La madre y la ventana

Cada noche, puntualmente a las nueve, preparo una taza de té y me acomodo junto a la ventana. Es mi pequeño ritual, el único que logra calmarme después de estos meses tan oscuros. Desde ahí puedo ver, al otro lado de la calle, el apartamento donde vive ella.

Es joven, quizá de la misma edad que yo tenía cuando… bueno, cuando todo era distinto. Lleva el cabello castaño recogido en una coleta baja, siempre con mechones sueltos que enmarcan su rostro, como si hubiera pasado el día entero trabajando. Pero lo que realmente me atrapa es cómo sostiene a su bebé.

“Duérmete, mi niño, duérmete, tesoro…” Su voz cruza el silencio de la noche con una suavidad casi irreal. A veces cierro los ojos y me engaño pensando que canta para mí, que esas palabras me arropan a mí también.

Llevo semanas observándola. Siempre la misma canción, el mismo vaivén delicado de sus brazos. Me recuerda a… no. El doctor Mendoza insiste en que no debo quedarme atrapada en el pasado.

Pero esta noche todo cambia.

Lo que llega desde la ventana de enfrente ya no es un arrullo. Son gritos.

—¡No, no, no! —la oigo sollozar—. ¡Por favor, despierta!

El té se me resbala de las manos y la taza se rompe contra el suelo. El sonido es tan abrupto y cruel que me sobresalta, y un escalofrío me recorre la espalda. Con los dedos temblorosos busco mi teléfono, mis articulaciones se sienten rígidas y ajenas. Marco el número de emergencias con una prisa que no siento desde… desde hace mucho tiempo.

—Emergencias, ¿cuál es su situación? —Una mujer… frente a mi edificio… está gritando. Creo que su bebé está en peligro.

Doy todos los detalles: la dirección, el número de apartamento, mi punto de vista desde la ventana. Mientras hablo, no dejo de mirarla. Sigue meciendo algo en brazos, pero ahora con movimientos torpes, desesperados. El ritmo del balanceo es violento y antinatural, un péndulo de angustia que se mueve sin control.

—Una patrulla ya está en camino. Manténgase en la línea.

Quince minutos después, las luces rojas y azules se reflejan en los vidrios del edificio de enfrente. El destello intermitente ilumina mi propio apartamento, revelando el charco de té y los fragmentos de porcelana en el suelo. Veo a los agentes subir. Voces apagadas, pasos rápidos… y luego, silencio. El tipo de silencio que precede a una revelación.

Uno de ellos aparece en la ventana y me hace señas para que baje. El corazón me golpea el pecho con una fuerza que creía haber perdido, cada latido es un golpe sordo en mi garganta.

En el vestíbulo me esperan tres policías. Un hombre de bigote gris, con una expresión de cansancio y compasión en su rostro, se adelanta. Su nombre, según la placa, es Sargento Ramos.

—¿Usted realizó la llamada? —Sí… ¿cómo está el bebé? ¿Y ella?

Se miran entre sí. Un gesto rápido y casi imperceptible que me llena de un pavor profundo. El Sargento Ramos suspira, el sonido es una mezcla de agotamiento y tristeza, y me pide que lo acompañe. No hay más preguntas, solo una silenciosa invitación a la verdad.

Subimos al cuarto piso. La puerta del 4B está abierta. La cruzo con una cautela que se siente extraña en mis propios pies. El interior… vacío. No hay muebles, no hay cajas, ni siquiera hay un rastro de vida. Solo una silla junto a la ventana, que parece flotar en la inmensidad del espacio vacío. En el suelo, en el mismo lugar donde yo la había visto mecerlo, hay un pequeño muñeco de trapo, con cabello castaño y ojos de botón.

El Sargento Ramos se inclina para recogerlo con una reverencia respetuosa, como si el muñeco fuera un objeto sagrado o una evidencia delicada de un crimen.

—Este lugar ha estado desocupado desde hace seis meses —me explica en voz baja, su voz una melodía tranquilizadora en el eco del vacío—. El propietario lo confirma. Los vecinos lo confirman. No ha habido nadie aquí.

Siento que el suelo desaparece bajo mis pies. El mundo se inclina, y tengo que apoyarme contra el marco de la puerta para no caer. Mi mente, que había construido una realidad tan meticulosa, se resiste a la evidencia.

—Pero… yo la veía todas las noches. Escuchaba cómo cantaba… la misma canción. Se la cantaba a su bebé…

El Sargento Ramos me mira con cautela, sus ojos de color gris observan cada una de mis reacciones. Es la mirada de un hombre que ha visto suficiente dolor para saber cuándo no hay que apresurar las cosas.

—Señora, el doctor Mendoza de la clínica psiquiátrica de la ciudad nos ha estado buscando. Dice que su nombre es Ana. ¿Esa es su dirección de residencia?

Mi nombre. Ana. Se siente como si lo estuviera escuchando por primera vez. Un nombre de una vida que ya no era mía. El doctor Mendoza. Había intentado llamarlo, pero cada vez que sostenía el teléfono, la voz en mi cabeza me decía que estaba bien, que no era necesario, que tenía que ser fuerte.

—No sé… no sé de qué está hablando. Solo sé que tengo que… tengo que volver a mi apartamento.

—No, no lo va a hacer. No ahora —dice el sargento con una calma firme. Me toma del brazo con delicadeza pero con una fuerza que no me permite retroceder. Sus ojos me penetran con una pregunta que no se atreve a decir en voz alta. Pero la pregunta está en sus ojos, en su postura, en el aire que nos rodea. —¿Cuándo fue la última vez que vio a su hijo?

Su pregunta me hiere como un cuchillo. No un cuchillo que me corta, sino uno que me perfora el alma y libera el pasado. El humo, las llamas devorando las cortinas, mis manos torpes soltando la vela encendida… y los gritos de mi pequeño Mateo, gritos que nunca pude alcanzar a apagar. La imagen del humo asfixiando los pequeños pulmones de mi hijo se superpone a la de la madre que se mecía en la ventana, una madre que era yo, y un bebé que era Mateo, perdido en el fuego.

—Ocho meses —murmuro, mi voz apenas audible, como un fantasma que se niega a irse—. Fue… un accidente.

El Sargento Ramos apoya una mano en mi hombro, un gesto que intenta ser reconfortante pero que se siente como un peso insoportable.

—Necesita ayuda, señora. Voy a llamar a alguien que pueda hablar con usted.

Asiento, pero mis ojos siguen fijos en el muñeco. Esos botones negros me devuelven una mirada vacía, igual a la que tenía Mateo cuando, por fin, lo encontré entre el humo y el fuego.

—Duérmete, mi niño… duérmete, mi sol… —susurro, sin saber si es para el muñeco o para el fantasma que me acompaña cada noche. La canción sale de mi boca con una naturalidad desgarradora, una melodía que había estado cantando a mi hijo desde su nacimiento y que ahora se ha convertido en el sonido de mi propia tortura.

Capítulo 2: El laberinto de la culpa

La clínica psiquiátrica no era como la imaginaba. No había paredes acolchadas ni camisas de fuerza, solo paredes de un color blanco neutro que se sentían tan frías como la ventana del apartamento vacío. Me asignaron una habitación que olía a desinfectante y a promesas olvidadas. El silencio era total, y el silencio era mi peor enemigo. El silencio me permitía escuchar a Mateo gritar, el silencio me permitía sentir el calor del fuego en mi piel.

El Sargento Ramos me había traído aquí. Había hablado con el doctor Mendoza, un hombre de voz suave y ojos amables, que me miró no con lástima, sino con una comprensión profunda. Él me dijo que la ilusión de la madre y el bebé era un mecanismo de defensa de mi mente, un intento desesperado de volver a ser la madre que yo había sido, la madre que no había logrado salvar a su hijo.

—Usted no está loca, Ana —me dijo el doctor Mendoza en nuestra primera sesión—, está herida. Y la herida es tan profunda que su mente ha creado una realidad paralela para protegerla de la verdad.

Pero ¿cómo podía yo creer eso? Yo la había visto. Había visto su cabello, la forma en que movía sus brazos. Había escuchado su voz. Durante semanas, ella había sido mi único consuelo, mi única conexión con la vida, con una vida que yo ya no tenía.

El doctor Mendoza me explicó que el muñeco de trapo era un punto de anclaje, un reflejo de mi subconsciente. Mi mente, en su desesperación por aferrarse a la imagen de un bebé, había proyectado la figura de un niño de trapo en el apartamento vacío. Los ojos de botón eran la imagen que yo había visto en la cara de Mateo, una mirada de terror vacío que me perseguiría hasta el final de mis días.

Las sesiones de terapia eran una tortura. El doctor Mendoza me obligaba a hablar del incendio, de cada detalle, de cada sensación.

—¿Qué estaba haciendo, Ana? —Estaba… estaba cenando. Había preparado la comida favorita de Mateo, pollo asado. Él estaba jugando en su habitación, en el piso de arriba. Yo tenía una vela encendida en la mesa, para darle un toque especial a la noche. Fue un estúpido accidente. Me levanté para ir a buscar algo a la cocina y… y la vela cayó.

Las palabras se me escapaban de la boca con una amargura insoportable. Cada palabra era una acusación, cada recuerdo, un castigo.

—No fue su culpa. Fue un accidente. —Fue mi culpa. Yo la encendí. Yo la solté. Yo no fui lo suficientemente rápida para llegar a él.

El doctor Mendoza me hizo dibujar un mapa del apartamento. La distancia entre la cocina y la habitación de Mateo. La forma en que las llamas se propagaron. Me mostró que la distancia era demasiado larga, que el fuego había sido demasiado rápido.

—No había nada que usted pudiera haber hecho, Ana. Ningún ser humano podría haberlo logrado.

Pero la culpa tiene una lógica propia, una lógica que no obedece a la razón.

Pasaron las semanas. Las pastillas me ayudaban a dormir, a silenciar los gritos nocturnos de Mateo. Pero durante el día, la culpa me devoraba. Veía a las enfermeras, a las otras pacientes, y me preguntaba si alguna de ellas también había perdido un hijo. Si alguna de ellas también llevaba ese vacío en el alma.

Un día, el doctor Mendoza me llevó a dar un paseo por los jardines del hospital. El sol brillaba, las flores estaban en flor. El mundo seguía su curso, ajeno a mi dolor. El doctor me contó una historia, una parábola sobre un hombre que llevaba una piedra en la espalda. La piedra era pesada, y el hombre no podía vivir su vida por el peso.

—La piedra no es la culpa, Ana —dijo el doctor con una voz suave y amable—. La piedra es el amor. El amor por su hijo, el dolor de su pérdida. Usted no puede soltar la piedra, pero puede aprender a llevarla. Puede aprender a vivir con ella, a honrarla.

Sus palabras me dieron una pequeña chispa de esperanza, una esperanza que creía haber perdido. La esperanza de que tal vez, solo tal vez, podría volver a vivir.

Capítulo 3: El regreso a casa y la despedida

Después de tres meses, el doctor Mendoza me dio de alta. No me dijo que estaba curada, porque la herida de la pérdida de un hijo no se cura, me dijo que estaba lista para vivir de nuevo. Me dio las llaves de mi apartamento y una tarjeta con su número de teléfono, con instrucciones para llamarlo si los fantasmas regresaban.

El Sargento Ramos me esperaba en la puerta de la clínica. Su rostro estaba más descansado, pero sus ojos seguían llenos de la misma comprensión.

—El apartamento ha sido reparado —me dijo—. Todo lo que usted dejó está intacto. Arreglé un poco las cosas, pero nada más.

Me llevó a mi edificio y subió conmigo. La puerta del apartamento estaba abierta. El olor a humo se había ido, reemplazado por el olor a madera nueva y a pintura fresca. El apartamento se sentía extraño y familiar al mismo tiempo. Entré, mis pies se movían con una lentitud de fantasma. Me detuve frente a la ventana.

La ventana estaba abierta, y la luz del sol inundaba el apartamento. Mis ojos se posaron de forma natural en el edificio de enfrente. El apartamento en el cuarto piso estaba abierto. Y esta vez, estaba vacío. Realmente vacío. La silla ya no estaba allí. El muñeco de trapo, la ilusión de la madre y el bebé, todo había desaparecido. La verdad era tan cruda y brutal que casi me hace llorar de alivio. La cárcel que mi mente había construido, la cárcel que me había mantenido atada a la ventana, a mi dolor, a mi culpa, se había derrumbado.

Me senté junto a la ventana, no con la taza de té, sino con una fotografía de Mateo. . Tenía el cabello castaño como el mío y una sonrisa que iluminaba el mundo. Lo había perdido, pero no lo había olvidado. Mi ritual de la noche se había transformado. Ahora no era una obsesión con un fantasma, sino un momento de quietud para recordar al niño que había amado.

Poco a poco, volví a vivir. Un día, me levanté y fui a comprar una planta. El siguiente, desempolvé una caja de libros viejos. El doctor Mendoza me había dicho que la mejor manera de honrar a los muertos es viviendo, y yo estaba aprendiendo a vivir de nuevo, a respirar de nuevo, a sonreír de nuevo.

Una noche, cuando el sol se ponía, me senté en la silla de la ventana, ya no por el ritual, sino para admirar la belleza de la ciudad. El apartamento de enfrente estaba a oscuras. Y esta vez, me sentí libre. Libre de la culpa, libre de los fantasmas, libre de la mentira que había construido.

Cerré los ojos, y la imagen de Mateo vino a mi mente. No eran los gritos, ni las llamas. Era la imagen de él, riéndose, jugando en el parque, sus ojos llenos de vida y de luz. Y por primera vez en mucho tiempo, la canción que cantaba en mi mente no era un arrullo triste, sino una melodía de esperanza, una promesa. Una promesa de que lo amaría por siempre, pero que también me amaría a mí misma. La promesa de que viviría mi vida, no solo por él, sino también por mí.

Y por primera vez en muchos meses, sentí que la paz había llegado a mi corazón.