El río Jacuí corría rojo aquella madrugada de octubre de 1875. Pero no eran las lluvias las que teñían sus aguas; era sangre humana, espesa y caliente, que escurría por las tablas del piso de la casa grande de la hacienda Santa Rita.

En el dormitorio principal, donde sábanas de seda portuguesa importadas de Lisboa cubrían la cama de jacarandá tallado, un hombre de 70 años agonizaba. Sus manos temblorosas intentaban contener el corte profundo que rasgaba su cuello de oreja a oreja, pero la sangre se escapaba entre sus dedos manchados, formando charcos oscuros sobre el tejido caro. Sus ojos desorbitados se fijaban en la figura de pie junto a la cama.

Era una mujer negra de 46 años, Joana. Su cabello entrecano estaba recogido en un moño deshecho y vestía el mismo vestido raído de algodón que había usado durante los últimos 15 años. En sus manos, todavía goteando, sostenía un cuchillo de hoja ancha: el mismo cuchillo que el moribundo, Rafael Monteiro, había usado durante décadas para marcar con sus iniciales la carne de sus esclavos.

Joana no apartaba la mirada. Observaba cada espasmo, cada intento desesperado por respirar, cada segundo que Rafael Monteiro tardaba en morir. Su rostro permanecía impasible, como piedra pulida por el tiempo. No había lágrimas, ni temblor en sus manos, ni arrepentimiento en aquellos ojos profundos que ya habían visto demasiado. Solo la frialdad de quien saldaba una deuda antigua, cobrada con los intereses acumulados durante 17 años de espera silenciosa.

Cuando el último suspiro salió de la garganta rasgada del patriarca, Joana limpió la hoja en la colcha bordada.

Pero Rafael Monteiro no había sido el único en morir esa noche. En los cuartos contiguos, dos cuerpos ya se enfriaban. Fernando Monteiro, el hijo menor, yacía sobre su escritorio cubierto de documentos legales. Rodrigo Monteiro, el primogénito violento que comandaba las milicias locales, estaba caído boca abajo en su propia cama, un charco de vómito negro manchando la almohada. Y meses antes, en el ala de mujeres, Dona Eugênia Monteiro, esposa del patriarca y madre de los jóvenes, había muerto convulsionando y vomitando sangre.

Cuatro muertes. Una familia entera de señores de esclavos, borrada de la tierra. Y en el centro de todo, una mujer que caminaba por los pasillos de la casa grande como si fuera la dueña del lugar.

¿Cómo pudo una esclava marcada a hierro desde niña destruir la estirpe que la esclavizaba?

La respuesta estaba enterrada 17 años en el pasado, en un secreto revelado en un momento de desesperación, cuando Joana fue atada a una mesa sucia y forzada a beber un té amargo que arrancaría de su vientre lo único que aún le pertenecía.

Para entenderlo, hay que retroceder.

En 1840, la Fazenda Santa Rita era un imperio. Rafael Monteiro, que entonces tenía 35 años, la había heredado y expandido. Era un hombre influyente y temido, que gobernaba sobre 53 esclavos. Su esposa, Dona Eugênia, era una mujer piadosa en público y cruel en privado. Tuvieron dos hijos: Rodrigo, el violento capitán de la milicia, y Fernando, el calculador abogado educado en Portugal.

La vida en las senzalas (barracas de esclavos) era un infierno de trabajo brutal y castigos constantes: azotes, hierros candentes y mordazas de metal.

Joana llegó allí en 1841, a los 12 años. Fue comprada en un mercado y separada para siempre de su madre. Al día siguiente, la sujetaron en el suelo mientras le quemaban el hombro izquierdo con un hierro al rojo vivo, marcándola con las iniciales “RM”.

A los 15 años, Joana fue “ascendida” a mucama (sirvienta personal) de Dona Eugênia. Descubrió que la casa grande era solo un infierno más profundo. Vivía bajo la mirada constante de la señora, sufriendo castigos por el más mínimo error.

Pero lo peor eran las noches. Cuando Dona Eugênia viajaba, Rafael Monteiro caminaba por los pasillos hasta el cuartucho de Joana. Ella aprendió a no gritar, a disociarse, a esperar a que terminara. Rodrigo, el hijo mayor, también aparecía cuando estaba borracho, siendo aún más brutal. Fernando, el abogado, lo sabía todo; observaba a Joana en el desayuno, notaba sus ojeras y su andar dolorido, pero nunca dijo nada.

Las otras sirvientas y Benedita, la vieja partera de la hacienda, le daban a Joana tés amargos e infusiones secretas para prevenir embarazos, pues sabían que un hijo mestizo era una sentencia de muerte o separación. Tres veces, entre los 15 y los 18 años, Joana quedó embarazada, y tres veces tomó las peligrosas dosis de Benedita, sufriendo abortos sola en la oscuridad.

Pero en julio de 1858, cuando Joana tenía 29 años, algo cambió. Los tés fallaron. El embarazo avanzó. A los tres meses, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, sintió por primera vez un movimiento dentro de ella, como alas de mariposa. Y sintió algo que no había sentido en años: esperanza.

No duró. Celina, otra sirvienta, notó su vientre redondeado durante la inspección de baño semanal y corrió a contárselo a Dona Eugênia.

Esa noche, Joana fue convocada al salón principal. Rafael, Eugênia, Rodrigo y Fernando estaban presentes. —¿Quién es el padre? —preguntó Dona Eugênia. Joana guardó silencio, temblando. Dona Eugênia la abofeteó tan fuerte que la tiró al suelo. —¡Responde! Rafael se acercó. —Rodrigo, átala a la silla. Cuando Joana estuvo inmovilizada, Rafael volvió a preguntar. Esta vez, Joana rompió la regla y lo miró directamente a los ojos. En ese silencio, todos entendieron. —¡Eres tú! —gritó Dona Eugênia, incrédula—. ¡Eres tú, Rafael! Rafael lo negó, pero Fernando, el abogado, intervino fríamente, preocupado por los problemas legales de una herencia bastarda. —¡Nadie va a reconocer nada! —explotó Rafael—. ¡Ese niño no nacerá! Mañana, Benedita preparará el té.

Joana suplicó. Por primera vez, imploró por la vida que llevaba dentro. —Por favor, no lo hagan. Véndanme lejos. Nunca volveré. Pero dejen que mi hijo nazca. Rodrigo se agachó y le apretó la cara. —Cállate. Tú no tienes nada.

La encerraron en un cuarto. A la mañana siguiente, dos capataces la arrastraron a la enfermería improvisada. La ataron a una mesa de madera manchada de sangre vieja. Benedita, la anciana partera, preparaba las hierbas con manos temblorosas.

Entonces, Dona Eugênia entró, vestida impecablemente, como si fuera a misa, para supervisar el acto. Forzaron a Joana a tragar la infusión amarga que le arrancó del vientre lo único que le quedaba de humano.

Ese día, la esperanza de Joana murió. Y nació la vengadora.

Durante 17 años, esperó. Sirvió el té, lavó la ropa y mantuvo su rostro impasible. Observó, aprendió y planeó. Usó los venenos que Benedita le había enseñado a usar para abortar, pero esta vez con otros fines.

Primero fue Dona Eugênia, meses atrás, muriendo entre convulsiones y vómitos de sangre. Y ahora, 17 años después de aquel día en la enfermería, en la madrugada de octubre de 1875, el plan se completó.

Joana envenenó la cachaza de Rodrigo y el vino de Fernando.

Finalmente, subió al cuarto principal. Sostenía el cuchillo que la había marcado. Rafael Monteiro, ahora un anciano de 70 años, la miró con terror antes de que ella le cortara el cuello.

Mientras el patriarca se ahogaba en su propia sangre, Joana lo observó morir. Cuando el último aliento escapó, limpió la hoja del cuchillo en la colcha cara. La familia Monteiro había sido borrada. La deuda estaba saldada. Joana se quedó de pie, en silencio, en medio de la casa grande que ahora le pertenecía solo a ella.