El padre de las tres novias, las hijas que le dieron un hijo. 1884, en las vastas y doradas llanuras de la Extremadura española, donde el sol besaba la tierra con una intensidad que forjaba el carácter de sus gentes y la piedra caliza de sus edificaciones, se alzaba imponente y solitaria la hacienda de las tres olivas.

Su nombre no era casualidad, no solo por los centenarios olivos que custodiaban sus linderos, sino por las tres almas femeninas que le daban vida y propósito, las hijas del respetado y enigmático don Rodrigo de la Vega. El año era 1884, un tiempo de cambios lentos pero inexorables, donde las viejas tradiciones aún se aferraban con tenacidad a las raíces de la sociedad, especialmente en los dominios de la nobleza rural.

Don Rodrigo, un hombre de 58 años con una melena plateada que apenas comenzaba a ceder ante la calvicie incipiente en la coronilla y unos ojos de color miel que habían visto la gloria y la pena en igual medida. Era el último vástago varón de una estirpe que se remontaba a los tiempos de la reconquista. Su figura, antaño esbelta y gallarda, ahora mostraba la dignidad de la edad y el peso de una responsabilidad ancestral.

había enviudado hacía casi dos décadas, perdiendo a su amada esposa, doña Leonor, en el parto de su hija menor. Desde entonces, su vida se había dedicado enteramente a la gestión de su vasto patrimonio y, sobre todo, a la crianza de sus tres joyas, las damas de las tres olivas, Elena, Isabel y Sofía. La hacienda era un universo en sí mismo.

Sus muros de piedra, blanqueados por el tiempo y el sol, albergaban patios empedrados, donde el murmullo de una fuente antigua ofrecía una melodía constante. Los jardines meticulosamente cuidados eran un laberinto de rosales, jazmines y bugambillas que trepaban por pérgolas de hierro forjado, exhalando un perfume embriagador al caer la tarde.

Dentro la casa era un museo viviente de la historia familiar. Retratos de antepasados con miradas severas, armaduras pulidas que reflejaban la luz tenue de los candelabros y bibliotecas repletas de volúmenes encuadernados en cuero que contaban historias de siglos pasados.

Cada rincón respiraba una opulencia sobria, el testimonio de una riqueza labrada con esfuerzo y mantenida con rigor. Pero más allá de la belleza arquitectónica y el esplendor de sus posesiones, la verdadera riqueza de don Rodrigo residía en sus hijas. Elena, la primogénita, era la encarnación de la gracia y la seriedad.

A sus años poseía una belleza clásica con cabellos de ébano recogidos en un moño impecable y unos ojos oscuros que reflejaban una inteligencia aguda y una profunda censura. Desde la muerte de su madre, Elena había asumido con admirable aplomo el rol de señora de la casa, supervisando a la servidumbre, gestionando las provisiones y velando por el bienestar de sus hermanas.

Su porte era el de una reina, su voz melodiosa pero firme y su presencia un bálsamo de orden y serenidad para su padre. No le faltaban pretendientes. Jóvenes hidalgos de la región, atraídos por su dote y su innegable encanto, habían llamado a la puerta de las tres Olivas.

Pero Elena, con una madurez que superaba su edad, se mostraba cautelosa, esperando quizás algo más que un buen partido o quizás simplemente esperando el momento adecuado. Isabel, la hija del medio, era la antítesis de su hermana mayor en muchos aspectos. 22 años y un espíritu tan libre como el viento que barría los campos de olivos. Su cabello castaño rojizo, a menudo desordenado por sus correrías al aire libre o por la pasión con la que se entregaba a sus dibujos, enmarcaba un rostro vivaz, salpicado de pecas y unos ojos verdes chispeantes de curiosidad.

Isabel poseía un talento innato para el arte. Sus cuadernos estaban repletos de vocetos de la hacienda, de los animales, de los campesinos. trabajando la tierra y de retratos de sus hermanas, capturando la esencia de cada una con una precisión asombrosa. Era soñadora, impulsiva y a menudo desafiaba las estrictas normas de etiqueta que su padre y su hermana Elena intentaban inculcarle.

Su risa clara y contagiosa era el sonido más alegre que se podía escuchar en la hacienda y su alegría, una brisa fresca que aliviaba las tensiones del día a día. Aunque menos interesada en las formalidades sociales, su encanto natural atraía a los jóvenes con la misma fuerza que su hermana, aunque más por su espíritu indomable que por su dote.

Y finalmente, Sofía, la benjamina, que a sus 19 años era la personificación de la delicadeza. Su belleza era etérea, casi frágil, con cabellos rubios como el trigo maduro y unos ojos azules que parecían contener la melancolía de los atardeceres. Sofía era la más silenciosa de las tres, a menudo perdida en sus pensamientos, paseando por los jardines con un libro en la mano o sentada junto a la ventana observando el horizonte.

Su salud desde niña había sido un motivo de preocupación para don Rodrigo, lo que la había hecho la más protegida y en cierto modo la más aislada. Poseía una voz dulce y un talento especial para el canto que rara vez compartía fuera de las paredes de su habitación o de la capilla privada de la hacienda.

Era la flor más delicada del jardín y su padre la cuidaba con un esmero casi obsesivo, temeroso de que el mundo exterior pudiera marchitar su inocencia. Don Rodrigo amaba a sus hijas con una devoción inquebrantable, pero su corazón albergaba una preocupación que, como una sombra persistente, oscurecía la alegría de su paternidad. A pesar de la belleza, la inteligencia y el buen nombre de sus descendientes, las tres olivas carecía de un heredero varón.

La línea de los de la vega, tan antigua y venerable, pendía de un hilo, de la posibilidad de que una de sus hijas se casara bien y diera a luz a un hijo que pudiera adoptar el apellido de su madre, y por ende el de la familia de la Vega. una práctica rara y a menudo mal vista, o que el marido de una de ellas accediera a tomar el apellido de la mujer algo aún más inusual.

Las propiedades, las tierras, el prestigio, todo corría el riesgo de disolverse entre las dotes de sus hijas, o peor aún de pasar a manos de ramas lejanas de la familia con las que don Rodrigo mantenía una fría y distante relación. Cada anochecer, mientras el sol se hundía tras la sierra y el cielo se teñía de naranjas y púrpuras, don Rodrigo se sentaba en su estudio, un vaso de Jerez en la mano, contemplando el retrato de su bisabuelo, un hombre de mirada severa y barba poblada que había fundado la fortuna de la familia. La imagen parecía juzgarlo, recordándole su deber, su

fracaso en producir un varón que continuara con el linaje. Un peso ancestral recaía sobre sus hombros, una obligación que se había transmitido de padre a hijo durante generaciones y que ahora con él corría el riesgo de extinguirse. No era solo la propiedad lo que le preocupaba, sino el alma misma de su estirpe, la memoria de sus antepasados, la continuidad de un la continuidad de una estirpe que se desdibujaba ante sus propios ojos. Esa noche el Jerez le supo amargo.

La imagen de sus hijas, tan hermosas y plenas de vida, se superponía a la de sus antepasados, y la paradoja lo oprimía. Su mayor orgullo era también la fuente de su más profunda angustia. No era egoísmo lo que sentía, o al menos no solo eso. Era un sentido del deber tan arraigado en su sangre como los olivos en la tierra de Extremadura.

Al día siguiente, la rutina de la hacienda se reanudó con su ritmo pausado y predecible. Pero para don Rodrigo el aire estaba cargado de una nueva urgencia. convocó a Elena a su estudio después del desayuno, un ritual que se había establecido desde la muerte de doña Leonor. Elena entró con su habitual aplomo, su vestido de seda color marfil susurrando al moverse y se sentó frente a su padre expectante.

Don Rodrigo la observó admirando su serenidad y su inteligencia. Elena, hija mía comenzó su voz grave pero suave. ¿Sabes cuánto te amo a ti y a tus hermanas? Sois el sol que ilumina esta casa, pero también sabes el peso que recae sobre mis hombros, sobre los nuestros. Elena asintió, sus ojos oscuros fijos en él.

El linaje de la vega, mi querida, no puede permitirse languidecer. La hacienda, las tierras, el nombre, todo esto necesita un heredero varón. Elena suspiró apenas perceptiblemente. La conversación no era nueva en esencia, pero el tono de su padre denotaba una resolución que antes no había percibido. Han llegado nuevas cartas, Elena, propuestas serias.

El marqués de Valdeolivos ha expresado un interés formal en tu mano y el varón de Almendro, aunque quizás un poco mayor, es un hombre de considerable fortuna y un apellido intachable. Ambos han insinuado la posibilidad de que un futuro hijo vuestro pueda llevar el apellido de la Vega una vez que el heredero principal de sus propias casas esté asegurado, claro está, es una rara deferencia y no debemos desdeñarla.

La mención de los nombres no la sorprendió. Ambos eran figuras prominentes en la región. Lo que sí la inquietó fue la prisa, la casi desesperación en la voz de su padre. Padre, sabéis que mi deseo es complaceros, pero el marqués de Valde Olivos es un hombre distante.

Su conversación carece de la chispa que Y el varón, con todo respeto, tiene casi la edad de mi abuelo. Don Rodrigo frunció el seño. La chispa, Elena, es un lujo que no siempre podemos permitirnos. La seguridad, el linaje, la posición. Esos son los pilares de nuestra existencia. Piensa en el futuro de las tres olivas, en la continuidad de todo lo que hemos construido. La presión era palpable.

Elena se sintió atrapada entre su deber y una punzada de anhelo por algo más, algo que su corazón, a pesar de su sensatez, aún esperaba. prometió considerar las propuestas y hablar con sus hermanas, aunque sabía que la decisión final sería suya y de su padre.

Mientras tanto, Isabel, ajena a la seriedad de la conversación en el estudio, se encontraba en los jardines, sentada bajo la sombra de un olivo centenario, su cuaderno de bocetos abierto en el regazo. Sus dedos manchados de carboncillo danzaban sobre el papel, capturando la silueta de un mirlo posado en una rama cercana. La brisa jugaba con sus cabellos rojizos y una sonrisa despreocupada iluminaba su rostro.

La idea del matrimonio para Isabel era una jaula. Veía a las jóvenes casadas de su entorno, sus vidas reducidas a la gestión de un hogar y la crianza de hijos, sus espíritus domesticados. Ella, con su pasión por el arte y su amor por la libertad de los campos, no podía concebir tal destino sin una rebelión interna. Justo en ese momento, un jinete se acercó por el camino de entrada.

Era don Ramón de Montoro, un joven hidalgos de una finca vecina, conocido por su buena planta y su afición a la casa. Era uno de los pocos pretendientes que había mostrado un interés genuino por el arte de Isabel, aunque su comprensión del mismo era superficial.

Don Ramón solía visitarlos con la excusa de discutir asuntos de tierras con don Rodrigo, pero sus ojos siempre buscaban a Isabel. Isabel, qué delicia encontrarte aquí, inspirada por la belleza de nuestra tierra”, exclamó desmontando con una elegancia estudiada. Isabel le devolvió una sonrisa amable, pero sus ojos no abandonaron el voceto. “Don Ramón, siempre es un placer.” Él se sentó a su lado, aunque a una distancia prudente. “Qué maravilla estás creando hoy.

Permíteme ver.” Isabel le mostró el dibujo del Mirlo. Es exquisito. Tienes un don, Isabel, un don que bien encausado podría adornar cualquier salón noble. La última frase la irritó ligeramente. Adornar un salón. Su arte era para ella, para capturar la vida, no para hacer una mera decoración.

Don Ramón continuó, su voz bajando a un tono más íntimo. Mi padre ha hablado con el tuyo. Hay entendimientos. Me gustaría que supieras que aprecio tu espíritu, tu vivacidad. Sé que no eres como otras damas y eso es lo que me atrae. Conmigo, Isabel, tendrías la libertad dentro de lo razonable, claro, de continuar con tus aficiones.

Isabel lo escuchó, su mente sopesando sus palabras. Ramón era atractivo, no era cruel y no la aburría por completo. Pero la frase, dentro de lo razonable resonaba en su cabeza como una advertencia. Su libertad era irrazonable para muchos y temía que bajo el velo de la admiración Ramón pretendiera domesticarla.

La idea de un matrimonio donde su arte fuera encausado por un esposo la llenaba de recelo. En su habitación, Sofía, la más joven, se sentía más frágil que nunca. La noticia de las conversaciones matrimoniales, filtrada por las criadas, había llegado a sus oídos como un eco lejano, pero ineludible.

Aunque no se hablaba directamente de su futuro, la atmósfera de la hacienda había cambiado, volviéndose más densa, más cargada de expectativas. Sofía, con su salud delicada, a menudo se sentía una carga para su padre y la idea de que su propio matrimonio pudiera ser una fuente de preocupación adicional para él, la angustiaba. Ella sabía que su papel en la continuación del linaje era el más improbable.

¿Quién querría desposar a una joven de constitución tan débil? A menudo se refugiaba en los libros o en la música, buscando consuelo en mundos de ficción o en las armonías de un piano. Su voz, dulce y melancólica, resonaba en la capilla cada tarde. Un lamento silencioso que solo ella y quizás algunos ángeles escuchaban. Ese día, mientras leía un tomo de poesía romántica, una carta llegó a sus manos entregada por una de las doncellas con un aire de misterio.

No era una misiva formal, sino una nota manuscrita en un papel de calidad inferior, sin membrete. Sofía la abrió con curiosidad. Era de un joven llamado Miguel, el hijo del capataz de la hacienda. Miguel era un muchacho fuerte y apuesto, de ojos honestos y manos curtidas por el trabajo en el campo. Había crecido en la hacienda y Sofía lo conocía desde niña, aunque sus encuentros siempre habían sido breves y formales, separados por la infranqueable barrera de su posición social. La nota era sencilla, torpemente redactada, pero sincera. Expresaba su

admiración por ella. su preocupación por su salud y un deseo humilde de verla feliz. No hablaba de matrimonio ni de futuro, solo de un cariño profundo y respetuoso. Sofía sintió un rubor en sus mejillas, una punzada de emoción desconocida. Era la primera vez que alguien fuera de su familia expresaba tal sentimiento hacia ella. La idea era, por supuesto, impensable.

Un matrimonio con un hombre de su posición era una afrenta al honor de los de la Vega, una mancha imborrable en el linaje, pero la calidez de sus palabras, la pureza de su afecto la conmovieron profundamente. guardó la carta bajo su almohada, un pequeño secreto que iluminó su melancolía con un efímero rayo de esperanza y, al mismo tiempo, con la certeza de un futuro imposible.

La cena de esa noche en las Tres Olivas fue un asunto tenso. Don Rodrigo, presidiendo la mesa con su habitual solemnidad, observaba a sus hijas con una mezcla de amor y ansiedad. Elena, más callada de lo normal, apenas probaba la comida. Su mente absorta en las implicaciones de las propuestas de matrimonio.

Isabel, aunque intentaba mantener su semblante alegre, sentía la opresión de las expectativas y sus ojos se desviaban a menudo hacia la ventana, anhelando la libertad del exterior. Sofía, con un velo de melancolía aún más pronunciado, se sentía ajena a la conversación, su corazón guardando el secreto de la carta de Miguel. Don Rodrigo finalmente rompió el silencio que se había apoderado de la mesa. Hemos de hablar con seriedad, mis hijas.

No puedo ocultaros la preocupación que me consume. El futuro de nuestra estirpe está en juego. Necesitamos asegurar la continuidad del nombre de la vega. Elena, tú eres la primogénita y sobre ti recae la mayor responsabilidad. Elena levantó la vista, sus ojos encontrándolos de su padre. Padre, he reflexionado sobre vuestras palabras. Comprendo la gravedad de la situación.

Sin embargo, no puedo ignorar mi propio corazón. Desposar a un hombre solo por su posición o por la remota posibilidad de que su hijo lleve nuestro apellido. Me parece un sacrificio demasiado grande, no solo para mí, sino para el futuro de esa unión. Su voz, aunque suave, tenía una firmeza inquebrantable.

Don Rodrigo golpeó la mesa suavemente con el puño. Sacrificio. ¿Acaso no es el deber de todo noble hacer sacrificios por su familia, por su nombre? ¿Qué es un corazón caprichoso frente a siglos de historia, frente a la memoria de nuestros antepasados? Isabel, incapaz de contenerse, intervino.

Padre, ¿y qué hay de la felicidad? ¿No merecemos acaso un poco de dicha en nuestras vidas? ¿Hemos de casarnos con hombres a los que apenas conocemos o que no nos inspiran nada solo por un apellido? Su tono era más desafiante que el de Elena y don Rodrigo la miró con severidad. Isabel, tu romanticismo es un lujo que no podemos permitirnos.

La felicidad, hija mía, se construye sobre cimientos sólidos, no sobre quimeras. Vuestra misión es asegurar el porvenir de esta casa, no perseguir sueños de artistas. Sofía, que hasta entonces había permanecido en silencio, sintió un nudo en la garganta. La crudeza de las palabras de su padre la asustaba.

¿Acaso su propia existencia tan frágil era una decepción para él? ¿Sería ella incapaz de cumplir con su deber, incluso si pudiera? La discusión continuó. Un tenso tira y afloja entre el deber y el deseo. Don Rodrigo expuso sus argumentos con lógica implacable, recordando la importancia de las alianzas, la necesidad de un heredero varón, el riesgo de que la hacienda cayera en manos ajenas.

Elena, con su inteligencia, intentó razonar con él buscando un punto medio, una solución que no comprometiera por completo su felicidad. Isabel, más emocional defendía el derecho a elegir, a amar, a hacer algo más que un peón en un juego de linajes. Sofía, incapaz de participar activamente, se sentía cada vez más pequeña y desvalida.

La carta de Miguel quemándole bajo la almohada como un faro de una vida inalcanzable. Días después, la llegada inesperada de don Anselmo de la Vega, un primo lejano de don Rodrigo, un hombre astuto y de mirada calculadora, añadió una nueva capa de complejidad a la situación. Don Anselmo, cuya propia rama de la familia había caído en cierta decadencia, siempre había codiciado las tierras de las tres olivas.

Su visita supuestamente de cortesía, no engañó a don Rodrigo. Rodrigo, primo, dijo Anselmo con una sonrisa forzada durante una tarde en el estudio. Es un placer verte también. Y tus hijas, qué hermosas se han vuelto. El tiempo vuela, ¿no es así? Me pregunto, ¿has pensado en el futuro? El linaje de La Vega es antiguo, venerable.

Sería una lástima que se perdiera, que estas tierras pasaran a manos de extraños. La insinuación era clara. Don Anselmo, sin un heredero varón propio y con sus propiedades menguando, se veía a sí mismo como el legítimo sucesor, en caso de que don Rodrigo no consiguiera un nieto varón que llevara el apellido.

Don Rodrigo lo miró con desprecio, apenas disimulado. Anselmo, el futuro de las tres olivas está asegurado. Mis hijas se casarán bien y el nombre de la Vega continuará. Pero la presencia de Anselmo era un recordatorio constante de la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza, una presión externa que se sumaba a su propia angustia.

La situación se volvió aún más intrincada cuando don Rodrigo, en un intento por acercar a Elena a uno de sus pretendientes, organizó un baile en la hacienda. invitó a la nobleza local y entre ellos, por supuesto, estaban el marqués de Valdeolivos y el varón de Almendro. Elena se preparó para la velada con una resignación elegante.

Sabía que esta era una prueba, un escaparate. El marqués, un hombre alto y delgado, con una expresión perennemente aburrida, se acercó a ella con una cortesía fría. Sus palabras eran correctas, pero carecían de calor. Habló de cosechas, de política, de los deberes de la nobleza, todo con una frialdad que la dejó helada.

El varón, por su parte, aunque más afable, era un hombre de costumbres arraigadas y una visión del mundo muy tradicional que no dejaba espacio para las aspiraciones de una mujer más allá del hogar. Elena bailó con ambos, sonrió, conversó, pero su corazón permaneció impasible. No sentía ni la menor chispa ni la promesa de una conexión. La idea de pasar el resto de su vida con cualquiera de ellos le resultaba sofocante.

Isabel, por su parte, se sentía como un pájaro enjaulado en su propio atuendo de gala. Su vestido de tafetán verde esmeralda, aunque hermoso, le parecía una armadura. Don Ramón de Montoro no tardó en buscarla. Isabel, estás deslumbrante esta noche, como una ninfa del bosque, pero vestida para la corte.

Intentó guiarla hacia un rincón más apartado donde pudieran conversar. Isabel, aunque no lo rechazó de plano, mantuvo una distancia. Sus ojos inquietos buscando algo o a alguien que rompiera la monotonía de la velada. observó a los invitados sus gestos, sus expresiones, ya imaginando cómo los plasmaría en su cuaderno.

Don Ramón, percibiendo su distracción, intentó captar su atención con promesas de viajes a la capital, de salones de arte. Podrías exhibir tus obras, Isabel, serías la comidilla de Madrid. Pero Isabel sabía que tales promesas venían con un precio, el de su libertad, el de su espíritu indomable.

La idea de convertirse en la comidilla de la sociedad, de que su arte fuera una mera curiosidad, la repelía. Sofía, vestida con un delicado traje de seda azul pálido, se sentía abrumada por la multitud y el bullicio. Su salud no era la mejor aquella noche y el aire cargado de perfumes y conversaciones la mareaba ligeramente.

Permaneció cerca de su padre, sintiéndose protegida, pero también atrapada. Muchos de los jóvenes nobles la observaban atraídos por su belleza etérea, pero pocos se atrevían a acercarse, conscientes de su fragilidad y de la sobreprotección de don Rodrigo. Entre la multitud, sus ojos buscaron casi sin querer el rostro de Miguel.

Él no estaba entre los invitados, por supuesto. Estaba en la hacienda trabajando, quizás observando el baile desde la distancia como una sombra. La imagen de su carta, guardada como un tesoro, le dio un consuelo inesperado y, al mismo tiempo una nueva punzada de dolor por la imposibilidad de su afecto.

Un joven conde, don Fernando de Losada, conocido por su amabilidad y su amor por la música, finalmente se acercó a Sofía. Doña Sofía, es un honor. He oído hablar de su talento para el canto. Me pregunto si alguna vez nos honrará con su voz. Sofía, sorprendida por la delicadeza de su acercamiento, sonrió tímidamente.

Don Fernando no hablaba de dotes ni de linajes, solo de música. Su conversación fue un bálsamo para el alma de Sofía, un breve respiro del peso de las expectativas. Pero la mirada de su padre, atenta a cada interacción, le recordó la brevedad de esos momentos. El baile terminó dejando un rastro de agotamiento y frustración en el corazón de las hermanas.

Don Rodrigo, aunque satisfecho con la afluencia de pretendientes, no estaba convencido de que ninguno de ellos fuera el adecuado para asegurar el futuro de la estirpe. La frialdad de Elena, la rebeldía apenas contenida de Isabel y la fragilidad de Sofía se interponían en sus planes. La conversación con don Anselmo le había picado y la presión para asegurar un heredero se intensificaba.

Esa noche, mientras las estrellas brillaban sobre Extremadura, don Rodrigo se sentó en su estudio, no con Jerez, sino con un mapa de sus tierras extendido sobre la mesa. Su dedo recorrió los linderos, las propiedades que tanto le había costado mantener y que ahora corrían el riesgo de perderse. Su mente trabajaba febrilmente buscando una solución, una estrategia para forzar el destino. No podía permitirse el fracaso.

La idea de que el nombre de la Vega se extinguiera con él era un tormento insoportable. Necesitaba un varón, un nieto, y lo necesitaba pronto. La pregunta no era si sus hijas se casarían, sino con quién y cómo podría él manipular los hilos del destino para que de uno de esos matrimonios surgiera el ansiado continuador de su linaje.

La tarea se antojaba monumental y el tiempo un enemigo implacable. El conflicto en el corazón de don Rodrigo no solo era por la continuidad de su estirpe, sino por la colisión entre su deber ancestral y la voluntad o la falta de ella de sus amadas hijas. Las Tres Olivas, antaño un refugio de paz, comenzaba a sentir los ecos de una batalla silenciosa, una lucha por el futuro, por el alma misma de la familia de la Vega.

Don Rodrigo, con el mapa de sus tierras ante sí, permaneció en su estudio hasta bien entrada la madrugada. Las sombras danzaban en las paredes al compás de la llama vacilante de la vela, proyectando una danza macabra que reflejaba la agitación de su alma. La derrota no era una opción. El nombre de la Vega no podía, no debía morir con él.

Su plan, hasta entonces basado en la sutileza y la esperanza de que sus hijas vieran la razón, debía transformarse. La estrategia, pensó, debía ser más directa, más imperativa. Sus hijas eran joyas, sí, pero también peones, en un juego mucho más grande que sus propios deseos.

El deber ancestral, el peso de siglos de linaje lo consumía. decidió que la primera en sentir el rigor de su determinación sería Elena. Ella, la más sensata, la primogénita, debía comprender la urgencia. No podía permitirse el lujo de la indecisión. A la mañana siguiente, el sol de Extremadura se alzó tan implacable como la voluntad de don Rodrigo.

Convocó a Elena de nuevo a su estudio. La habitación, con sus pesados muebles de madera oscura y el olor a cuero y pergamino viejo, parecía más opresiva que de costumbre. Elena entró, su semblante sereno, pero con una tensión apenas perceptible en la línea de sus labios. Don Rodrigo no perdió el tiempo en preámbulos.

Elena dijo su voz resonando con una autoridad que rara vez utilizaba con ella. He tomado una decisión. El marqués de Valdeolivos ha reiterado su propuesta. Es un hombre de posición intachable, con tierras extensas que lindan con las nuestras. Un matrimonio con él no solo aseguraría tu futuro, sino que fortalecería la influencia de la Vega en la región.

Además, ha expresado su voluntad en privado de que si de vuestra unión nace un varón que no sea el primogénito de su casa, este podría llevar nuestro apellido una vez que la sucesión principal esté asegurada. Es una oferta inmejorable. Elena lo escuchó, sus manos entrelazadas en su regazo. La frialdad de la propuesta la heló. Padre, comenzó su voz apenas un susurro.

Comprendo la importancia de la alianza, pero no hay caso otros caminos. El marqués es un hombre que no me inspira. Su corazón parece hecho de piedra. ¿Cómo podría construir una vida, una familia con alguien que me es tan ajeno? Don Rodrigo golpeó el escritorio con la palma de la mano. Corazón, inspiración, Elena, estos son lujos de poetas, no de nobles.

Tu deber es mayor que tus sentimientos personales. Piensa en el legado, en la estirpe. ¿Acaso crees que tus antepasados se desposaron por capricho? ¿Se casaron por deber? ¿por continuidad del nombre? Te daré una semana para reflexionar, pero te advierto, hija, mi paciencia tiene un límite. No permitiré que el nombre de la Vega se extinga por romanticismos.

Elena salió del estudio con el alma encogida. La presión era insoportable. Se sentía atrapada en una jaula de oro, sus alas cortadas por el peso de la tradición y el deber. Buscó consuelo en los jardines, pero ni el perfume de las bugambillas ni el murmullo de la fuente lograron calmar la tormenta en su interior.

Mientras tanto, Isabel, ajena a la severidad de la conversación de su hermana, había decidido tomar las riendas de su propia expresión. con su cuaderno y carboncillos en mano, se aventuró más allá de los límites habituales de la hacienda, buscando la inspiración en los rincones más salvajes de la Extremadura. Había encontrado un viejo cortijo abandonado, sus muros desmoronándose bajo el peso del tiempo, un lugar donde la naturaleza reclamaba lo suyo.

Allí, con una libertad que raramente sentía dentro de los muros de las tres olivas, comenzó a dibujar. No eran paisajes idílicos ni retratos formales, sino la cruda belleza de la decadencia, la lucha de la vida por abrirse paso entre las ruinas. Sus dibujos eran más oscuros, más intensos que nunca, reflejando quizás la agitación que sentía en su propio espíritu.

Don Ramón de Montoro, en una de sus visitas inoportunas, la encontró allí. Había seguido sus pasos, guiado por la curiosidad y una creciente impaciencia. Isabel, ¿qué haces en un lugar tan desolado? Deberías estar en la hacienda preparándote para la sociedad, para tu futuro. Isabel levantó la vista, sus ojos verdes brillando con una mezcla de desafío y fastidio.

Mi futuro, don Ramón, se está trazando aquí, en la verdad de estas ruinas, no en los salones polvorientos. Aquí encuentro la vida, la fuerza. Ramón se acercó, su rostro contraído por la incomprensión. Tu talento es innegable, pero no crees que podrías usarlo para algo más útil, para embellecer, no para esto.

Mi casa, por ejemplo, podría beneficiarse enormemente de tus dotes. Podrías pintar retratos de nuestros ancestros, escenas de caza. Isabel cerró su cuaderno de golpe. Mi arte no es para adornar paredes, don Ramón. es para ver, para sentir. No se puede encauzar un río salvaje y mi espíritu es el de ese río. La conversación se tornó tensa.

Ramón, sintiéndose rechazado y malinterpretado, se retiró con la promesa velada de hablar con don Rodrigo sobre el comportamiento inusual de su hija. Isabel, aunque satisfecha de haber defendido su independencia, sintió un escalofrío. sabía que su padre no vería con buenos ojos tales confrontaciones. Mientras tanto, en la intimidad de su habitación, Sofía releía la carta de Miguel.

Sus palabras sencillas, llenas de una ternura inesperada, eran un bálsamo para su corazón solitario. La imposibilidad de un amor así la desgarraba, pero el simple hecho de saberse querida, admirada por alguien que la veía más allá de su fragilidad o su posición, le daba fuerzas. Un día, mientras paseaba por el jardín buscando un poco de aire fresco, se encontró con don Fernando de Losada, el joven conde, que había acudido de nuevo a la hacienda con una excusa formal, la salud don Fernando de Losada, que había acudido de nuevo a la hacienda con una excusa formal, la saludó con su habitual amabilidad, interrumpiendo su paseo.

Doña Sofía, qué grato encuentro. Me preguntaba si habría tenido la oportunidad de escucharla cantar de nuevo. Su voz, si me permite la osadía, es como un bálsamo para el alma. Sofía se sonrojó ligeramente, agradecida por su delicadeza. Es usted muy amable, don Fernando. Apenas canto fuera de la capilla. Él sonrió. Y es una pena.

El arte, sea cual sea su forma, está destinado a ser compartido. Me atrevo a decir que su voz tiene el poder de conmover. La conversación con don Fernando era un refugio para Sofía, un espacio donde su fragilidad no era una desventaja, sino una cualidad que inspiraba protección y ternura.

Hablaron de música, de poesía, de los ruiseñores que cantaban en los jardines al anochecer. Por un breve instante, Sofía olvidó la presión de su apellido y el futuro incierto, sintiéndose simplemente una joven apreciada por su talento. Sin embargo, la sombra de su propia condición y la de Miguel se cernía sobre ella.

Durante su paseo, sus ojos se cruzaron con los de Miguel, quien trabajaba en la distancia, podando unos rosales. El muchacho le dedicó una mirada rápida, cargada de una mezcla de respeto y una emoción contenida que Sofía reconoció al instante. Un escalofrío le recorrió la espalda. La presencia de don Fernando a su lado, tan educado y de buena cuna, hacía el contraste con Miguel aún más doloroso.

La realidad de su posición social era una barrera infranqueable, un muro que separaba dos mundos que por un instante habían soñado con unirse. Guardó la carta de Miguel más celosamente que nunca, un tesoro prohibido que le recordaba la dulzura de lo inalcanzable. La semana de reflexión que don Rodrigo le había concedido a Elena llegó a su fin y con ella la calma aparente de las tres olivas se desvaneció.

Don Rodrigo la convocó a su estudio de nuevo. Su rostro inescrutable, sus ojos miel fijos en su hija mayor. Elena, el plazo ha terminado. ¿Has meditado sobre tu deber? El marqués de Valdeolivos espera una respuesta. Su paciencia, como la mía, no es infinita. Elena se mantuvo erguida, su postura reflejando una determinación que su padre no había esperado.

Padre, he reflexionado profundamente. Comprendo vuestras preocupaciones por el linaje, pero no puedo desposar a un hombre que me es completamente ajeno, cuyas palabras me dejan fría y cuyo corazón no conozco. Un matrimonio sin un mínimo de afecto mutuo sería una condena.

Y no creo que sirva bien al propósito de asegurar un heredero, pues la felicidad de la unión es un terreno fértil para el porvenir. Don Rodrigo golpeó el escritorio con más fuerza esta vez, el sonido seco resonando en la habitación. Felicidad, afecto, insensateces. ¿Acaso crees que el amor romántico es el cimiento de los grandes linajes? Se casaron por deber, por conveniencia, por la continuidad del nombre.

Y te he ofrecido la posibilidad de que un hijo vuestro lleve nuestro apellido. Es una deferencia que pocos harían. Su voz se elevó denotando la frustración que hervía en su interior. Tu negativa, Elena, es una afrenta a tu familia, a tus antepasados.

No puedo permitir que tu romanticismo ponga en peligro siglos de historia. Si no accedes a esta unión, tendré que considerar otras opciones y te aseguro que no serán tan ventajosas ni para ti ni para el nombre de la vega. Piensa en el oprobio que caerá sobre esta casa si el linaje se extingue por la obstinación de una hija. Elena palideció, pero no se dio. Padre, mi obstinación es mi dignidad.

Si el amor es un lujo, la dignidad es una necesidad del alma. Prefiero el oprobio de la soltería a la miseria de un matrimonio sin alma. La tensión en la habitación era palpable, un choque de voluntades que dejaba a don Rodrigo furioso y a Elena con el corazón encogido, pero con una extraña sensación de liberación.

La noticia de la tensa conversación entre padre e hija no tardó en extenderse por la hacienda, susurrada entre las criadas y los capataces. Don Anselmo, el primo lejano, lo percibió como una oportunidad. Aprovechando una visita a la hacienda con la excusa de discutir sobre unos linderos, se acercó a don Rodrigo con una sonrisa salamera.

Rodrigo, he oído rumores sobre la reticencia de Elena. Es una pena tan hermosa y sensata, pero ya sabes, los tiempos cambian y las jóvenes de hoy a veces confunden el deber con el capricho. Si tus hijas no están dispuestas a asegurar el futuro, siempre hay otras ramas de la familia, ramas que, aunque humildes, siempre han mantenido el honor de los de la Vega. La indirecta era directa, un golpe calculado.

Don Rodrigo lo miró con desprecio. Mi linaje no está en peligro, Anselmo. Mis hijas cumplirán con su deber. Espero que sí, primo, porque la ausencia de un heredero varón, ya sabes, puede llevar a disputas a que las tierras se fragmenten. Y nadie quiere eso, ¿verdad? Especialmente cuando hay quienes están dispuestos a tomar las riendas, a asegurar la continuidad. Incluso si es por un camino menos directo.

Don Rodrigo despidió a Anselmo con una frialdad cortante, pero las palabras de su primo se clavaron en él como espinas. La amenaza de que Anselmo pudiera reclamar la herencia, aunque legalmente débil, era una posibilidad que lo atormentaba. La presión externa se sumaba a la interna, haciendo que su determinación se endureciera aún más.

La rebelión de Isabel no tardó en manifestarse con mayor fuerza. Don Ramón de Montoro, cumpliendo su velada amenaza, se acercó a don Rodrigo con quejas sobre el comportamiento impropio de Isabel. Don Rodrigo, debo informarle que doña Isabel ha estado frecuentando parajes desolados, vestida de manera inusual y dedicándose a dibujos de ruinas y campesinos.

No es el comportamiento que se espera de una dama de su posición y mucho menos de mi futura esposa. Mis padres están preocupados por la reputación de la familia. La noticia encendió la ira de don Rodrigo, ya exasperado por la negativa de Elena. Convocó a Isabel a su estudio, esta vez con una furia apenas contenida.

Isabel, ¿qué es este escándalo que don Ramón me cuenta? Dibujos de ruinas, comportamiento inusual. ¿Acaso quieres avergonzarme poner en entredicho el buen nombre de esta casa? Isabel, aunque intimidada por la ira de su padre, se mantuvo firme. Padre, mi arte es mi forma de ver el mundo. No hay nada deshonroso en dibujar la verdad de la tierra y sus gentes.

¿Acaso debo encerrarme en el salón y bordar flores marchitas para complacer a un hombre que solo ve en mí una decoración para su casa? Don Rodrigo golpeó la mesa con el puño. No, debes comportarte como una dama. Debes pensar en tu futuro, en el linaje. Don Ramón es un buen partido, un hombre de buena estirpe que está dispuesto a pasar por alto tus excentricidades.

Te casarás con él y tu arte, si tanto empeño tienes, lo ejercerás en la intimidad de tu hogar, sin escándalos ni excentricidades. Isabel sintió un nudo en la garganta. No me casaré con él. No me convertiré en un objeto, en una esposa que solo sirve para adornar y dar hijos. Mi espíritu es libre, padre. No puede usted encadenarlo. La discusión se convirtió en una batalla de gritos y lágrimas.

Don Rodrigo, furioso, le advirtió que si no accedía, la enviaría a un convento, una amenaza que, aunque extrema, no era inusual para la época. Isabel salió del estudio con el corazón roto, pero con la chispa de la rebeldía aún ardiendo en sus ojos. La idea del convento era espantosa, pero la de un matrimonio sin amor, donde su arte sería sofocado, lo era aún más.

Mientras el conflicto se cernía sobre Elena e Isabel, Sofía se vio envuelta en su propia encrucijada. Don Fernando de Losada, con su delicadeza y su amor por la música, continuó cortejándola. Sus visitas a la hacienda cada vez más frecuentes. Un día le ofreció un libro de partituras raras, sabiendo de su pasión por el canto. He pensado en usted, doña Sofía. Sé que apreciará estas melodías.

Quizás algún día me honre con interpretarlas. Sofía, conmovida por el gesto, sintió una punzada de culpa. Don Fernando era un hombre bueno, amable y su linaje era impecable. Un matrimonio con él no solo sería aceptable para su padre, sino deseable. Pero su corazón seguía aferrado a la imagen de Miguel, a la sencillez y honestidad de su afecto.

Esa misma tarde, mientras paseaba por un sendero solitario, vio a Miguel que se acercaba con una cesta de frutas recién cogidas. Por un momento olvidaron las barreras sociales. Doña Sofía dijo Miguel, su voz grave y respetuosa. Su salud me preocupa. El sol de la tarde puede ser inclemente. Sofía le sonrió una sonrisa genuina y triste.

Gracias, Miguel. Soy fuerte, aunque mi padre no lo crea. Sus ojos se encontraron y en esa breve mirada se dijeron más de lo que las palabras podían expresar. Miguel, con su simplicidad había capturado su corazón de una manera que ningún conde o marqués podría, pero la realidad era un muro infranqueable. Sofía sabía que su destino era casarse con alguien de su posición y que Miguel, a pesar de su bondad y su afecto, estaba fuera de su alcance.

La carta, su secreto, ahora se sentía como un peso en su alma, un recordatorio constante de lo que no podía ser. Don Rodrigo, frustrado por la resistencia de Elena e Isabel y preocupado por la delicada salud de Sofía, comenzó a sentir que el tiempo se le escapaba de las manos.

La visita de don Anselmo, con sus veladas amenazas lo había puesto aún más en guardia. Necesitaba un varón y lo necesitaba pronto. Su mirada se posó en el retrato de su bisabuelo, el fundador de la fortuna, y sintió el peso de sus antepasados juzgándolo. La desesperación lo llevó a considerar medidas más drásticas. Si sus hijas no entendían el deber por la razón, tal vez lo harían por la fuerza.

convocó a sus tres hijas a una cena especial, una que no era de celebración, sino de ultimátum. La mesa, elegantemente puesta, parecía más un tribunal que un comedor familiar. El silencio era denso, roto solo por el tintineo de los cubiertos. Don Rodrigo, con un semblante sombrío, las observó a cada una. Mis hijas, comenzó, su voz baja, pero cargada de una autoridad que no admitía réplica. He sido paciente.

He intentado razonar con vosotras, pero el tiempo se agota. El linaje de la Vega no puede esperar más. He tomado una decisión. Elena, te casarás con el marqués de Valdeolivos. La boda se celebrará en dos meses. No hay lugar para más discusiones. Elena levantó la vista. sus ojos oscuros llenos de una mezcla de shock e incredulidad.

Padre, no podéis, no podéis obligarme a esto. Don Rodrigo la interrumpió con un gesto de la mano. Puedo y lo haré. Es mi deber y es el tuyo. Isabel, tú te casarás con don Ramón de Montoro. La fecha será fijada poco después de la de tu hermana. Isabel, que hasta entonces había estado conteniendo la respiración, se levantó de golpe. No me niego.

Prefiero el convento antes que casarme con ese hombre. Don Rodrigo la miró con frialdad. Si es al convento a donde debes ir para entender el deber, así será. Pero el nombre de la Vega continuará. Finalmente, su mirada se posó en Sofía, la más frágil. Sofía se encogió temiendo lo que vendría. Y Sofía, dijo don Rodrigo, su voz suavizándose apenas un matiz.

Tu salud es una preocupación constante, pero eso no te exime de tu deber. He recibido una propuesta del varón de almendro. Él, a pesar de su edad, es un hombre de gran estirpe y fortuna y ha expresado una gran admiración por tu delicadeza. Además tiene ya un heredero varón, lo que nos daría la oportunidad de negociar que un hijo vuestro, si lo hubiera, llevara nuestro apellido sin la presión de la primogenitura.

Sofía sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. El varón de Almendro, un hombre casi anciano, que la había mirado con una extraña mezcla de piedad y deseo en el baile. La idea era repulsiva. Las tres hermanas se miraron, sus rostros reflejando una mezcla de desesperación y desafío. La cena se había convertido en un campo de batalla y don Rodrigo, con su ultimátum había declarado la guerra a los corazones de sus hijas. Esa noche Las Tres Olivas no durmió en paz.

El Padre, consumido por su angustia y su deber ancestral, había decidido forzar el destino, ignorando los deseos de las tres mujeres, que irónicamente eran la única esperanza de su linaje. La batalla por el futuro de los de la Vega había comenzado en serio y sus protagonistas, las tres novias, se encontraban en el umbral de decisiones que cambiarían sus vidas para siempre.

decisiones que no solo afectarían sus propios destinos, sino también el de una estirpe que se aferraba con desesperación a la continuidad. El sol se alzó al día siguiente sobre la Extremadura, bañando la hacienda con una luz que prometía un nuevo día, pero que también presagiaba la tormenta que se avecinaba.

Las tres hermanas, cada una en su habitación, enfrentaban la cruda realidad de la imposición de su padre. Elena, la serena primogénita, sentía que su mundo se desmoronaba. La idea de un matrimonio forzado con el marqués de Valdeolivos era una prisión para su espíritu, un sacrificio que consideraba inútil si no había un mínimo de respeto o afecto.

Su mente analítica y práctica comenzó a buscar fisuras en el plan de su padre, una forma de retrasar, de negociar, de encontrar una salida que no la condenara a la infelicidad de por vida. sabía que la confrontación directa solo generaría más rigidez en él, por lo que su estrategia debía ser más sutil, más calculada.

empezó a repasar mentalmente las propiedades del marqués, las cláusulas de los contratos matrimoniales, buscando cualquier resquicio legal o social que pudiera darle ventaja. La dignidad, para ella era una fortaleza que no estaba dispuesta a rendir. Isabel, por su parte, reaccionó con una furia desatada.

La amenaza del convento, aunque temible, no era tan desgarradora como la idea de casarse con don Ramón, de ver su espíritu y su arte domesticados. Rompió algunos de sus vocetos más recientes, los que mostraban la cruda belleza de las ruinas, en un arrebato de rabia y desesperación.

Si su arte no podía ser libre, ¿para qué existía? Su mente impulsiva y creativa comenzó a idear planes de escape, no solo del matrimonio, sino de la hacienda misma. Soñaba con Madrid, con París, con lugares donde los artistas eran valorados por su visión, no por su apellido. La idea de huir, de desaparecer, comenzó a germinar en su corazón, aunque sabía que era una locura para una dama de su posición.

habló con algunas de las criadas más jóvenes preguntando sobre rutas, sobre posibilidades, susurrando palabras que podrían ser consideradas una blasfemia en los salones de la nobleza. La rebeldía de Isabel no era solo una cuestión de deseos personales, sino una lucha por la libertad misma de su ser. Sofía, la más frágil, se sumió en una profunda melancolía.

La imposición del matrimonio con el varón de Almendro la dejó sin aliento. Un hombre anciano con una mirada que la hacía sentir incómoda, y la idea de que su cuerpo delicado fuera utilizado para producir un heredero era una tortura. Su salud, que ya era precaria, se resintió ante la angustia. se encerró en su habitación, negándose a comer, sus ojos azules fijos en el horizonte, buscando una salida que no existía.

La carta de Miguel, ahora un bálsamo agridulce era su único consuelo. Pero incluso ese consuelo se vio amenazado. Una de las doncellas, Inés, que había sido su confidente de la infancia y a quien Miguel había pedido entregar la nota, se acercó a Sofía con una expresión de pánico. Doña Sofía, he oído que su padre está furioso con doña Elena y doña Isabel y con vos también por vuestra salud.

Él él ha sido muy explícito sobre la necesidad de un heredero. Temo que si descubre si descubre la carta de Miguel o si él se atreviera a acercarse, las consecuencias serían terribles para ambos, para él, sobre todo. Las palabras de Inés confirmaron los peores temores de Sofía.

Su amor prohibido no solo la condenaba a ella, sino que ponía en grave peligro a Miguel. La idea de que el joven por su causa pudiera sufrir la ira de su padre, un hombre temido en la hacienda, era insoportable. Sintió que debía protegerlo, incluso si eso significaba renunciar a la única chispa de afecto genuino que había conocido. La decisión era desgarradora, pero la seguridad de Miguel era primordial.

Don Rodrigo, ajeno a la tormenta que había desatado en el corazón de sus hijas, se dedicó a los preparativos con una eficiencia implacable. Envió misivas formales a las familias del marqués de Valdeolivos, del varón de Almendro y de Don Ramón de Montoro, fijando las fechas de las bodas con una celeridad inucitada.

La hacienda se llenó de unir y venir de sastres, modistas y proveedores, preparando los ajuares y los banquetes. La atmósfera era de una celebración forzada, un velo de alegría que apenas ocultaba la tensión subyacente. Don Anselmo, al enterarse de los planes, visitó a don Rodrigo de nuevo, esta vez con una expresión más sombría.

Rodrigo, primo, eres rápido, pero un matrimonio forzado a veces trae problemas. Las damas, ya sabes, pueden ser impredecibles. Espero que tus hijas entiendan la importancia de su deber, porque si no hay un heredero varón, la ley es clara. Y yo, por supuesto, soy el siguiente en línea. Don Rodrigo lo despidió con un gruñido, pero las palabras de Anselmo resonaron en su mente.

Sabía que la resistencia de sus hijas podía comprometer sus planes y que la falta de un nieto varón, o peor aún escándalo, podría dar a Anselmo la oportunidad que buscaba. La presión era inmensa y su determinación se endurecía con cada obstáculo. Una tarde, mientras Elena supervisaba la confección de su vestido de novia, un encaje de seda que le parecía un sudario, se encontró con Isabel en el salón.

Isabel, con sus ojos rojos por el llanto, intentaba disimular su desesperación. Elena, ¿cómo puedes soportarlo? ¿Cómo puedes permitir que nos vendan como si fuéramos un lote de ovejas? Elena la miró con una tristeza profunda. ¿Y qué podemos hacer, Isabel? Nuestro padre está ciego por su obsesión. Si nos oponemos directamente, nos espera el convento o algo peor.

Debemos ser más astutas. Hay que buscar una salida, pero no a través de la confrontación abierta. Isabel se sentó a su lado buscando consuelo en la sabiduría de su hermana mayor. Pero, ¿cuál es la salida? Nos tiene acorraladas. Elena, con un brillo inusual en sus ojos, susurró, “Quizás no estamos tan acorraladas como él cree.

Si el objetivo es un heredero varón, quizás haya formas de cumplir con la letra de la ley, pero no con su espíritu.” Debemos pensar, hermanas. Debemos encontrar una manera de asegurar el linaje, pero también nuestra propia dignidad, una manera de darle a nuestro Padre el Hijo que tanto anhela, pero sin perdernos a nosotras mismas en el proceso.

La conversación se interrumpió cuando Sofía entró al salón pálida y con el semblante más triste que nunca. Sus ojos se veían ausentes, como si su alma estuviera en otro lugar. Elena e Isabel la miraron con preocupación. La fragilidad de la benjamina era un recordatorio constante de los riesgos que corrían. Sofía, con voz apenas audible, les contó sobre la advertencia de Inés, sobre el peligro que corría Miguel si su secreto salía a la luz.

No puedo no puedo permitir que sufra por mí. Debo, debo renunciar a él. Debo aceptar mi destino. Las hermanas se miraron. El sufrimiento de Sofía era el más palpable, el más desgarrador. La idea de que su inocente amor pudiera traer desgracia al joven capataz era una carga demasiado pesada para ella. La desesperación las unió en un pacto tácito.

Debían protegerse mutuamente, encontrar una forma de navegar por el laberinto de las imposiciones de su padre sin romperse. La noche cayó sobre las tres olivas y con ella la semilla de una nueva estrategia comenzaba a germinar en los corazones de las tres hermanas de la Vega. No sería una rebelión abierta, sino una resistencia silenciosa, un plan hurdido en la intimidad de sus pensamientos, buscando una solución que satisfiera el deber, sin sacrificar por completo sus almas.

El padre en su estudio seguía convencido de su triunfo, sin saber que sus tres novias, aunque aparentemente doblegadas, estaban a punto de tejer un destino que superaría sus propias expectativas y daría un giro inesperado a la estirpe de los de la Vega.

La batalla por el heredero estaba lejos de terminar, y las hijas, con su ingenio y su desesperación, estaban a punto de demostrar que el destino de un linaje no siempre se escribe con las reglas de los hombres. El amanecer trajo consigo un sol de justicia que iluminaba los olivares, pero la sombra de la incertidumbre se cernía sobre la hacienda, donde tres corazones femeninos, unidos por el amor fraternal y la adversidad, comenzaban a trazar un camino propio, un camino que contra todo pronóstico podría llevar a un hijo, pero de una forma que nadie, y menos don

Rodrigo, podría haber era anticipado. El amanecer trajo consigo un sol de justicia que iluminaba los olivares, pero la sombra de la incertidumbre se cernía sobre la hacienda, donde tres corazones femeninos, unidos por el amor fraternal y la adversidad, comenzaban a trazar un camino propio, un camino que, contra todo pronóstico, podría llevar a un hijo, pero de una forma que nadie, y menos don Rodrigo, podría haber anticipado.

Elena, con su mente aguda y pragmática, sabía que la confrontación directa era un camino inútil contra la férrea voluntad de su padre. En cambio, optó por la estrategia. Durante los días siguientes, mientras los preparativos de la boda con el marqués de Valdeolivos avanzaban con una celeridad asfixiante, Elena se sumergió en los archivos de la hacienda, revisó antiguos contratos matrimoniales, testamentos y leyes de sucesión.

descubrió que si bien el apellido paterno era la norma, existían precedentes, aunque raros y complejos, para que un hijo pudiera adoptar el apellido materno en circunstancias excepcionales, especialmente si el padre ya tenía un heredero principal y la madre poseía un patrimonio significativo que se deseaba preservar bajo su linaje original.

Armándose de este conocimiento, se presentó ante su padre, no con una súplica, sino con una propuesta calculada. Padre”, le dijo, su voz tranquila pero firme, “Aceptaré casarme con el marqués, pues entiendo la urgencia del linaje. en aras de la seguridad de las tres olivas. Propongo que en el contrato matrimonial se estipule claramente que cualquier hijo varón que nazca de nuestra unión después de que el heredero principal del marqués esté asegurado, llevará el apellido de la vega como primario.

Además, exigiré que una parte de mi dote sea inalienable, vinculada directamente al mantenimiento de este apellido en el futuro heredero. No solo honrará vuestro deseo, sino que también protegerá la hacienda de cualquier eventualidad. Don Rodrigo, sorprendido por la astucia de su hija y viendo la oportunidad de asegurar el nombre de la Vega con una solidez legal aún mayor, aceptó a regañadientes, aunque con un resquemor por la frialdad con la que Elena abordaba su propio futuro. El marqués consultado accedió viendo en ello una

deferencia que cimentaría aún más su prestigio y la alianza con una familia tan antigua. Elena había ganado una batalla, asegurando que su futuro hijo, si lo hubiera, llevaría el nombre de su estirpe, pero a costa de un matrimonio sin amor, un pacto frío que prometía una vida de deber y no de felicidad.

Isabel, por otro lado, se sentía asfixiada. La idea de casarse con don Ramón de Montoro y ver su arte relegado a un pasatiempo doméstico la consumía. Sus planes de escape se volvieron más elaborados, pero la realidad de su posición, la falta de recursos propios y el escrutinio de la hacienda la mantenían anclada.

Una tarde, incapaz de contener su frustración, buscó a su padre en su estudio. “Padre”, exclamó con la voz temblorosa de rabia contenida, “no casaré con don Ramón. Él no entiende mi arte, no entiende quién soy. Me ahogaré en su casa y mi espíritu se marchitará. Si me obliga a esta unión, no habrá alegría en mi corazón. ¿Y cómo puede un corazón muerto dar vida a un heredero? Don Rodrigo, ya irritado por la obstinación de Elena, se puso de pie, su rostro enrojecido.

Basta, Isabel, tu romanticismo es una enfermedad. Te casarás con él y harás tu deber. O te juro que te enviaré a un convento donde no tendrás más lienzos que las paredes de tu celda. La amenaza del convento, pronunciada con tal vehemencia, eló la sangre de Isabel. Se dio cuenta de que su padre era inquebrantable. Salió del estudio con los ojos llenos de lágrimas, pero también con una nueva determinación.

Si no podía escapar del matrimonio, buscaría una forma de preservar su arte, aunque fuera a la fuerza. Decidió que si se casaba, su estudio sería su santuario y su arte, su única forma de rebelión. Empezó a dibujar con una furia renovada, plasmando en sus vocetos no solo la belleza de Extremadura, sino también la angustia de su alma, la lucha por su libertad.

Se prometió a sí misma que si un hijo llegaba, lo criaría para que viera el mundo con los ojos de un artista libre de las cadenas de la tradición. Pero fue Sofía la más frágil y silenciosa, quien se encontró en el centro de la tormenta más inesperada.

La imposición del matrimonio con el anciano varón de almendro la había asumido en una desesperación profunda. Su salud se resentía y la idea de ese hombre de su mirada la enfermaba. La carta de Miguel, su amor prohibido, era ahora un recordatorio constante de lo que perdía. Una noche, incapaz de dormir, se deslizó de su cama y fue a la capilla, su santuario personal.

Allí, bajo la tenue luz de los candelabros, se arrodilló y lloró pidiendo una señal, una salida. Fue una de las criadas, Inés, quien la encontró allí, temblorosa y pálida. Inés, que había sido confidente de Sofía y conocía el afecto entre ella y Miguel, tomó una decisión impulsiva.

Doña Sofía susurró, “no podéis casaros con ese hombre. Vuestro corazón lo sabe. Miguel, Miguel os ama y él él está dispuesto a todo por vos. Sofía la miró con ojos interrogantes. Inés, con el corazón en la mano, le contó que Miguel, al enterarse del inminente matrimonio, había estado desesperado, buscando una manera de protegerla, de confesarle su amor una última vez. Le había pedido a Inés que la ayudara a encontrarse con ella.

Al día siguiente, Sofía, impulsada por un coraje que no sabía que poseía, se encontró con Miguel en secreto en los confines del olivar, bajo la sombra de un centenario árbol. El encuentro fue breve, cargado de una emoción contenida que desbordaba las barreras sociales. Miguel, con sus manos curtidas y sus ojos honestos, le confesó su amor, su disposición a huir con ella.

a desafiar el mundo por un futuro incierto. Sofía, con el corazón acelerado, se sintió dividida entre el deber y el anhelo. Sabía que huir sería la ruina de ambos, un escándalo que destruiría a su padre y a su amado. Pero la idea de una vida con el varón era insoportable. En ese momento de desesperación y amor prohibido, en la intimidad del olivar, la fragilidad de Sofía se encontró con la fuerza de Miguel. Las palabras de su padre resonaron en su mente.

El linaje de la Vega no puede esperar más. Necesitamos asegurar la continuidad del nombre de la Vega. Necesitamos un heredero varón. La desesperación, el amor y la urgencia del linaje se fusionaron en una decisión impulsiva, un acto de rebeldía silenciosa que cambiaría el destino de todos. En los días siguientes, el secreto compartido entre Sofía y Miguel se convirtió en una carga agridulce.

Sofía, con una determinación inusual, se preparó para su boda, aunque su corazón estaba destrozado. Las bodas se sucedieron en las tres Olivas con una solemnidad forzada. Elena se casó con el marqués de Valdeolivos en una ceremonia elegante, pero fría. Su porte era impecable. Su sonrisa, una máscara de cortesía.

Cumplió con su deber, pero su mirada revelaba una profunda melancolía. Isabel, vestida de blanco, se unió a don Ramón de Montoro. Caminó hacia el altar con la cabeza alta, pero sus ojos verdes lanzaban destellos de desafío. No hubo alegría en su alma, solo una promesa silenciosa de que su espíritu nunca sería domesticado. Su estudio, con sus carboncillos y lienzos, sería su refugio y su campo de batalla. Y finalmente llegó el día de la boda de Sofía con el varón de Almendro.

La hacienda estaba engalanada, pero el ambiente era tenso. Sofía, pálida y frágil, parecía una flor a punto de marchitarse. Don Rodrigo, aunque satisfecho con haber asegurado tres alianzas, sentía una punzada de inquietud al ver la tristeza de sus hijas. Sin embargo, su obsesión por el heredero lo mantenía firme.

La ceremonia comenzó y Sofía, con su voz apenas audible pronunció sus votos. El varón, con una sonrisa complacida, la tomó de la mano, ajeno a la tormenta que se gestaba en el corazón de su joven esposa. Poco después de las bodas, la vida en las tres olivas se reanudó, pero con una diferencia sutil. Elena, ahora marquesa de Valdeolivos, regresaba a la hacienda con frecuencia, gestionando sus propiedades con una eficiencia que impresionaba a su padre.

Hablaba con su esposo con una corrección impecable, pero sin la menor señal de afecto. Su matrimonio era una alianza, un acuerdo, no una unión de corazones. Isabel, en la finca de Don Ramón había logrado establecer su propio estudio, un espacio donde podía pintar sin restricciones, aunque las visitas de su esposo a menudo interrumpían su concentración.

Luchaba por su libertad, pero su espíritu indomable se negaba a ceder. Sus lienzos se volvieron más audaces, más expresivos, reflejando su alma rebelde. Pero la verdadera revelación llegó varios meses después. Sofía, cuya salud había sido siempre motivo de preocupación, comenzó a experimentar síntomas que no podían atribuirse a su fragilidad habitual.

La palidez, las náuseas matutinas, la melancolía fueron notadas por Inés. la criada y por la vieja ama de llaves, doña Pilar. Los susurros se extendieron por la hacienda, primero con cautela, luego con una alarma creciente. El varón de Almendro, ajeno a los matices de la vida femenina, no sospechaba nada, atribuyendo el malestar de su joven esposa a su delicada Constitución.

Sin embargo, don Rodrigo, con la ansiedad de un padre y la obsesión de un patriarca, mandó llamar al médico de la familia. El diagnóstico del médico fue un golpe devastador para don Rodrigo, un terremoto que sacudió los cimientos de su orgullo y su linaje. Sofía estaba en cinta, pero el médico, con la discreción que su posición exigía, pero también con una mirada que delataba su conocimiento, insinuó que el embarazo era más avanzado de lo que cabría esperar de un matrimonio tan reciente, especialmente con un hombre de la edad del varón.

La verdad, aunque no dicha explícitamente, era evidente para don Rodrigo. La joven Sofía, la más delicada y protegida de sus hijas, llevaba en su vientre un hijo que no era del varón de almendro. La furia de don Rodrigo fue legendaria. La hacienda tembló bajo sus gritos. Deshonra, oprobio, una mancha imborrable en el nombre de la Vega.

La noticia, aunque aún no pública, amenazaba con destruir todo lo que había construido. Convocó a Sofía a su estudio, su rostro contraído por la rabia y el dolor. Sofía, pálida pero con una extraña serenidad, no negó nada. Con voz suave le confesó su amor por Miguel, la imposibilidad de esa unión, la desesperación que la llevó a ese acto de rebeldía y el miedo por el futuro de su amado.

Padre, dijo con lágrimas en los ojos, no pude casarme con el varón sabiendo que mi corazón pertenecía a otro. Y este hijo, este hijo es fruto de un amor verdadero, aunque prohibido. El escándalo era inmenso. Don Rodrigo, en un primer momento pensó en el convento, en el destierro, en la anulación del matrimonio, pero las palabras de Elena resonaron en su mente.

El linaje de la Vega no puede permitirse languidecer. Necesitamos un heredero varón. Y Sofía, con el vientre abultado, llevaba en sí la promesa de ese heredero. La paradoja era cruel. El hijo que tanto anhelaba venía de la fuente más inesperada, la más deshonrosa, según las normas sociales.

Mientras don Rodrigo lidiaba con esta revelación, don Anselmo, el primo lejano, escuchó los rumores. Su sonrisa se amplió. Ah, Rodrigo, parece que el destino no te sonríe. Una hija deshonrada, un escándalo. Quizás el linaje de la Vega realmente deba pasar a otras manos, a manos que sepan mantener la pureza del nombre. Don Anselmo se presentó en la hacienda dispuesto a reclamar lo que consideraba suyo.

Pero don Rodrigo, a pesar de su dolor y su rabia, era un hombre de Extremadura, forjado por el sol y la piedra, y no se rendiría tan fácilmente. Fue entonces cuando las tres hermanas de la Vega, unidas por la adversidad, tejieron su plan final. Elena, la estratega, se acercó a su padre.

Padre, le dijo, el escándalo es grave, sí, pero este hijo, este hijo es un de la vega en sangre, sino en nombre. El varón de almendro, si se descubre la verdad, anulará el matrimonio y la deshonra será aún mayor. Pero si el varón acepta al niño como suyo, el escándalo se mitigará. Y este niño, padre, es un varón, un varón para el linaje de la Vega.

Isabel, con su pasión añadió, “Y si el varón se niega, podemos hacer que el niño sea reconocido como vuestro nieto legítimo y que lleve el apellido de la vega. Habrá rumores, sí, pero tendremos un heredero, padre, el niño es vuestra salvación.” Don Rodrigo, aunque humillado, vio la lógica implacable en las palabras de sus hijas.

El varón de almendro, al enterarse de la verdad, se enfureció. Exigió la anulación del matrimonio y compensación, pero Elena con su inteligencia negoció con él. Le ofreció una cuantiosa suma de dinero y la promesa de un silencio absoluto sobre el asunto, salvando así su propia reputación y la de los de la Vega.

El varón, más interesado en su fortuna que en la descendencia de su joven esposa, aceptó. El matrimonio fue discretamente anulado con la excusa de la delicada salud de Sofía y la imposibilidad de consumar la unión. Sofía regresó a las tres Olivas, ahora con el escándalo mitigado, pero con la verdad de su embarazo a las claras. Don Rodrigo, con una mezcla de ira y alivio, tomó una decisión sin precedentes.

El hijo de Sofía, que nació un varón fuerte y sano, fue presentado como el heredero de las tres olivas, un nieto que, por una rara deferencia y la conveniencia de la familia, llevaría el apellido de la Vega desde su nacimiento. El niño al que llamaron Rodrigo en honor a su abuelo, fue el anhelado varón que tanto había buscado don Rodrigo.

Un hijo que irónicamente no provenía de una unión de nobleza, sino de un amor prohibido y la desesperación de su hija. Don Anselmo, al ver que un heredero varón había nacido y que don Rodrigo, a pesar del escándalo, había logrado asegurar el linaje, se retiró sus planes frustrados. El nombre de la Vega continuaría, aunque por un camino tortuoso e inesperado.

La vida en las tres Olivas encontró una nueva normalidad. Elena, con su matrimonio sin amor, pero con un futuro hijo que llevaría el nombre de la Vega, se dedicó a la gestión de la hacienda y a la crianza de su sobrino, el pequeño Rodrigo, a quien amaba como propio. Su dignidad permaneció intacta y su inteligencia aseguró la prosperidad de las tierras.

Isabel, en la finca de Don Ramón, siguió cultivando su arte con una pasión inquebrantable, aunque su matrimonio carecía de romance. Su esposo, intimidado por la fuerza de su carácter y la admiración que sus obras comenzaban a despertar en círculos artísticos más amplios, le concedió una libertad que pocas damas de su época gozaban. Sus lienzos se hicieron famosos y su nombre, un símbolo de la Extremadura más auténtica. Sofía, la madre del heredero, encontró la paz que tanto anhelaba.

Aunque el amor con Miguel seguía siendo un secreto, él permaneció en la hacienda como capataz, y sus miradas y breves encuentros furtivos eran un consuelo para ambos. El pequeño Rodrigo creció fuerte y sano bajo el cuidado de su madre, sus tías y su abuelo. Don Rodrigo, aunque nunca perdonó del todo la deshonra de Sofía, encontró en su nieto el propósito de su vida.

El niño, con sus ojos miel que recordaban a su abuelo y su sonrisa dulce que recordaba a su madre, era la continuidad del linaje de la Vega, un heredero que había nacido de las entrañas de la adversidad y el amor prohibido. Con el paso de los años, don Rodrigo, ya anciano, observaba al pequeño Rodrigo correr por los jardines de las tres Olivas. El peso ancestral sobre sus hombros se había aliviado.

El nombre de la vega continuaría gracias a sus hijas, a su ingenio, a su amor y a su desesperación. Había deseado un hijo, un heredero y sus tres novias, cada una a su manera, le habían dado uno, no como él había planeado, sino de una forma que demostraba la fuerza indomable del espíritu femenino y la capacidad del destino para trazar sus propios caminos, incluso en las vastas y doradas llanuras de la Extremadura española, el sol seguía besando la tierra y la hacienda de las tres olivas, aunque marcada por las cicatrices del pasado, florecía con

la promesa de un futuro que, si bien inesperado, estaba asegurado