“EL NIÑO QUE RECOGÍA MONEDITAS EN LOS TELÉFONOS PÚBLICOS… PARA COMPRAR TIEMPO.”

En el barrio, todos conocían a Samuel.
No era como los demás niños que pedían monedas en los semáforos o vendían chicles en las esquinas.
Él no pedía nada.
Solo caminaba.
Callado, curioso, metódico.
Iba de un teléfono público a otro —de esos viejitos que aún quedaban empotrados en las paredes o en las esquinas, oxidados, olvidados por el tiempo— y metía los dedos en la ranura de cambio.
Buscaba una moneda. Solo una.
Cuando encontraba alguna, no se la guardaba en el bolsillo.
No se la llevaba para comprar dulces, ni la metía en la alcancía de su casa.
Se iba al siguiente teléfono, introducía la moneda…
Y marcaba un número al azar.
Esperaba.
A veces nadie contestaba.
Otras veces, sí.
Y cuando del otro lado alguien decía “¿bueno?”, él soltaba siempre la misma frase:
—“Solo llamo para recordarte que alguien, en algún lugar, todavía piensa en ti.”
Y colgaba.
Así de simple.
Sin decir su nombre.
Sin esperar respuesta.
Sin pedir nada a cambio.
Lo hacía con una seriedad que no correspondía a sus nueve años.
Porque Samuel sabía lo que era esperar una llamada que nunca llega.
Lo sabía desde el día en que su papá se fue… y dejó de llamar.
Durante semanas, Samuel se sentaba frente al teléfono fijo de su casa, mirando la luz roja que nunca parpadeaba.
Esperando esa voz.
Ese “¿cómo estás, hijo?” que jamás volvió.
Y pensó:
“Tal vez hay más como yo. Más gente que también está esperando. Que necesita oír algo, aunque venga de un desconocido.”
Así empezó.
Una tarde, una mujer contestó llorando.
Su voz sonaba rota. Como si el día la hubiera golpeado duro.
—“Gracias, niño. Hoy pensaba que nadie se acordaba de mí.”
Samuel se quedó quieto.
Sintió algo en el pecho. Algo entre tristeza y alivio.
Y desde entonces, siguió haciéndolo.
Día tras día.
Teléfono tras teléfono.
Monedita tras monedita.
No era caridad.
No era un juego.
Era otra cosa.
Samuel entendía un secreto que muchos adultos olvidan:
A veces no falta dinero.
Falta tiempo.
Tiempo para decir lo que nunca se dijo.
Tiempo para una llamada que puede cambiar un día entero.
Tiempo para hacerle saber a alguien que sigue existiendo en el mundo de otro.
Con el tiempo, los teléfonos públicos empezaron a desaparecer.
Un día llegó al parque y el teléfono ya no estaba.
Solo quedaba la marca gris en la pared donde una vez alguien podía marcar un número y hablar con el mundo.
Pero Samuel no se detuvo.
Guardó sus monedas en un frasco de cristal.
Cada una, una esperanza chiquita.
Las tiene ordenadas, limpias, como si fueran tesoros.
Por si un día, caminando por ahí, encuentra otro teléfono olvidado.
Uno que aún funcione.
Uno que aún suene.
Y entonces, pueda volver a marcar…
Y cuando alguien del otro lado diga “¿bueno?”, él pueda repetir esas palabras que nadie debería dejar de escuchar:
“Alguien pensó en ti hoy.”
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