El hombre con enanismo que siempre cargaba bolsas enormes
Lo veía todos los días en la parada del autobús. Un hombre pequeño, de no más de metro sesenta, encorvado bajo el peso de bolsas de plástico que parecían más grandes que él mismo. Siempre las mismas bolsas azules y blancas, abultadas hasta reventar, colgando de sus brazos como racimos gigantes.
—Ahí va otra vez el Sherpa —se burló Marcos esa mañana, dándome un codazo en las costillas—. ¿Qué crees que lleve ahí? ¿Ladrillos?
Me reí por compromiso, aunque algo en mi interior se retorcía incómodo. El hombre subió al autobús con dificultad, las bolsas golpeando contra los asientos. Una señora tuvo que mover las piernas con cara de fastidio.
—Disculpe, disculpe —murmuraba él con la cabeza gacha.
—Debería conseguirse un carrito, señor —le dijo el conductor con tono burlón—. O un sherpa que lo ayude a cargar todo eso.
Risas dispersas en el autobús. El hombre solo asintió y se acomodó en el fondo, apretando las bolsas contra su pecho como si fueran lo más valioso del mundo.
Esto sucedió durante meses. El hombre se volvió parte del paisaje, un chiste recurrente en las mañanas. “Ahí va Hércules”, “El cargador oficial”, “Santa Claus en versión económica”. Todos teníamos un apodo para él. Nadie sabía su verdadero nombre.
Hasta aquella tarde de jueves.
Iba caminando de regreso del trabajo cuando vi a un grupo de personas reunidas frente a un local en el barrio de La Esperanza, uno de los sectores más humildes de la ciudad. Había un cartel recién pintado: “Comedor Infantil Los Pequeños Gigantes – Gracias por 8 años alimentando corazones”.
Me acerqué por curiosidad. Una mujer de unos cincuenta años, con delantal floreado, hablaba con emoción mientras señalaba fotos en la pared.
—Todo esto —decía con voz quebrada— lo hizo don Roberto. Durante ocho años, ese hombre ha traído personalmente las donaciones. Arroz, fideos, leche, verduras, todo lo que consigue en los mercados al final del día, lo que le regalan los comerciantes. Nunca quiso que nadie lo supiera.
—¿Don Roberto? —pregunté sin pensar.
—Sí, el señor bajito que siempre anda con las bolsas —respondió un niño de unos diez años—. Es como un superhéroe, pero de verdad.
Sentí que el suelo se movía bajo mis pies.
—Alimenta a cincuenta niños cada día —continuó la mujer—. Nunca faltó un solo día en ocho años. Llueva, truene o relampaguee, don Roberto aparece con sus bolsas. Él mismo paga el alquiler de este lugar con su pensión.
—Pero… ¿por qué? —logré articular.
La mujer sonrió con lágrimas en los ojos.
—Porque él fue uno de esos niños, hace muchos años. Me lo confesó una vez. Dijo que conocía el hambre y que había prometido que ningún niño en su barrio la sufriría mientras él tuviera fuerzas.
Esa noche no pude dormir. Cada burla, cada risa, cada comentario cruel resonaba en mi cabeza como golpes de tambor.
Al día siguiente, lo busqué en la parada del autobús. Llegó como siempre, encorvado, con sus bolsas inmensas.
—Don Roberto —lo llamé. Se volteó, sorprendido de que alguien supiera su nombre—. Necesito hablar con usted.
Sus ojos cafés me miraron con cautela.
—¿Sí, joven?
—Yo… me enteré del comedor. Quiero disculparme. He sido un idiota. Todos hemos sido unos idiotas.
Su rostro se suavizó. Dejó las bolsas en el suelo por un momento.
—No se preocupe, muchacho. La gente ve lo que está frente a sus ojos, nada más. Es normal.
—No, no es normal —insistí—. ¿Puedo ayudarlo? ¿Puedo cargar esas bolsas con usted?
Por primera vez, vi que sonreía. Una sonrisa pequeña pero genuina.
—¿De verdad?
—De verdad.
Así comenzó todo. Primero fui yo, luego Marcos (a quien tuve que contarle todo), después la señora del asiento de adelante, luego el conductor del autobús. En cuestión de semanas, don Roberto tenía un equipo de voluntarios. Las bolsas se multiplicaron, las donaciones aumentaron. El comedor pudo ampliar su capacidad a cien niños.
Don Roberto dejó de cargar solo. Pero nunca dejó de ir. Cada día, ahí estaba, supervisando que ningún niño se quedara sin comer, aprendiendo los nombres de todos, preguntando por sus familias, ayudándolos con las tareas.
—¿Sabe qué es lo más triste? —me dijo una tarde mientras ordenábamos las provisiones—. Que haya tardado que la gente se enterara para que dejaran de reírse. Ojalá pudiéramos ser más amables sin necesitar una razón.
Tenía toda la razón.
Ahora, cuando lo veo en la parada del autobús, ya no está solo. Ya no está encorvado. Camina erguido, rodeado de personas que aprendimos que la grandeza no se mide en centímetros, sino en el tamaño del corazón.
Y esas bolsas que alguna vez nos parecieron ridículas, ahora son lo más hermoso que veo cada mañana.
Porque dentro de ellas no hay ladrillos.
Hay esperanza
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