LA RUTA 6 Y EL ÚLTIMO BOLSILLO DE GALLETAS

Me llamo Roy Dunbar, y durante veintiséis años la Ruta 6 fue mi mundo. Lluvia, nieve o un calor tan espeso que parecía freírte el alma… no importaba. El camión siempre arrancaba, y el correo siempre se movía.
En Greenfield no había atajo, callejón ni banqueta rota que yo no conociera como las arrugas de mi propia mano.

La primera vez que la vi

Corría el año 1978 cuando empecé a repartirle a la señorita Henley. En realidad se llamaba Margaret, pero todo el mundo la conocía como Miss Henley. Tal vez por costumbre, tal vez por respeto… o tal vez por un poquito de miedo. Tenía ese aire de maestra estricta: lentes bajos sobre la nariz, mirada que podía astillar la madera y una voz seca como roble viejo.

Vivía sola en una casa tipo rancho, de madera gastada por el tiempo, justo al borde del pueblo. En el poste de la cerca, un buzón oxidado con el número 304 parecía sostener toda la estructura.

Pero lo que más recuerdo no era ella.
Era el perro.

Un beagle mestizo de orejas enormes y ojos tristes, como si recordara cosas de antes de nacer. Más tarde supe que se llamaba Bentley, pero eso fue hasta el segundo año. Cada mañana, a las 10:15 en punto, estaba ahí. Cola rígida, orejas atentas, esperándome como si trajera algo más que facturas y publicidad barata. Tal vez lo hacía.

La primera vez que le di una galleta para perro, fue pura estrategia: pensaba que si su perro me aceptaba, tal vez Miss Henley dejaría de mirarme como si hubiera estacionado sobre sus rododendros. No sonrió, pero asintió una vez. Y eso ya era mucho.

Desde entonces, cada día repetíamos el ritual: yo llegaba, le daba la galleta a Bentley, dejaba el correo. Si ella estaba podando los arbustos, levantaba la mano sin mirarme. Cuando llegó el invierno, dejó un termo en el porche: café negro, sin azúcar. Sin nota. Sólo ahí. Un entendimiento silencioso.

Los años que no se detienen

El tiempo siguió como siempre: los niños crecieron, los vecinos se mudaron. Miss Henley no. Creo que enterró tres gatos y a una hermana durante esos años, pero nunca dejó la casa. Bentley empezó a encanecer alrededor del hocico. Yo también.

Llegó enero de 2003, con una tormenta de hielo que dejó árboles caídos, cortes de luz y carreteras como espejos traicioneros. El correo se retrasó, pero nunca se detuvo. Caminé el último cuarto de milla hasta el 304 después de que mi camión se deslizara a una zanja. Bentley estaba ahí, temblando de frío. Pero el porche estaba oscuro.

Le di su galleta. No la comió. La sostuvo en el hocico y luego la dejó en la puerta. Fue la primera vez que toqué la puerta. Nadie respondió.

Al día siguiente supe la verdad: Miss Henley había muerto dos noches antes. Paz, dijeron. El corazón se le detuvo. Los vecinos no la encontraron hasta que las tuberías se congelaron y el lector de medidores avisó.

No hubo familia. No hubo funeral. Sólo un aviso en el periódico y un cerrajero cambiando cerraduras. Pero Bentley seguía ahí. Día tras día, esperando en la reja.

El correo que no debía entregar

El protocolo postal decía que no debía dejar nada en un domicilio cerrado. Pero, ¿quién iba a vigilar? Seguí llevando una galleta en el bolsillo, sólo para él. La pasaba por el hueco de la reja y dejaba un sobre vacío en el buzón. Día tras día. Primavera. Verano. Otro invierno.

Cuando me preguntaban por qué lo hacía, respondía que no me importaba. Mentía descaradamente.

Tres inviernos después

Ya estaba retirado, seis meses de mañanas lentas y café tibio en mi porche. Una mañana llegó un sobre postmarcado en Denver, sin remitente. El papel amarillento, escrito a mano en esa caligrafía fina que ya casi nadie usa. Mi nombre.

Dentro había una foto: yo, más joven, arrodillado junto a Bentley, galleta en mano y sonrisa torcida. Debió ser en el ’89 o ’90. No recuerdo que me la tomaran. Seguramente Miss Henley lo hizo desde el porche.

También había una carta, fechada el verano antes de su muerte:

Sr. Dunbar:
Si está leyendo esto, significa que ya no estoy.
Nunca le di las gracias por su bondad, hacia mí y, más importante, hacia Bentley. Le trató con la dignidad que muchos olvidan que los animales merecen. Me recordó a mi padre: un hombre callado, también cartero, en Kansas City antes de la guerra.
He dejado instrucciones para que esto se le envíe en el tercer aniversario de mi muerte. Quizás sea raro, pero creo que el duelo vive en las cosas pequeñas… y sospecho que Bentley aún podría estar esperando.
Si ya no está, reciba igual mi gratitud. Si aún sigue ahí, por favor, una última galleta de mi parte. Y una para usted también.
— M.H.

En una esquina doblada, un billete de cinco dólares, nuevo como recién impreso.

El último viaje al 304

A la mañana siguiente fui al 304. La casa se estaba cayendo: techo hundido, escalones del porche partidos, el buzón todavía en pie, números descoloridos. La reja estaba abierta y oxidada. Bentley no estaba. Claro que no. Ya no podía estar.

Me arrodillé de todas formas.
Saqué dos galletas.
—Esta es de ella —susurré.

Me quedé un rato. Por si acaso.

Epílogo de cada uno

Bentley murió en primavera de 2004, según me contó un vecino meses después. Lo encontraron dormido junto a la reja, con la cabeza apoyada donde siempre recibía la galleta. Dicen que no sufrió.

Miss Henley descansa en una tumba sencilla sin nombre, sólo con las iniciales M.H., en el cementerio de Greenfield. Nadie pone flores, pero yo dejo margaritas cada mayo, como las que ella cuidaba detrás de la casa.

Yo, Roy Dunbar, sigo caminando las calles a veces, aunque ya no reparto cartas. A veces me detengo frente a buzones vacíos, sólo para recordar que algunas esperas, aunque no traigan lo que uno quiere, merecen ser cumplidas hasta el final.

Hay historias que viven en fotos, otras en buzones que nunca se vacían. Esta vive en ambos. Y si alguna vez has perdido a alguien —persona o perro— y te sorprendes haciendo algo por si acaso… no estás solo.