En el bochornoso Recôncavo Baiano de 1880, el Engenho Santo Antônio se alzaba como un imperio de caña de azúcar construido sobre la miseria. Gobernaba allí el coronel Rodrigo, un hombre de barba gris y ojos fríos como el acero, cuya fortuna se medía en la cantidad de almas que podía quebrar. Su mayor orgullo no eran los campos verdes que se perdían en el horizonte, sino su hija de diecinueve años, Luzia.

Educada en los conventos de Salvador, Luzia era un trofeo de piedad y gracia. Recitaba versos en francés y tocaba el piano con la delicadeza de una flor, destinada a un matrimonio arreglado que consolidaría el poder de su padre. Pero bajo la seda, el corazón de Luzia era rebelde. Se había enamorado de Bento, un joven poeta de Salvador, y soñaba con escapar de su jaula dorada.

Sus encuentros secretos al atardecer, entre los cañaverales, y las cartas perfumadas con jazmín, eran juramentos de una vida en Europa, lejos de la opresión de su padre.

El coronel Rodrigo, con su red de espías, descubrió el romance. Su furia no fue ruidosa, sino gélida. Metódicamente, arruinó a la familia de Bento, cerró puertas y esparció rumores, hasta que el joven poeta, quebrado y endeudado, se vio forzado al exilio en Portugal.

Pero el castigo para Luzia sería visceral, una lección que la despojaría de todo.

Una noche tormentosa, la convocó a su despacho. “Has manchado el nombre de esta familia”, dijo, su voz tranquila como el veneno. “Si actuaste como una [mujer] de senzala, vivirás como una. Aprenderás lo que es pertenecer, lo que es no ser nada”.

A la mañana siguiente, bajo un sol abrasador, los doscientos esclavos del ingenio fueron alineados en el patio central. Luzia fue arrastrada desde la Casa Grande, descalza y vistiendo solo un camisón de lino áspero.

Rodrigo señaló a Francisco, el esclavo más temido y respetado del ingenio. Un coloso de treinta y cinco años, traído de las minas de Goiás, con la espalda marcada por cicatrices que contaban historias de resistencia.

“Esta mujer”, anunció Rodrigo, su voz resonando como un veredicto, “ya no es mi hija. Ya no es ‘Sinhá’. Desde hoy, Francisco, es tuya. Llévala a la senzala. Haz de ella lo que quieras. Es tu pago por tu lealtad”.

Un murmullo de horror recorrió a la multitud. Era la humillación suprema, una violación de todas las leyes no escritas de esa sociedad. Luzia se congeló, esperando la violencia.

Francisco, cuyos ojos oscuros no mostraban ni lujuria ni triunfo, solo un profundo vacío, avanzó. Se detuvo frente a ella y, con una voz ronca que rara vez se oía, dijo una sola palabra: “Ven”.

Se dio la vuelta y caminó lentamente hacia la senzala, el barrio de esclavos. Luzia, rota y vacía, lo siguió.

La senzala era un galpón largo, oscuro y maloliente. Ojos la miraban desde las sombras: curiosidad, pena y un resentimiento latente. Francisco la llevó a su rincón aislado, un espacio mínimo con una estera gastada. “El suelo es tuyo”, murmuró. Luego se sentó, dándole la espalda, convirtiéndose en un muro de silencio que la protegía del caos.

Esa noche, Luzia no fue tocada. Lloró en silencio hasta que el agotamiento la venció. Al amanecer, Francisco le dejó un trozo de pan de maíz y agua antes de marcharse al campo.

Así comenzaron los días. Francisco regresaba al anochecer, exhausto y a veces con nuevas marcas del látigo del capataz, Golveia. Pero nunca la tocaba. Compartía su escasa ración de harina de yuca y pescado seco en silencio.

Poco a poco, la curiosidad venció el miedo de Luzia. Una noche, se atrevió a preguntar: “¿Por qué? ¿Por qué no me usas, como él dijo?”.

Francisco levantó la mirada, las cicatrices de su rostro profundizadas por la luz de la luna. “Porque sé lo que es ser usado”, respondió.

Esas palabras rompieron algo dentro de Luzia. Los días se convirtieron en semanas. Ella empezó a ver a las personas que antes eran sombras: a la vieja Maria, que tejía redes y cantaba en yoruba; al joven Pedro, de dieciséis años, cuyos ojos ardían por vengar a su hermana, asesinada a latigazos por Golveia. Y vio a Francisco, cuya fuerza no era solo física, sino una red de lealtades que lo convertía en un líder silencioso.

Luzia, que había perdido su seda, encontró una humanidad que la avergonzaba de su vida anterior.

Una noche, en la sofocante penumbra de la senzala, el mundo se redujo a ellos dos. Las manos de Francisco rozaron los hombros de Luzia. No era posesión, sino un ancla. El corazón de ella martilleaba. Se inclinó hacia él, sintiendo el calor de su pecho a través de la camisa rota. No era deseo carnal, sino una urgencia desesperada de conexión, de sobrevivir juntos a ese infierno.

Sus labios se acercaron en un beso que fue más promesa que pasión. Pero entonces, pasos pesados resonaron fuera. La puerta de la senzala chirrió. Era Golveia, el capataz, buscando un machete robado por Pedro para la fuga planeada al quilombo (asentamiento de esclavos huidos) de Dois Irmãos.

Francisco se apartó lentamente, sus ojos oscuros fijos en los de ella, llenos de un fuego contenido. “Ahora no”, murmuró.

Golveia irrumpió en su cubículo, pero Francisco, con calma forjada en minas, se interpuso entre el capataz y Luzia, ofreciéndole al hombre unos trapos viejos, ocultando a la mujer en la sombra. Golveia, frustrado, se fue, pero la tensión crecía.

Una criada de la Casa Grande, envidiosa de la atención que Francisco le daba a Luzia, traicionó parte del plan. Como castigo, Francisco fue encadenado al sol durante veinticuatro horas. Rodrigo, temiendo una revuelta, mandó a llamar al más cruel Capitán del Mato (cazador de esclavos) de Salvador, un hombre llamado Tavares.

El clímax llegó con el amanecer. Tavares llegó con sus perros y su reputación sangrienta. La fuga debía ser esa noche o nunca.

Mientras Tavares y Rodrigo bebían en la Casa Grande, planeando la caza, la senzala hervía en silencio. Maria preparó una distracción: llevaría a los ancianos y niños hacia el río. Mientras tanto, Pedro, Francisco y Luzia usarían el caos para correr hacia los cañaverales, hacia el quilombo.

Esa noche, un grito rasgó el aire. Maria había prendido fuego a un almacén de paja. Los guardias corrieron hacia las llamas.

“¡Ahora!”, rugió Francisco.

Corrieron hacia la oscuridad de los campos de caña. Pero Golveia, que siempre sospechaba, los estaba esperando. Se abalanzó sobre Francisco, pero Pedro, el joven vengador, saltó de las sombras, hundiendo el machete robado en el pecho del capataz. Golveia cayó, pero su pistola se disparó en la caída, alcanzando a Pedro en el estómago.

“¡Váyanse!”, gritó el muchacho, aferrándose al cuerpo de su enemigo. “¡Vivan libres por mí!”.

Francisco agarró a Luzia de la mano mientras los disparos de Tavares y sus hombres resonaban detrás de ellos. Corrieron durante horas, con los pulmones ardiendo y los pies sangrando, guiados solo por las estrellas y la voluntad de hierro de Francisco.

Al amanecer, llegaron a las colinas que ocultaban el Quilombo Dois Irmãos. Miraron hacia atrás por última vez. A lo lejos, el Engenho Santo Antônio estaba cubierto por una columna de humo.

Meses después, en el corazón de la selva, la vida era dura, pero era libre. Luzia, con la piel curtida por el sol y las manos callosas de trabajar la tierra, ya no era “Sinhá”. Era solo Luzia. Francisco, ahora un líder en su nueva comunidad, se acercó a ella mientras lavaba ropa en el arroyo.

Él tomó su mano. Esta vez, no había capataces, ni sombras, ni miedo. No necesitaban esconderse. Habían perdido todo lo que conocían, pero se habían encontrado el uno al otro. Y en la profundidad de la jungla brasileña, lejos de la tiranía del coronel Rodrigo y del recuerdo del poeta Bento, su toque interrumpido en la senzala finalmente encontró su promesa. Habían plantado una semilla en tierra árida, y contra todo pronóstico, había florecido en libertad.