“Apúrate, muchacha. La señora Castillo regresa de la Ciudad de México mañana temprano y quiere todo impecable”, le recordó Consuelo, el ama de llaves que llevaba más de 30 años sirviendo a la familia Castillo Montemayor. Su rostro, marcado por las arrugas del tiempo y la severidad, reflejaba la disciplina con la que dirigía al personal de servicio.
María Dolores asintió sin decir palabra. Apenas llevaba tres semanas trabajando en la hacienda, pero ya había aprendido que el silencio era preferible a cualquier conversación con Consuelo. La hacienda, construida a finales del siglo XVII, había pertenecido a la familia Castillo Montemayor por cinco generaciones. Lo que alguna vez fue el centro de una próspera producción de agave, ahora era una reliquia de tiempos más prósperos, mantenida con orgullo casi obsesivo por doña Mercedes Castillo, viuda desde hacía dos años.
“Niña, después de terminar aquí, ve a limpiar el ala este, las habitaciones de los niños”, ordenó Consuelo antes de salir, sus pasos resonando en el corredor de mosaicos hidráulicos.
María Dolores suspiró. El ala este. Aquel sector de la hacienda que permanecía cerrado desde la tragedia. Todos en el pueblo hablaban de ello en susurros. Los tres hijos de doña Mercedes habían fallecido en circunstancias misteriosas cinco años atrás. “Una fiebre”, decía la versión oficial. Pero los rumores sugerían otra cosa; historias que las criadas compartían en la cocina cuando creían que nadie las escuchaba.
Al terminar con la habitación principal, María Dolores recogió sus implementos de limpieza y se dirigió hacia el ala este. El corredor se volvía más frío conforme avanzaba, a pesar del calor sofocante de mayo. Las paredes, adornadas con retratos familiares, parecían seguirla con miradas inexpresivas.
Frente a la primera puerta, María Dolores se detuvo. Nunca había entrado a estas habitaciones. Consuelo siempre se encargaba personalmente de ellas, pero hoy había mencionado que tenía que supervisar la preparación de las habitaciones para los invitados que llegarían con doña Mercedes. Con mano temblosa giró el pesado picaporte de bronce. La puerta se abrió con un chirrido que pareció amplificarse en el silencio.
Era la habitación de Alejandro, el hijo mayor, según recordaba de las conversaciones en la cocina. Tenía 11 años cuando murió. La habitación estaba perfectamente preservada, como si el tiempo se hubiera detenido. Un uniforme escolar colgado en el armario entreabierto, libros escolares sobre el escritorio y, sobre la cama perfectamente tendida con sábanas blancas, una colección de soldaditos de plomo formados en batalla. Y en la esquina, sobre una mecedora de madera tallada, una muñeca de porcelana.
María Dolores frunció el ceño. Una muñeca en la habitación de un niño. Se acercó con curiosidad. La muñeca tenía un vestido de encaje amarillento, el rostro pálido con mejillas sonrosadas y ojos de cristal que parecían seguirla. Al tomar la muñeca entre sus manos, un escalofrío recorrió su espalda. Estaba inusualmente fría al tacto a pesar del calor. Y entonces, tan suave que casi creyó haberlo imaginado, escuchó un susurro que parecía provenir de la muñeca misma: “Alejandro”.
María Dolores soltó la muñeca, que cayó sobre la mecedora con un golpe seco. Su corazón latía desbocado mientras retrocedía hacia la puerta. Debía estar imaginando cosas. El cansancio, los rumores, la atmósfera opresiva.
“¿Qué haces aquí?”
La voz severa de Consuelo la hizo dar un respingo. La mujer mayor estaba en el umbral, su figura recortada contra la luz del pasillo, su rostro una máscara de furia contenida.
“Usted… me pidió que limpiara estas habitaciones”, balbuceó María Dolores.

“Te dije que las limpiaras, no que tocaras las pertenencias de los niños”, respondió Consuelo, entrando a la habitación. Con movimientos reverentes, casi ceremoniales, tomó la muñeca y la colocó de nuevo en la mecedora, acomodándola con precisión meticulosa. “Nadie toca las muñecas. Nunca”.
Esa noche, en el modesto cuarto que compartía con otras dos criadas, María Dolores no podía conciliar el sueño. Veía el rostro de porcelana, sus ojos vidriosos, sus labios pintados que parecían haberse movido.
“Estás muy callada, Mari”, comentó Lucía, una de sus compañeras. “¿Te regañó doña Consuelo otra vez?”
María Dolores dudó. “Hoy estuve en las habitaciones de los niños”, confesó en voz baja. “En la del niño Alejandro… había una muñeca de porcelana. Y juraría que la escuché hablar”.
El cepillo de Lucía se detuvo. Intercambió una mirada con Teresa, la otra criada.
“Las muñecas”, murmuró Teresa, santiguándose. “Dicen que doña Mercedes las compró en Europa, una para cada uno, poco antes de que enfermaran”.
“¿Por qué habría muñecas en el cuarto de un niño?”, preguntó María Dolores.
“No solo en el de Alejandro”, respondió Lucía. “También hay una en el cuarto de Sofía y otra en el de Gabriel. Doña Mercedes insistió”.
“Yo nunca limpio esas habitaciones”, añadió Teresa. “Una vez, hace como un año, entré al cuarto de la niña Sofía. La muñeca estaba sentada junto a la ventana. Esa noche tuve pesadillas horribles. Soñé con la niña Sofía llamándome desde un pozo oscuro, diciéndome que la muñeca la había empujado”.
María Dolores sintió un escalofrío. “¿Creen que las muñecas tienen algo que ver con la muerte de los niños?”
“¡Cállate!”, exclamó Lucía, mirando nerviosa hacia la puerta. “La última criada que empezó a hacer preguntas sobre los niños desapareció. Doña Consuelo dijo que había regresado a su pueblo, pero nadie la vio salir”.
Un silencio pesado cayó sobre el cuarto.
“Dicen que antes de morir, los niños hablaban de las muñecas”, susurró Teresa. “Decían que las escuchaban por las noches, llamándolos. La niña Sofía le contó a su nana que su muñeca, ‘Amelia’, le susurraba cosas cuando todos dormían”.
“Supersticiones”, dijo Lucía, aunque su voz temblaba. “Seguramente deliraban por la fiebre”.
“No fue fiebre”, afirmó Teresa. “Mi prima trabajaba aquí cuando pasó. Dice que los niños empezaron a tener comportamientos extraños después de recibir las muñecas. Se volvieron distantes, hablaban solos. Y luego, un día, los encontraron a los tres en sus camas, fríos como el hielo. El médico dijo que fue fiebre, pero no hubo velorio abierto y los enterraron muy rápido”.
María Dolores recordó el susurro: Alejandro.
“¿Por qué doña Mercedes conservaría esas muñecas si tuvieron algo que ver?”, preguntó.
“Quién sabe”, respondió Lucía. “Ahora duérmete, que mañana será un día largo”.
Pero el sueño tardó en llegar. Y justo cuando estaba a punto de caer en un sueño intranquilo, creyó escuchar muy lejano el eco de una risa infantil, seguido de un susurro: “Ven a jugar con nosotros”.
La mañana siguiente trajo el bullicio de la llegada de doña Mercedes. Los sirvientes corrían de un lado a otro. María Dolores, asignada a la cocina, observaba con distancia.
El sonido de neumáticos sobre la grava anunció la llegada. Por la ventana, vio a doña Mercedes Castillo Montemayor descender de un automóvil negro. Alta, de porte erguido, vestida completamente de luto, su rostro aristocrático parecía tallado en mármol. Del segundo auto descendieron tres personas: un abogado, una pariente joven llamada Isabela y un hombre mayor, Tío Alfonso.
“María Dolores, lleva estas bandejas al comedor pequeño”, ordenó la cocinera.
Con paso cuidadoso, se dirigió al comedor. La puerta estaba entreabierta y no pudo evitar escuchar la conversación.
“Mercedes, debes considerar la oferta”, decía Tío Alfonso. “Esta hacienda consume tus recursos y solo alimenta tu melancolía. Te has encerrado aquí como si fuera un mausoleo”.
“Mi decisión es firme”, respondió la voz fría de doña Mercedes. “Los Laureles es el hogar de los Castillo. Aquí están mis hijos”.
“Tus hijos están en el cementerio, prima”, intervino Isabela.
“¡Accidente!”, el tono de doña Mercedes adquirió un filo peligroso. “Sabes perfectamente que lo que ocurrió no fue ningún accidente. Fue ese hombre, ese maldito anticuario que nos vendió esas abominaciones”.
María Dolores contuvo la respiración. Hablaban de las muñecas.
“Mercedes, por favor”, interrumpió el abogado. “No hay ninguna evidencia que vincule al señor Morales con la enfermedad. La autopsia fue concluyente: fiebre cerebral”.
“¡Una autopsia apresurada!”, la voz de doña Mercedes se elevó. “Ustedes no estaban aquí. No vieron cómo cambiaron mis hijos. No vieron el terror en los ojos de mi pequeña Sofía cuando me dijo que su muñeca quería llevarla a un lugar del que nunca regresaría”.
“Si estás tan convencida, ¿por qué las conservas?”, preguntó Isabela.
La respuesta de doña Mercedes heló la sangre de María Dolores: “Porque ellas tienen algo de mis hijos. Algo que tomaron esa noche. Y hasta que descubra cómo recuperarlo, no me desharé de ellas. Además… ellas no quieren irse. La última vez que intenté sacarlas, Consuelo encontró a un mozo muerto al pie de la escalera”.
María Dolores retrocedió, chocando contra una mesa.
“¿Quién anda ahí?”, exigió doña Mercedes.
No había escapatoria. María Dolores entró. “Disculpe, señora. Traigo el té”.
Doña Mercedes la observó con intensidad. “¿Eres nueva?”
“Sí, señora. María Dolores Fuentes”.
Una sombra cruzó el rostro de doña Mercedes. “Bien. Deja las bandejas y retírate. Y María Dolores… ten cuidado en esta casa. No todas las habitaciones son seguras para curiosear”.
Sintiendo la mirada de la señora clavada en su espalda, María Dolores se retiró. En el pasillo, creyó escuchar la risa infantil, seguida de un susurro: “Ella sabe tu nombre ahora”.
Los días siguientes fueron tensos. María Dolores intentó pasar desapercibida, evitando el ala este. Una tarde, mientras tendía sábanas, Juana, la hierbera anciana del pueblo, se le acercó.
“Niña”, llamó en voz baja. “Necesito hablar contigo. Te vi salir del ala este hace unos días, pálida como si hubieras visto un fantasma. Tocaste una de ellas, ¿verdad?”
María Dolores palideció. “¿Cómo lo sabe?”
“Porque te han marcado”, murmuró Juana, tocando su brazo. “Llevas su sombra sobre ti. Puedo verla”.
“¿Qué son esas muñecas, doña Juana?”
“No son comunes. El hombre que se las vendió, Morales, practicaba artes oscuras. Don Ernesto, el esposo de doña Mercedes, estaba muy enfermo, muriendo de cáncer. Morales le prometió a doña Mercedes una cura, pero todo poder tiene un precio”.
“¿Qué precio?”
“Morales nunca le explicó. Las muñecas no estaban diseñadas para curar a don Ernesto, sino para tomar la fuerza vital de los niños y transferírsela a él”.
“Dios mío”, María Dolores se cubrió la boca.
“El ritual no se completó correctamente. Los niños murieron. Don Ernesto también falleció poco después. Y las muñecas quedaron atrapadas entre mundos, con las almas de los niños ni vivas ni muertas”.
“¿Por qué doña Mercedes las conserva?”
“Porque tiene miedo. Miedo de que si las destruye, las almas de sus hijos se pierdan para siempre. Y Morales desapareció. Mientras tanto, las muñecas han desarrollado voluntad propia”.
“¿Qué quieren de mí?”, preguntó María Dolores con un hilo de voz.
“Necesitan un nuevo recipiente, niña. Alguien joven con vida por delante. Alguien como tú. Debes irte de aquí. Huye mientras puedas”.
“No puedo. Necesito este trabajo”.
La anciana rebuscó en su rebozo y extrajo una pequeña bolsa de tela atada con un cordón rojo. “Lleva esto contigo siempre. Son hierbas de protección: ruda, romero, albahaca. No te protegerá para siempre, pero te dará tiempo. Y sobre todo, no entres nunca más al ala este. Si escuchas voces llamándote, cúbrete los oídos y reza”.
Mientras María Dolores se alejaba, Juana añadió: “¡Vigila tus sueños! Es ahí donde son más fuertes”.
Esa noche, colocó la bolsa de hierbas bajo su almohada y rezó.
María Dolores se revolvía inquieta. Un suave golpeteo la sobresaltó. “Toc, toc, toc”. Sus compañeras dormían. Se acercó a la puerta. “¿Quién es?”
Solo otro golpeteo, juguetón.
Entreabrió la puerta. El pasillo estaba vacío y oscuro, las lámparas de aceite apagadas. Cuando iba a cerrar, escuchó una risa infantil, seguida de pasos ligeros.
“¿Quién anda ahí?”
“Ven a jugar con nosotros, María Dolores”. Era la voz de la muñeca.
Sabía que debía cerrar la puerta, pero algo en la voz, un anhelo, la hizo salir al pasillo. La puerta se cerró tras ella con un chasquido. Al fondo, vio la silueta de un niño.
“Espera”, susurró, avanzando. Se dio cuenta de que iba hacia el ala este.
El niño se volvió. Era Alejandro. Su rostro era hermoso, pero sus ojos eran dos pozos oscuros, vacíos, como los de la muñeca.
“Has venido”, dijo con voz hueca. “Queremos vivir otra vez. Estamos cansados de estar atrapados”.
“Lo siento mucho, pero no puedo ayudarlos”.
“Es muy fácil”, dijo el niño, extendiendo una mano pálida. “Solo tienes que dejarnos entrar. Un pequeño espacio en tu mente”.
“Entrar en mí…” María Dolores retrocedió.
“Claro que lo es”, una segunda voz, Sofía, apareció a su lado, con los mismos ojos vacíos. “Tú nos llamaste cuando tocaste a Amelia”.
“Yo no llamé a nadie”.
“Sentiste curiosidad por nosotros”, añadió Gabriel, el más pequeño, materializándose. “La curiosidad es una invitación”.
Los tres la rodearon. “Solo queremos vivir”, dijo Sofía. “¿Y qué pasaría conmigo?”, preguntó María Dolores.
La sonrisa de Alejandro se ensanchó. “Lo mismo que nos pasó a nosotros. Un sueño largo y tranquilo. Y nosotros cuidaríamos de tu cuerpo”.
El pánico la invadió. “¡No! No pueden tenerme”.
Los rostros de los niños se transformaron en máscaras de furia. “¡Nos perteneces desde que tocaste la muñeca!”, gritó Alejandro.
Comenzaron a avanzar. María Dolores tropezó y cayó. “¡Ven con nosotros!”, cantaron al unísono.
Justo cuando sus manos pálidas iban a tocarla, recordó las palabras de Juana: Vigila tus sueños. ¿Era un sueño?
“¡Esto no es real!”, exclamó cerrando los ojos. “¡Despierta, María Dolores!”
Las voces se volvieron gritos de rabia. Luego, silencio.
Abrió los ojos. Estaba en su cama, empapada en sudor. Sus compañeras dormían. Había sido una pesadilla. Tocó la bolsita de hierbas bajo su almohada. Se incorporó y entonces notó algo que heló su sangre: pequeñas huellas de barro en el suelo que iban desde la puerta hasta su cama. Huellas del tamaño de pies infantiles.
La mañana siguiente amaneció gris. María Dolores se movía como sonámbula. Las huellas habían desaparecido, pero el miedo permanecía.
En la cocina, Consuelo entró. “María Dolores. La señora quiere que limpie su estudio esta mañana. Yo estaré ocupada”. Hubo un murmullo de sorpresa; era un trabajo de confianza. “Y luego”, continuó Consuelo, “necesito que vengas a mi habitación. Hay algo que debo discutir contigo”.
El estudio de doña Mercedes era impresionante, lleno de libros antiguos. María Dolores limpió meticulosamente. Sobre el escritorio había libros abiertos sobre ocultismo, espiritismo y fenómenos paranormales. Uno mostraba un diagrama de un ritual de transferencia de energía vital.
Mientras limpiaba un estante superior, su trapo rozó una pequeña caja de madera tallada que no había notado antes. La caja se tambaleó y cayó al suelo, abriéndose. María Dolores contuvo la respiración. La caja estaba intacta. Lo que llamó su atención fue su contenido: un pequeño espejo de obsidiana envuelto en seda negra.
Con manos temblorosas, lo tomó. La superficie no reflejaba la habitación, sino que parecía mostrar un remolino de sombras. Por un instante, creyó ver el rostro pálido de Alejandro mirándola desde la oscuridad, sus labios formando una sonrisa.
Soltó el espejo con un grito ahogado justo cuando la puerta se abría. Era Consuelo.
“¿Qué has hecho?” La voz del ama de llaves era un siseo gélido. Vio el espejo en el suelo y su rostro se contrajo por el pánico, pero no era pánico por el objeto roto, sino por algo más.
“Yo… se cayó”, balbuceó María Dolores.
Consuelo la agarró del brazo con una fuerza inesperada, sus nudillos blancos. “Debiste dejarlo en paz. Ahora te han visto con claridad. Te han aceptado”.
“¿Aceptado?”
“La señora te espera… en el ala este”, dijo Consuelo, su voz perdiendo toda severidad y llenándose de una extraña resignación. Comenzó a tirar de ella hacia el pasillo. “Los niños están ansiosos. Por fin tendrán una nueva compañera de juegos”.
El terror puro, más frío que el tacto de la muñeca, inundó a María Dolores. Las palabras de Juana (“¡Huye mientras puedas!”) resonaron en su cabeza. Ya no era una pesadilla; era real. Consuelo no la estaba protegiendo; la estaba entregando.
Con un tirón desesperado, se soltó de Consuelo, empujándola con toda su fuerza contra el marco de la puerta. Oyó el golpe seco de la cabeza de Consuelo contra la madera y no se detuvo a mirar.
Corrió. Corrió como nunca había corrido en su vida. Salió del estudio, ignorando los gritos que ahora parecían venir de todas partes: la voz furiosa de Consuelo tras ella, las risas infantiles que resonaban en los pasillos (“¡Vuelve, Mari! ¡Vuelve a jugar!”) y la voz profunda y doliente de Doña Mercedes llamándola desde algún lugar profundo de la casa.
Aferró la bolsita de hierbas de Juana en su bolsillo, sintiendo un leve calor a través de la tela. Cruzó el patio principal, pasó como un rayo junto a los mozos que la miraban atónitos, y salió por el gran portón de hierro de la hacienda.
No se detuvo hasta que estuvo en el camino principal, cubierta de polvo y sin aliento. Siguió corriendo, tropezando, hasta que la imponente y oscura silueta de la hacienda Los Laureles desapareció de su vista tras una colina.
María Dolores nunca regresó por sus pocas pertenencias. Huyó del pueblo esa misma tarde, tomando el primer autobús que la alejara de allí. Nunca supo qué fue de Consuelo, o si Doña Mercedes logró liberar alguna vez a sus hijos de su prisión de porcelana.
Pero por el resto de su vida, cada vez que veía una muñeca antigua en el escaparate de una tienda, sentía un escalofrío helado recorrer su espalda y escuchaba, como si estuvieran a su lado, el eco de tres susurros infantiles: “Ven a jugar con nosotros… para siempre”.
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