Todo sucedió en un día que parecía completamente normal, pero que terminó siendo un punto de inflexión que cambió la vida de Maaba y su esposa para siempre.

Ella—la esposa hermosa, dulce y delicada—le había advertido en múltiples ocasiones que no comía pescado. No era porque le disgustara el sabor ni por simple preferencia personal, sino porque… “Si como pescado, me transformaré”, solía decir con un tono de tristeza en la voz.

Cada vez que Maaba compraba comida, ella revisaba meticulosamente cada plato, cada ingrediente, leía cada etiqueta como si fuera una costumbre arraigada. Al principio, Maaba pensó que se trataba de una obsesión extraña, algún tipo de alergia rara. Pero por amor a ella, respetó su decisión sin hacer más preguntas. Pensaba: “Mientras ella sea feliz, eso es lo único que importa”.

Su matrimonio era feliz. Acababan de terminar su nuevo hogar—una lujosa mansión que Maaba jamás habría imaginado poseer. De ser un hombre sin nada, se había convertido en un exitoso empresario en apenas dos años desde que conoció a ella.

El día que se mudaron a su nueva casa, Maaba pasó por su panadería favorita y compró algunas empanadas saladas para celebrar de manera sencilla. Entre ellas, sin saberlo, había una con relleno de pescado.

Cuando su esposa mordió la empanada, ninguno de los dos imaginó que ese sería el inicio de una tragedia.

“¡Dios mío… Maaba… me siento rara!”—exclamó ella, llevándose las manos al abdomen.

Ante los ojos de él, su piel empezó a tornarse plateada, sus ojos se volvieron profundos y su cabello caía libremente como si flotara en el agua. Sus piernas desaparecieron, transformándose en una reluciente cola de pez color verde esmeralda.

“¡Dios santo!”—gritó Maaba, retrocediendo hasta chocar contra la pared—. “¿Qué… qué es esto? ¿Quién eres tú?”

Ella lo miró, con lágrimas cayendo por su rostro:

“Esto es lo que más temía… Te advertí… Me has dado de comer pescado…”

Se desplomó en el suelo, sus manos temblando:

“Ahora estoy atrapada en el cuerpo de una sirena. Cada noche me transformaré en pez, y solo durante el día podré volver a ser humana. Y lo peor es que esta maldición durará diez años.”

Maaba quedó paralizado, sin poder creer lo que veía.

“¿Eres… una sirena?”—balbuceó.

“Sí”, asintió ella, con lágrimas cayendo sin cesar—. “Siempre he sido una sirena. ¿Por qué crees que nunca me quedé a dormir en tu casa cuando salíamos? No era porque no te quisiera, sino porque no quería que vieras mi verdadera forma”.

“¿Pero por qué aceptaste casarte conmigo? ¿Por qué no me lo dijiste antes?”—preguntó él temblando.

Ella apretó los labios:

“Te supliqué que no me obligaras a casarme. Sabía que esto pasaría. Pero insististe. Al final, recé a la Reina del Océano para que me diera la oportunidad de vivir como humana. Ella aceptó pero con una condición: no podía comer pescado. Si rompía esa condición, la maldición se reactivaría”.

Maaba cayó al suelo, sosteniéndose la cabeza con ambas manos:

“Dios mío… ¿Por qué no me lo dijiste…? ¿Por qué lo ocultaste?”

Ella lo miró fijamente, mostrándole por primera vez una parte de su verdadero ser:

“Porque te amo. Quería una vida normal. No lo entenderías, Maaba. Toda mi vida soñé con ser humana de verdad. Y tú me diste esperanza”.

La habitación quedó en un silencio asfixiante.

Al cabo de un rato, Maaba tomó su mano con desesperación en los ojos:

“Lo siento. No fue intencional… Pero dime… ¿Qué puedo hacer para salvarte?”

Ella negó con la cabeza:

“No hay nada que se pueda hacer. La maldición solo se romperá si paso diez años sin dañar el mundo marino”.

Maaba, con la voz quebrada:

“No me importa… Seas quien seas… Te sigo amando. Te protegeré. Superaremos esto juntos”.

Ella sonrió tristemente:

“No lo entiendes, Maaba. Todo lo que tienes—tu riqueza, tu poder—proviene de mi mundo. Si rompo las leyes, todo será arrebatado. ¿Estás dispuesto a perderlo todo?”

Él la miró fijamente, luego suspiró:

“No tenía nada antes de conocerte. Te amo a ti, no a las riquezas. Si es necesario… lo perderé todo”.

Ella rompió en llanto, abrazándolo con fuerza.

“Gracias… Gracias por quedarte”.

En los días siguientes, Maaba vivió entre dos realidades completamente diferentes.

De día, ella era la esposa dulce y devota a su lado, pero de noche se transformaba en sirena. Cada vez, él permanecía junto a ella, abrazando su cuerpo frío sin mostrar rechazo ni temor.

“Maaba”, susurró ella una noche mientras yacían juntos, “¿sabes? Nunca en mi vida he sido tan feliz… En cualquier forma que tenga, siento tu amor por mí”.

Él tomó su mano:

“Siempre te amaré. Seas humana o pez”.

Pero la historia no terminó allí.

Un día, la Reina del Océano apareció en los sueños de Maaba.

“Humano”, proclamó ella, “ahora conoces nuestro secreto. Si traicionas a mi hija o revelas este secreto, todo lo que posees desaparecerá y tu alma pertenecerá al mar para siempre”.

Maaba despertó empapado en sudor. Abrazó fuertemente a su esposa, sabiendo que sus destinos estaban irrevocablemente entrelazados.

Diez años.

Ese era el tiempo que debían superar.

¿Podrían Maaba y su misteriosa esposa mantener la promesa? ¿Podrían guardar el secreto? ¿Podrían resistir las tentaciones, las pruebas y la codicia?

Solo el tiempo lo dirá.

Cada noche, Maaba se sentaba al lado de su esposa, mitad humana mitad pez, secando en silencio las lágrimas que corrían por su rostro. La casa nueva, lujosa y espaciosa, se había convertido en una jaula para dos almas desdichadas. Se amaban, pero la maldición los obligaba a vivir cada día con miedo.

Una noche, mientras la luna iluminaba la ventana, su esposa—en forma de sirena—susurró:

“Maaba, quiero contarte otro secreto…”

Él le apretó la mano, los ojos llenos de lágrimas:

“¿Otro secreto? Ya sé que eres una sirena, ¿qué podría ser peor que eso?”

Ella mordió su labio, con lágrimas en los ojos:

“No soy solo una sirena común. Soy la princesa del reino bajo el océano. Desde que nací, estaba destinada a heredar el trono. Pero… elegí el amor. Te elegí a ti.”

Maaba quedó atónito. Nunca imaginó que su dulce esposa tenía un origen tan noble.

“Estaba dispuesta a renunciar a todo para vivir una vida sencilla contigo, pero ahora… tengo miedo. Temo que el reino no me deje en paz. Si descubren que he roto el pacto al comer pescado, vendrán a buscarme… para siempre.”

Maaba la miró a los ojos azules:

“No dejaré que nadie te arrebate de mí. Ni humanos ni dioses. Te protegeré. Ya hemos recorrido la mitad del camino, solo necesitamos tener paciencia.”

Pero la calma no duró mucho.

Una mañana, mientras Maaba trabajaba en su oficina, un hombre misterioso apareció en su puerta. Era alto, vestía una capa azul oscura y llevaba un colgante en forma de concha plateada.

Se presentó como el Mensajero de la Reina del Océano.

“Señor Maaba,” dijo con voz helada, “usted ha violado el pacto tácito entre el mundo humano y el mundo marino. Ha hecho que la Princesa Lyana consuma pescado y despierte la maldición.”

Maaba, furioso, respondió:

“¡Fue un error! No sabía que esa empanada contenía pescado. Fue un accidente.”

El Mensajero sonrió con desprecio:

“En nuestro mundo no hay lugar para los accidentes. Solo tiene dos opciones: entregar a la Princesa para cumplir su deber real o prepararse para perder todo lo que posee.”

Maaba apretó los puños:

“Me quedo con ella. Es mi esposa, mi familia. Estoy dispuesto a perderlo todo.”

El Mensajero lo miró con desdén:

“Entonces se arrepentirá.”

Esa noche, Maaba contó todo a su esposa. Ella se derrumbó en su pecho, ambos llorando sin consuelo.

“¿Estás seguro, Maaba? Perderemos todo… ¿Puedes soportarlo?”

Él besó su frente:

“Antes de conocerte no tenía nada. Te amo a ti, no a las riquezas. Si es necesario, lo aceptaré.”

Se abrazaron hasta el amanecer.

A partir de ese día, todo comenzó a desmoronarse. Los contratos de Maaba se cancelaron. El banco congeló sus cuentas sin explicación. Los coches de lujo y las propiedades fueron confiscados.

Los amigos se alejaron, la familia los rechazó.

Pero cada noche, en la fría habitación, Maaba se sentaba junto a su esposa, esperando que cada amanecer ella volviera a ser humana.

No tenían dinero, pero tenían amor.

En el octavo año, el cuerpo de su esposa se debilitó. Cada transformación le causaba un dolor insoportable. Maaba decidió buscar a un chamán famoso en una región lejana.

“Solo el amor verdadero puede romper la maldición,” dijo el chamán con los ojos cerrados. “Pero deben estar dispuestos a sacrificar.”

“¿Qué sacrificio?” preguntó Maaba.

“Uno de ustedes debe entregar su cuerpo para que el otro sea libre para siempre.”

Maaba quedó en silencio. Regresó y contó todo a su esposa. Ella le tomó la mano:

“No seas imprudente… Puedo vivir así mientras cada mañana despierte contigo a mi lado. No te permitiré dañarte.”

Pero Maaba había decidido. La amaba más que a su propia vida.

El último día del décimo año llegó. Cuando el reloj marcó la medianoche, Maaba vertió en una taza el té que el chamán le había dado. Sabía que beberlo significaba morir, pero era la única forma de romper la maldición.

Su esposa despertó y vio a Maaba con la taza en la mano.

“¡No! ¿Qué haces? ¡No!” gritó, intentando detenerlo, pero era demasiado tarde.

Maaba sonrió y cerró los ojos mientras bebía.

“Te amo,” susurró con su último aliento.

Ella lloró desconsolada mientras el cuerpo de Maaba comenzaba a disolverse en humo plateado.

Pero… en lugar de morir, ocurrió un milagro.

Una luz brillante llenó la habitación. La cola de sirena de ella desapareció, su piel recuperó su color y su corazón latió con fuerza.

La maldición se rompió.

Maaba no murió. El chamán tenía razón: el amor verdadero era la clave. El sacrificio no tenía que ser la muerte, sino la disposición a renunciar.

Se abrazaron entre lágrimas y sonrisas.

Poco a poco todo se restauró. La fortuna volvió, los amigos regresaron, pero esta vez vivieron de manera sencilla, felices sin lujos innecesarios.

Los diez años de tormenta terminaron.

El amor fue lo único que venció todo.