verdugo. Vio a un hombre pequeño, insignificante en lo físico, pero monstruoso en su crueldad. La rabia, contenida durante meses de privaciones, estalló.

—¡Tómalo todo! —gritó Hilario, su voz quebrándose en un alarido—. ¡Tómalo, maldito seas! Pero no eres más que un enano ladrón. Un gusano que se esconde detrás de las faldas de la guarnición. ¡Tu única estatura es la que compras mendigando la lástima del coronel!

El silencio del mediodía se hizo denso. El insulto había dado en el blanco. La estatura de Casimiro era la herida abierta de su ego, el motor de todo su rencor hacia el mundo. La máscara de frialdad calculadora se desmoronó en un instante, revelando una furia volcánica.

—¡Vicente, inmovilízalo! —chilló Casimiro con una voz estridente y deformada por el odio.

El capataz, obedeciendo por instinto, se abalanzó sobre Hilario. A pesar de la lucha del carretero, la fuerza de Vicente era superior. Lo sujetó contra la madera de la carreta, inmovilizándole los brazos. Hilario, sin embargo, no callaba; seguía escupiendo verdades sobre la inmoralidad y el tamaño del tabernero.

Casimiro desmontó de su poni con una agilidad sorprendente. Sus ojos buscaban algo, cualquier cosa, para silenciar aquella voz que desnudaba sus inseguridades. A sus pies, caída de la propia carga de Hilario, yacía una piedra de cantera rosada. Era pequeña, pero densa, con un borde irregular y afilado como una navaja.

La recogió con ambas manos. Apenas podía sostenerla, pero la adrenalina del odio le dio fuerzas. Se acercó a Hilario, quien forcejeaba inútilmente en los brazos de Vicente.

No hubo advertencia. En un acto de furia ciega, Casimiro levantó la piedra y la descargó con toda su fuerza sobre la cabeza indefensa de Don Hilario.

El sonido fue seco, un crujido repugnante de hueso contra piedra que rompió la quietud del molino. Hilario dejó de gritar al instante. Su cuerpo se volvió pesado y flácido, deslizándose de los brazos de Vicente hasta golpear el suelo polvoriento. Un charco oscuro y espeso comenzó a formarse rápidamente bajo su cabeza, tiñendo la tierra seca de rojo.

El Pacto de Silencio

 

El eco del golpe pareció suspender el tiempo. Vicente soltó el cuerpo y retrocedió, con el rostro bañado en sudor frío y los ojos desorbitados por el horror.

—¡Lo mató! —balbuceó el capataz—. ¡Don Casimiro, lo mató!

Casimiro, respirando agitadamente, miró el cuerpo inerte. La furia se evaporó tan rápido como había llegado, reemplazada por una lucidez gélida y pragmática. Pateó la piedra ensangrentada y se limpió las manos en su pantalón.

—Escúchame bien, Vicente —dijo, y su voz ya no era un chillido, sino un susurro de acero—. Esto fue un accidente.

—Pero… yo vi… usted le dio con la piedra…

Casimiro se acercó al capataz, obligándolo a mirarlo a los ojos. A pesar de la diferencia de altura, el tabernero parecía gigante en su autoridad.

—Lo que tú viste es que Don Hilario, borracho y desesperado, tropezó y cayó sobre su propia carga. Se golpeó la cabeza. ¿Me entiendes? Tú trabajas para mí, Vicente. Y yo soy amigo del Coronel. Si tu historia difiere de la mía, diré que fuiste tú quien lo mató por robarle. ¿A quién creerán? ¿A un peón o al amigo del jefe de la guarnición?

Vicente tembló. Sabía que era verdad. En Sonora, la verdad la dictaba el poder.

—Además —añadió Casimiro, suavizando el tono y tocando el punto débil del hombre—, tu familia necesita comer. Te doblaré la paga por tu lealtad y tu silencio. ¿Trato hecho?

El miedo a la horca y el hambre de sus hijos libraron una breve batalla en la conciencia de Vicente. El miedo ganó. El capataz asintió lentamente, cómplice ahora de un asesinato.

La Puesta en Escena

 

Bajo la dirección meticulosa de Casimiro, la escena del crimen fue alterada. Limpiaron la sangre del suelo, arrojaron la piedra homicida al fondo del molino y frotaron tierra en la herida de Hilario para simular una caída sucia.

—Lo subiremos a la carreta —ordenó Casimiro—. Lo llevaremos a su casa. Diremos que lo encontramos herido en el camino y que, por piedad, lo llevamos con su familia.

El viaje hasta la modesta vivienda de Hilario fue una procesión macabra. Casimiro conducía la carreta del muerto, mientras Vicente caminaba al lado, ensayando su mentira. Al llegar, dejaron el cuerpo a la vista de la esposa y los hijos, quienes salieron alertados por el ruido. Antes de que los gritos de dolor de la mujer pudieran convertirse en preguntas, Casimiro y Vicente se marcharon apresuradamente, dejando la tragedia en el umbral de la familia destruida.

De regreso en el centro, Casimiro despidió a Vicente con una mirada que sellaba el pacto.

—Recuerda: ebriedad y caída. No viste nada más.

Eran las tres de la tarde cuando Casimiro entró de nuevo en “El Mirasol”. La taberna estaba vacía y en penumbra. Fue directo a la barra, se sirvió un tequila añejo y se lo bebió de un golpe. Se miró en el espejo tras las botellas. No vio a un asesino; vio a un hombre que había restablecido el orden natural de las cosas. Se sentó en su taburete alto y esperó a sus clientes, tranquilo, intocable.

La Justicia Ciega

 

La noticia voló más rápido que el viento. Al anochecer, todo Hermosillo sabía que Don Hilario había muerto. Los rumores en el barrio eran un hervidero. La viuda hablaba de amenazas, de deudas y de la crueldad de Casimiro. La versión oficial de la “caída accidental” chocaba frontalmente con la reputación violenta del cobro de deudas del tabernero.

La presión pública obligó a actuar a los gendarmes. El sargento Ruiz, un hombre cansado que conocía demasiado bien los límites de su placa frente al poder militar, recibió la orden de investigar. Sabía que era una tarea inútil, peligrosa incluso, pero las formas debían guardarse.

A la mañana siguiente, Ruiz y otro gendarme entraron en “El Mirasol”. Iban nerviosos, con los sombreros en la mano, como si fueran ellos los culpables.

Casimiro los esperaba, sonriente, detrás de su barra.

—Buenos días, oficiales. Imagino que vienen por el triste asunto del pobre Hilario —dijo, ofreciéndoles un trago antes de que pudieran hablar.

—Sí, don Casimiro —respondió Ruiz, rechazando la bebida—. Tenemos que tomar declaración. La viuda dice que hubo amenazas…

—Disparates de dolor, sargento —interrumpió Casimiro con calma—. Hubo una discusión por dinero, sí. Pero el hombre estaba ebrio. Se tropezó. Mi capataz puede confirmarlo. Fue una tragedia, no un crimen.

Antes de que Ruiz pudiera presionar más, la puerta de la taberna se abrió de golpe. La luz de la mañana recortó una silueta imponente: el Coronel Ortega. Su uniforme de gala brillaba, y su presencia llenó el local de una autoridad asfixiante.

Ortega no miró a los gendarmes. Caminó directo hacia la barra, donde Casimiro ya le servía su copa habitual.

—Casimiro —tronó el coronel con voz de mando—, he oído rumores molestos. Gente chismosa perturbando el orden de mi ciudad.

—Así es, Coronel —respondió Casimiro, lanzando una mirada de soslayo a los policías—. Aquí los oficiales estaban preocupados por las habladurías de los borrachos sobre el accidente de ayer.

El Coronel se giró lentamente hacia el sargento Ruiz. Su mirada era pesada, cargada de una amenaza implícita que podía acabar con carreras y vidas.

—Sargento —dijo Ortega—, “El Mirasol” es un lugar de gente decente. No quiero que se pierda el tiempo con chismes ni que se moleste a ciudadanos respetables. Arregle ese informe y limpie el cuartel de tonterías, o tendré que enviar a mis hombres a enseñarles cómo se mantiene el orden real.

El mensaje era cristalino. Insistir en la investigación era declarar la guerra al ejército.

El sargento Ruiz tragó saliva, asintió y bajó la cabeza.

—Entendido, mi Coronel. Parece que todo está claro. Fue un accidente por ebriedad. Nos retiramos.

Los gendarmes salieron de la taberna casi huyendo, dejando atrás la justicia, que yacía muerta en el suelo igual que Don Hilario.

Don Casimiro y el Coronel brindaron con tequila. El pequeño hombre sonrió. Había cometido un asesinato a plena luz del día, pero en la Hermosillo de 1883, la estatura de un hombre no se medía en centímetros, sino en la longitud de la sombra que podía proyectar sobre la ley. Y la sombra de Casimiro, al amparo del poder, era infinita.