Prólogo

Hay historias que no se cuentan en los libros de historia ni en las plazas de los pueblos. Historias enterradas en sótanos húmedos, susurradas en lenguas indígenas, escondidas en el corazón de las mujeres que sobreviven. Esta es la historia de Itzel, de su hijo Tlanextli, y de una tradición oscura que casi le roba la vida.

Capítulo I – El nacimiento de la luz

El día en que nació mi hijo, sentí que el mundo entero temblaba. No fue un terremoto, aunque en mi pecho los latidos eran como montañas que se derrumban. Lo llamamos Tlanextli, que significa “luz de la mañana” en mi lengua.

Mateo, mi esposo, estaba feliz, aunque más por la aprobación de sus padres que por el milagro en mis brazos. “Debemos llevarlo a la hacienda —me dijo—. Allí sentirá sus raíces.”

Yo sabía que esas raíces no eran las mías.

La hacienda de sus padres era un cascarón viejo, hecha de adobe y silencio, con paredes que parecían respirar secretos. Elena, mi suegra, me sonreía con dientes demasiado blancos, y Arturo, el patriarca, apenas me dirigía la palabra: sus ojos solo miraban a la cuna de mi hijo.

Las primeras noches fueron tranquilas, hasta que escuché, frente al fuego, una conversación que me heló la sangre.

—El primer nieto es una ofrenda —dijo Arturo con voz grave—. Pertenece a los abuelos.
—Así se mantiene el círculo —añadió Elena—. La sangre no envejece.

Mateo callaba. Yo entendí que estaba sola.

Capítulo II – El encierro

El día que Tlanextli enfermó, Elena me arrebató de sus brazos. Preparó un té extraño y lo hizo beber. El niño durmió demasiado, su respiración apenas era un hilo. Intenté quitárselo, pero Arturo se interpuso.

—El niño se queda con nosotros —dijo, como si fuera dueño de mi carne.

Cuando grité, me arrastraron hasta el sótano. La puerta de madera se cerró tras de mí, dejando solo el olor a humedad y el eco de los llantos de mi hijo.

—Itzel, solo será un tiempo —susurró Mateo desde fuera—. Mis padres lo necesitan.

Mis uñas arañaban la madera. “¡Sácame de aquí, Mateo! ¡Saca a nuestro hijo!”

Pero sus pasos se alejaron.

La soledad se convirtió en mi única compañía. Con un pendiente de plata que aún llevaba, comencé a escarbar los barrotes oxidados de una ventana enrejada. Sangré. Lloré. Pero cada lágrima era gasolina para seguir.

Una noche de luna nueva, la reja cedió. Me arrastré hacia la libertad, pero la libertad dolía, porque dejaba atrás lo que más amaba.

Capítulo III – La ciudad indiferente

Llegué descalza, con la ropa rota, a una ciudad que nunca había visto. Corrí hacia la policía. Me escucharon con indiferencia.

—Disputa familiar —dijo un agente obeso.
—¿Indígena, verdad? Vuelva con su marido.

Entendí que en aquel lugar no existía justicia para una mujer como yo.

Dormí en albergues, trabajé limpiando casas, recogí sobras para no morir de hambre. Cada moneda que ganaba era para un futuro que no sabía si llegaría: el reencuentro con mi hijo.

Los años pasaron. Cinco años.

Capítulo IV – La maestra inesperada

Trabajaba para la señora Clara, una abogada retirada, dura y solitaria. Un día, mientras limpiaba sus libros, me atreví a contarle todo.

El rostro de Clara se tensó, sus ojos brillaron de indignación.
—Eso no es tradición, Itzel. Eso es un delito. Y vamos a recuperar a tu hijo.

Ella me enseñó a leer mejor, a entender las leyes, a levantar la cabeza. Con su ayuda, mi dolor se transformó en arma.

Capítulo V – El regreso

Volví a la hacienda en la camioneta de Clara, acompañada por dos policías estatales y una orden judicial. Ya no era la muchacha que escapó como un animal herido.

Arturo abrió la puerta. En sus ojos vi el espanto de un hombre derrotado. Detrás de él, un niño jugaba con piedras. Mi hijo.

—Mamá —dijo, pero corriendo hacia Elena.

Sentí que el mundo se rompía.

Capítulo VI – La batalla en la corte

La lucha fue legal, no física. Arturo y Elena hablaron de costumbres, de tradiciones. Mateo callaba, como siempre.

Clara, con voz de trueno, preguntó ante el juez:
—¿Y la vida de la madre? ¿No cuenta? ¿O es que por ser mujer e indígena, vale menos?

La sala quedó en silencio.

El fallo fue mío.

Capítulo VII – Reconstrucción

Recuperar a Tlanextli no fue como en los cuentos. No corrió a mis brazos. Me llamaba por mi nombre, no por “mamá”. Cada noche le contaba historias, le cantaba las canciones que cantaba mi madre. Poco a poco, la distancia se fue derritiendo.

Había dolor, sí. Pero también esperanza.

Epílogo – La única tradición que importa

Hoy, cuando lo miro dormir, entiendo que Arturo y Elena no querían preservar la vida. Querían devorar la mía.

La tradición verdadera no es la posesión, sino el amor que sostiene, el lazo que no se rompe aunque lo entierren en un sótano.

Cada vez que mi hijo me llama mamá, sé que recuperé mi luz. Recuperé a mi Tlanextli.

Y esa, y solo esa, es la tradición que importa.