La Semilla del Monstruo

La primera vez que Nadia vio a Esteban sentado en la sala de su casa, con las manos cruzadas sobre las rodillas y la camisa perfectamente planchada, pensó que por fin había encontrado a alguien normal. No era como los tipos borrachos del barrio, ni como los amigos de su hermano, que se la pasaban hablando de narcos y corridos en las esquinas oscuras. Esteban parecía otra cosa, una promesa de un mundo distinto. Estudiaba ingeniería en la UNAM, traía siempre un morral lleno de libros y saludaba a su mamá con un respeto antiguo cada vez que pasaba por la tienda de abarrotes que la familia tenía en Iztapalapa, cerca del Metro Constitución de 1917.

Aquella noche de agosto llovía con esa furia pegajosa que tiene la Ciudad de México cuando el drenaje colapsa y el cielo parece querer ahogar el asfalto. El agua subía por la cuneta, los coches levantaban olas de lodo negro y, adentro de la casa, el aire era una mezcla densa de frijoles recién hechos y humedad rancia. El papá de Nadia, Rogelio, veía el noticiero con el volumen a tope. Las imágenes de siempre desfilaban en la pantalla: ejecutados, feminicidios, desaparecidos. Pero a él, esa palabra, feminicidio, le causaba una mueca rara, una especie de burla torcida que le deformaba la boca. Nadia lo sabía, conocía esa mueca mejor que nadie. Por eso, antes de que llegara Esteban, le había suplicado a su mamá: “No le vayas a decir nada de lo de mis atrasos”.

Esteban estaba nervioso, pero trataba de disimularlo con la dignidad de quien se sabe en lo correcto. Jugaba compulsivamente con la argollita de plata que traía en la mano derecha, un regalo de Nadia por su primer aniversario.

—Vengo a hablar con usted como hombre, don Rogelio —dijo al fin, aclarando la garganta.

Rogelio bajó un poco el volumen de la tele sin voltear del todo. Tenía el rostro curtido por años de sol en obras de construcción y unos ojos pequeños, oscuros como pozos secos, que parecían juzgarlo todo con desprecio.

—Ajá. ¿Y desde cuándo tú eres hombre? —masculló antes de darle un trago largo a su cahuama.

Nadia, sentada en la orilla del sillón, sentía que el corazón se le subía a la garganta. Su mamá, Julia, había preferido refugiarse en la cocina, pero escuchaba todo detrás de la cortina de flores marchitas que separaba los cuartos.

—Tengo veintiún años, señor —respondió Esteban respirando hondo—. Y quiero hacer las cosas bien con Nadia.

Rogelio resopló, una risa seca y cruel. —¿Hacer las cosas bien? Las cosas bien es que mi hija estudie, que no ande de loca en la calle. Que no salga preñada como todas las mocosas del barrio. Eso es hacer las cosas bien.

Nadia apretó las manos sobre su falda hasta que los nudillos se pusieron blancos. El retraso ya era de casi dos meses. Las náuseas matutinas la habían obligado a inventar un virus estomacal frente a su mamá, pero el cuerpo no miente por mucho tiempo. Esteban lo sabía desde hacía dos semanas y habían decidido hablar juntos. No querían esconderse, no querían repetir la historia de tantas vecinas que terminaban solas.

—Justo por eso —dijo Esteban, intentando mantener la voz firme—, porque creemos que viene un bebé. Y yo quiero responder, quiero hacerme cargo. Quiero… creemos…

Rogelio por fin lo miró de frente, clavándole una mirada que pesaba más que un golpe. —¿Y tú quién chingados eres para creer algo de mi hija?

Nadia abrió la boca para defenderlo, pero Esteban levantó una mano suave, pidiéndole silencio. —La amo, señor. Nos amamos. Trabajo medio tiempo en un cíber y doy clases de matemáticas. No es mucho, pero voy a terminar la carrera. Podemos salir adelante. Solo quería pedirle permiso para que podamos seguir con el embarazo y que me deje estar con ella.

El silencio que cayó fue más pesado que el ruido de la lluvia contra las láminas del patio. Julia, desde la cocina, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Sabía que Rogelio estaba raro desde hacía meses, más irritable, más controlador con Nadia; le revisaba el celular, le prohibía quedarse tarde en la universidad, pero no imaginaba hasta dónde había llegado la obsesión.

Rogelio se levantó despacio del sillón. El piso de loseta crujió bajo sus botas de trabajo. —Embarazo… —repitió, saboreando la palabra como si fuera veneno—. Tú embarazaste a mi hija.

—Papá, yo también soy responsable, yo… —intentó decir Nadia.

—¡Cállate! —rugió él sin quitarle los ojos de encima a Esteban—. Te estoy preguntando a ti, cabrón. ¿Tú la tocaste?

—Somos novios desde hace un año, don Rogelio. No la obligué a nada. Nos cuidamos, pero algo falló. Es nuestra realidad.

El golpe llegó tan rápido que nadie lo vio venir. Rogelio le soltó un puñetazo seco en la boca del estómago a Esteban, quien se dobló en dos, ahogándose, buscando aire desesperadamente. Nadia se levantó de un salto.

—¡Papá, ¿qué te pasa?! —gritó jalándolo del brazo.

Rogelio la sacudió como si se quitara de encima una mosca. —¡Te dije que no te juntaras con cualquiera! —escupió—. ¿Te dije que los de Ciudad Universitaria vienen nada más a jugar con las niñas del barrio?

Julia irrumpió por fin con el mandil manchado de salsa roja. —¡Rogelio, ya! Los vecinos te van a oír. ¡Suéltalo!

Esteban se incorporó tosiendo, con los ojos aguados por el dolor, pero no retrocedió. —No vengo a pelear, señor —dijo con la voz temblorosa pero firme—. Vengo a asumir mi responsabilidad. Y no tiene derecho a tratar así a Nadia. El cuerpo es de ella. Ella es la que decide qué hacer con el embarazo.

Rogelio se quedó congelado un segundo. Esa frase, “el cuerpo es de ella”, le atravesó la cabeza como un taladro. La había escuchado demasiadas veces en las noticias, en esas marchas de mujeres que él consideraba locas y malagradecidas. Su propia hija se había atrevido a decir algo parecido alguna vez. Y ahí estaba el verdadero origen de todo: cuando Nadia empezó a militar en un pequeño colectivo feminista, algo oscuro despertó en Rogelio. Una mezcla de miedo a perder el control y una rabia posesiva. Él, que se había partido la espalda para que ella fuera “alguien”, no soportaba verla marchar con pañuelo morado.

Aquella noche, Rogelio mostró por primera vez el rostro del monstruo que llevaba años alimentando en silencio. —Nadie decide sobre el cuerpo de mi hija más que yo —dijo despacio, silabeando—. Y menos un chamaco cualquiera.

Nadia sintió un frío seco en la nuca. No eran solo las palabras, era el tono. Había algo calculado, una propiedad enfermiza en su voz. Esteban se fue esa noche con el labio partido y una idea inquietante: aquel hombre no solo desaprobaba el embarazo, lo odiaba. Y odiaba, sobre todo, que otro hombre hubiera tocado lo que él consideraba suyo.


Esa misma madrugada, el horror cobró forma. Nadia, incapaz de dormir, escuchó a través de la pared de tablaroca la conversación de sus padres. Escuchó a Rogelio hablar de “corregir el error”, de que la “semilla” debía ser pura, de que el hijo debía llevar su voluntad y no la de un “flaco de un cíber”. Rogelio no hablaba como un abuelo decepcionado; hablaba como un patriarca bíblico y demente que creía tener derecho divino sobre la biología de su hija.

Al día siguiente, el plan de escape se fraguó entre el miedo y la lluvia. Nadia y Esteban decidieron que no podían esperar. Ella tenía que sacar sus papeles y algo de ropa.

—Tú entras. Saludas normal. Dices que viniste solo por unas cosas de la escuela —le había dicho Esteban—. Yo me quedo en la esquina.

Ahora, Nadia estaba dentro de la tienda. El olor a pan dulce y detergente le revolvía el estómago. Julia, su madre, estaba detrás del mostrador, pálida y con los ojos rojos.

—¿Y mi papá? —preguntó Nadia, sintiendo que el aire se espesaba. —No sé… no lo he visto desde la mañana —mintió Julia, pero su mirada se desviaba nerviosamente hacia la cortina que daba a la trastienda.

Nadia dio un paso hacia la escalera que llevaba a la vivienda en la planta alta, pero el sonido de un cerrojo deslizándose la detuvo en seco. No venía de la calle, venía de la puerta trasera de la tienda, la única otra salida.

De la oscuridad del pasillo emergió Rogelio. No llevaba su ropa de trabajo, sino una camisa blanca, limpia, y el cabello peinado hacia atrás con gomina, como si fuera a una fiesta o a una ceremonia.

—Sabía que volverías —dijo Rogelio. Su voz era suave, terriblemente calmada—. Las hijas siempre vuelven a donde pertenecen.

—Solo vine por unos libros, papá —dijo Nadia, retrocediendo hasta chocar con el mostrador. —No me mientas, Nadia. Sé que ese muchacho está afuera. Lo vi rondando como un perro callejero.

Rogelio avanzó. En su mano derecha no traía un cinto, ni un arma, sino un rosario negro enrollado en el puño. —Hablé con el padre Benito, pero decidí que no hace falta ir allá. Dios está en esta casa. Y Él sabe que tenemos que limpiar el desastre que hiciste.

—Rogelio, por favor, déjala ir —suplicó Julia desde el mostrador, con la voz rota. —¡Tú cállate! —gritó él sin mirarla—. Tú dejaste que esto pasara. Tú permitiste que la mancharan.

Rogelio se abalanzó sobre Nadia con una agilidad sorprendente para su edad. Ella intentó correr hacia la entrada, pero él la interceptó, agarrándola del brazo con una fuerza que le hizo crujir el hueso. —¡Suéltame! —gritó Nadia, manoteando.

—¡Es por tu bien! —bramó Rogelio, arrastrándola hacia la trastienda, hacia la oscuridad de la casa—. ¡Vamos a sacar esa basura de tu vientre y vamos a empezar de nuevo! ¡Un hijo mío, un hijo de verdad, bien hecho!

La confesión explícita, el incesto planeado y justificado en su delirio, paralizó a Nadia por un segundo de puro terror. Afuera, los golpes en la cortina metálica comenzaron a sonar. —¡Nadia! ¡Nadia! —era la voz de Esteban, lejana y desesperada.

—¡Esteban! —gritó ella.

Rogelio le tapó la boca con la mano, el olor a tabaco y loción barata inundándole la nariz. La arrastraba con fuerza. Nadia pataleaba, tirando estantes, haciendo caer latas de chiles y paquetes de harina que explotaban en nubes blancas.

—¡Nadie va a entrar! —gruñó Rogelio—. Cerré todo. Eres mía, Nadia. Siempre fuiste mía.

Estaba a punto de cruzar el umbral hacia la casa cuando un sonido metálico y agudo cortó el aire. Rogelio se tensó de golpe, sus ojos se desorbitaron y soltó a Nadia, llevándose las manos a la espalda. Un gemido gutural escapó de su garganta.

Detrás de él estaba Julia. Temblaba de pies a cabeza, con las dos manos aferradas al cuchillo cebollero que usaban para cortar el queso de puerco. La hoja había entrado profunda en el costado de su marido, justo debajo de las costillas.

—No… la… toques —susurró Julia. No era un grito de guerra, era el susurro de alguien que ha roto una cadena de veinte años.

Rogelio se giró lentamente, incrédulo, mirando a su esposa como si fuera una desconocida. La sangre comenzó a manchar su camisa blanca inmaculada. —¿Qué hiciste, estúpida? —graznó, cayendo de rodillas entre la harina y el polvo.

Nadia aprovechó el momento. Se arrastró lejos de él, tosiendo, y corrió hacia la entrada. Quitó los seguros de la puerta de cristal mientras Rogelio intentaba levantarse, resbalando en su propia sangre. —¡Julia! —rugió él, ya sin fuerza, transformado de nuevo en un hombre patético y herido.

La puerta se abrió y Esteban entró como una exhalación, empapado por la lluvia. Vio la escena: la harina en el aire, Rogelio en el suelo sujetándose el costado, y Julia de pie, soltando el cuchillo, mirando sus manos vacías con horror.

—¡Vámonos! ¡Sácala de aquí! —gritó Julia, mirando a Esteban—. ¡Llevatela lejos!

—Señora, venga con nosotros —dijo Esteban, jalando a Nadia, quien estaba en shock.

—¡No! Yo me quedo. Alguien tiene que… alguien tiene que explicar —Julia se hincó en el suelo, pero lejos de Rogelio. Tomó el teléfono de la tienda y marcó tres números. No miró a su hija—. Vete, Nadia. Si te quedas, te van a culpar. Vete y no vuelvas hasta que yo te llame. ¡Corre!

Nadia miró a su madre por última vez. Vio en sus ojos una mezcla de terror y una extraña paz. Julia había matado al monstruo, o al menos lo había detenido, para que su hija pudiera vivir.

Esteban la jaló del brazo y salieron a la lluvia torrencial de Iztapalapa. Corrieron calle abajo, ignorando los charcos, ignorando el frío, hasta que los pulmones les ardieron y las sirenas de las patrullas comenzaron a aullar a lo lejos, acercándose a la tienda de abarrotes.


Seis meses después.

El cuarto en Ecatepec era pequeño y frío, pero la puerta tenía tres cerrojos que Esteban había instalado él mismo. Nadia estaba sentada en la cama, con el vientre abultado de siete meses, leyendo una carta que había llegado esa mañana.

Rogelio no había muerto. La herida le perforó un riñón y lo dejó atado a una bolsa de diálisis de por vida, pero estaba vivo. Sin embargo, algo se había roto para siempre en él. Estaba en el Reclusorio Oriente, esperando juicio por intento de secuestro y abuso. Julia había declarado todo. Las vecinas, alentadas por el escándalo, también hablaron: los gritos, el control, el miedo. El juez, presionado por el colectivo feminista que Carla había movilizado, no le dio fianza.

Julia también enfrentaba un proceso, pero lo llevaba en libertad. “Defensa propia y defensa de un tercero”, había dicho la abogada.

Nadia acarició su vientre. A veces tenía pesadillas donde la lluvia no paraba y las manos de su padre la alcanzaban. Pero luego despertaba y veía a Esteban dormido en una silla junto a la cama, con los libros de ingeniería en el regazo, cansado de trabajar doble turno pero presente.

No había sido un final de cuento de hadas. Había dolor, había pobreza y había miedo al futuro. Pero esa tarde, mientras veía la lluvia caer tras la ventana —una lluvia tranquila, sin furia—, Nadia supo que la cadena se había roto. La “semilla” que crecía dentro de ella no era de ningún dueño, no era una corrección, ni un proyecto. Era su hijo. Y por primera vez en su vida, el cuerpo que habitaba era, indiscutiblemente, suyo.