Violaba, torturaba, mataba y escapaba antes de que llegara la justicia. Por muchos años, Charles el chaparro aterrorizó el norte de México como una plaga. Un metro y medio de pura maldad que sembraba terror en ranchos indefensos. Los campesinos lo llamaban el enano del no por burlarse de su estatura, sino porque parecía que Satanás había concentrado toda su crueldad en un cuerpo pequeño.
Nadie se atrevía a enfrentarlo. Sus propios hombres le temían más que a la muerte. Hasta que un día una mujer desesperada se acercó a Pancho Villa con una súplica que cambiaría todo. Mi general, ese maldito chaparro anda diciendo que es de los suyos. Las palabras cayeron sobre Villa como martillazo en el pecho.
Estaba en el rancho de Don Eliano, su aliado de confianza, descansando después de tres días de cabalgata, cuando la mujer llegó escoltada por dos de sus hombres.
Tenía el rebozo negro y los ojos hinchados de tanto llorar. María Luz observó desde el portal cómo el rostro de su hombre se transformaba, como esa quietud peligrosa que ella conocía también se apoderaba de él. Villa dejó de masticar el pedazo de cabrito asado que tenía en la boca, lo escupió al suelo de tierra y fijó la mirada en la mujer como si pudiera leer su alma. ¿Qué está diciendo, señora?, preguntó Villa con voz ronca.
Esa voz que usaba antes de matar. que ese desgraciado llega a los ranchos vestido como revolucionario. Mi general dice que cobra impuestos para la revolución, que es orden de Pancho Villa, pero no más es mentira para hacer sus cochinadas. La mujer temblaba al hablar, pero había algo en su desesperación que le daba fuerzas.
Se llevó a mi esperanza, mi niña de 17 años. Dijo que era para la causa, pero todos sabemos para qué se la llevó. Villa sintió que la sangre se le helaba en las venas. En 5 años de revolución había matado federales, había colgado asendados, había quemado trenes llenos de soldados enemigos, pero jamás, ni en sus peores pesadillas había imaginado que alguien usaría su nombre para cometer las atrocidades que más despreciaba. Un hombre que lastimaba mujeres indefensas no era revolucionario, era carroña.

Y si esa carroña andaba por ahí manchando su nombre, entonces había que eliminarla como se elimina la peste. ¿Dónde fue que se la llevó?, preguntó Villa, y su voz sonó como tierra seca. Para la sierra, mi general. Diz que tiene una cueva por los rumbos de la Sierra Madre. Ahí se esconde con sus hombres cuando no anda haciendo maldades.
La mujer se secó los ojos con la punta del reboso. Dicen que la cueva tiene muchas salidas, que es como laberinto, por eso nunca lo pueden agarrar. María Luz se acercó entonces, moviéndose entre los puestos del mercado como sombra. Había escuchado suficiente para entender que este no era un problema común.
No se trataba de ajustar cuentas con algún federal o ascendado traicionero. Era algo mucho más sucio, la perversión de todo lo que la revolución representaba. Un hombre que usaba la bandera villista para satisfacer sus instintos más bajos era peor que cualquier enemigo porque atacaba la legitimidad misma de la causa. “Francisco”, murmuró María Luz al oído de Villa. Esta mujer no está mintiendo. Mírala a los ojos.
Villa ya la había mirado. Durante la revolución había aprendido a distinguir entre los mentirosos y los que decían la verdad. Los mentirosos movían los ojos, cambiaban el tono de voz, inventaban detalles innecesarios. Esta mujer tenía la mirada fija y desesperada de quien ha perdido lo más sagrado.
Sus lágrimas no eran teatro, sino dolor puro destilado en agua salada. “¿Cómo se llama completo ese hijo de la chingada?”, preguntó Villa. Charles, mi general, le dicen el chaparro por lo bajito que es, pero también por lo chaparro que tiene el corazón. La mujer escupió al mencionar el nombre, como si las palabras le supieran a veneno.
Era mayordomo en la hacienda de los terrazas antes de que ustedes llegaran. Cuando mataron al patrón, los herederos lo corrieron, pero dicen que se llevó más que dinero. Villa conocía bien a los terrazas, esa familia de ascendados que había exprimido la sangre del pueblo durante generaciones. Que uno de sus lacayos hubiera aprendido los métodos del amo y los estuviera usando para manchar la revolución era una ironía que le quemaba el alma.
Los terrazas habían sido famosos por sus excesos, por la forma en que trataban a las mujeres de sus peones como si fueran propiedad personal. Ahora resultaba que uno de sus perros había aprendido el oficio. ¿Cuántos hombres tiene?, preguntó María Luz con esa voz práctica que usaba cuando ya estaba pensando en estrategias, como 15, 20.
Pero no son revolucionarios de verdad, señora. Son puros ladrones y violadores que se juntaron con él porque les permite hacer sus maldades sin que los molesten. La mujer miró a María Luz con respeto. Todo el mundo sabía que la compañera de Villa no era solo su mujer, sino su consejera de guerra.
Dicen que el chaparro los deja hacer lo que quieran con las muchachas que agarran después de que él se divierte. Primero Villa se levantó de la silla donde estaba sentado y María Luz vio como sus músculos se tensaban como resortes de acero. Cuando Villa se ponía así, parado muy derecho con los puños cerrados, significaba que había tomado una decisión de esas que no se discuten ni se cambian.
Era la postura que había adoptado cuando decidió volverse revolucionario, la misma que tuvo cuando juró vengar la muerte de su hermana. Oiga bien, señora,” le dijo Villa a la mujer, y su voz tenía esa autoridad que hacía que los hombres lo siguieran hasta la muerte. Ese desgraciado va a pagar por lo que hizo. Le doy mi palabra de general, que antes de que acabe este mes, Charles va a estar muerto y su niña va a estar de vuelta en casa.
La mujer se hincó en el polvo del mercado y trató de besar la mano de Villa, pero él la detuvo suavemente. No se hinque, señora. Usted no me debe nada. Yo le debo a usted por avisarme que un cabrón anda manchando mi nombre. Villa la ayudó a levantarse con esa gentileza inesperada que mostraba hacia las mujeres honradas.
¿Dónde la puedo encontrar cuando traiga noticias? En el rancho de mi compadre, mi general. Está a dos leguas de aquí rumbo al norte. Se llama El refugio. La mujer se acomodó el reboso y por primera vez en días Villa vio un destello de esperanza en sus ojos. De verdad va a ir por ella, señora respondió Villa y su sonrisa fue como filo de navaja.
Ese chaparro no sabe con quién se metió. Va a descubrir que una cosa es abusar de gente indefensa y otra muy distinta es enfrentarse con un revolucionario de verdad. La mujer se alejó caminando entre los puestos del mercado y Villa la siguió con la mirada hasta que se perdió en la multitud. Después se volvió hacia María Luz y ella vio en sus ojos algo que la preocupó.
No era la furia explosiva que todo el mundo conocía, sino esa rabia fría y calculada que aparecía antes de las venganzas más terribles. ¿En qué estás pensando? Le preguntó María Luz. En que este desgraciado va a morir despacio, respondió Villa, y en que antes de morir va a saber exactamente por qué lo estoy matando.
Se ajustó el cinturón donde cargaba su pistola, ese gesto inconsciente que hacía cuando ya había decidido usar la violencia. Nadie usa mi nombre para lastimar inocentes. Nadie. María Luz asintió. Conocía esa determinación en la voz de Villa y sabía que Charles, el chaparro acababa de firmar su sentencia de muerte.
Lo que el enano del [ __ ] no sabía era que su reinado de terror había llegado a su fin y que muy pronto descubriría la diferencia entre sembrar miedo entre indefensos y enfrentarse al mismísimo Pancho Villa. En el rancho de mi compadre Evaristo, mi general, está a tres leguas de aquí. Rumbo al poniente. Se llama rancho la esperanza.
La mujer se acomodó el rebozo y por primera vez en días Villa vio un destello de esperanza en sus ojos. ¿De verdad va a ir por ella, señora? Respondió Villa y su sonrisa fue como filo de navaja. Ese chaparro no sabe con quién se metió. va a descubrir que una cosa es abusar de gente indefensa y otra muy distinta es enfrentarse con un revolucionario de verdad.
La mujer se alejó caminando por el patio del rancho, escoltada por los mismos hombres que la habían traído. Y Villa la siguió con la mirada hasta que se perdió en el polvo del camino. Después se volvió hacia María Luz y ella vio en sus ojos algo que la preocupó. No era la furia explosiva que todo el mundo conocía, sino esa rabia fría y calculada que aparecía antes de las venganzas más terribles. Esa misma noche, Villa mandó llamar a sus hombres más confiables.
No iba a ser una expedición grande como las que organizaba para pelear contra los federales. Esta era cacería personal, trabajo sucio que requería manos expertas y corazones duros. Uno por uno fueron llegando al portal del rancho. Rodolfo Fierro con su cara de piedra y sus ojos de hielo.
Martín Ávila cargando su rifle como si fuera extensión de sus brazos. Candelario Cervantes con esa sonrisa peligrosa que aparecía antes de las misiones difíciles. Y el joven juvencio, callado, pero mortal como víbora del desierto. “Muchachos, les dijo Villa cuando estuvieron reunidos alrededor de la mesa de madera bajo la luz amarillenta del quinqué.
Les voy a pedir algo que va más allá del deber. Lo que vamos a hacer no es por dinero, no es por territorio, no es ni siquiera por la revolución. Es por algo más sagrado, por limpiar la [ __ ] que anda manchando nuestro nombre. Los hombres escucharon en silencio mientras Villa les contó lo que había averiguado sobre Charles, el chaparro.
Con cada palabra, las caras se fueron endureciendo, los puños se fueron cerrando, las mandíbulas se fueron tensando. Estos eran hombres que habían visto mucha violencia, que habían participado en batallas donde la muerte volaba como granizo, pero había algo en la historia del chaparro que les revolvía las tripas de manera diferente.
¿Dónde está ese hijo de perra?, preguntó fierro, y su voz sonó como acero rasguñando piedra. en una cueva de la Sierra Madre como rata en su madriguera, respondió Villa. Pero no va a ser fácil sacarlo. El desgraciado conoce bien el terreno y dicen que su cueva tiene varias salidas. Va a ser como cazar víbora en Peñasco.
María Luz extendió sobre la mesa un mapa tosco que había dibujado en cuero curtido, basándose en la información que habían recogido durante los últimos dos días. Don Eliano conocía bien la sierra y sus vaqueros habían visto de lejos el lugar donde se escondía el chaparro. No se habían acercado porque sabían que era peligroso, pero podían señalar la ubicación general en las montañas.
Miren dijo María Luz trazando líneas en el cuero con la punta de su dedo. La cueva está aquí en esta formación rocosa. Según lo que nos dijeron, tiene por lo menos tres salidas. Una principal que da al sur, otra que baja hacia un arroyo seco al poniente y una tercera que sale por el lado norte, donde está más espeso el bosque de Pinos. Villa estudió el mapa con ojos de soldado.
5 años de guerra le habían enseñado a leer el terreno como libro abierto, a ver ventajas y desventajas en cada accidente geográfico. La posición del chaparro era buena para defenderse, pero también podía convertirse en trampa mortal si se bloqueaban las salidas correctamente. “¿Cuántos hombres tiene?”, preguntó Martín Ávila. entre 15 y 20, según lo que pudimos averiguar.
Pero no son soldados de verdad, son pura lacra de cantina que se juntó con él porque les permite hacer sus porquerías sin que nadie los moleste. Villa escupió al suelo de tierra. En cuanto sientan que las balas les silvan cerca de las orejas, la mitad va a salir corriendo como conejos espantados. Candelario Cervantes se rascó la barba pensativo.
Y el plan, mi general, nos vamos a dividir en tres grupos, respondió Villa, señalando diferentes puntos en el mapa. Fierro, tú te llevas a Juvencio y otros dos muchachos y bloqueas la salida del norte. María Luz tómala del poniente con Candelario y dos más. Yo me quedo con Martín y el resto en la entrada principal. Mm.
Y si trata de negociar, preguntó Juvencio, que a pesar de su juventud ya había aprendido que los cobardes siempre trataban de comprar su vida con promesas vacías. No va a haber negociación, respondió Villa, y su voz fue como lápida de mármol. Ese desgraciado pasó la línea donde las palabras pueden arreglar algo.
Lo único que le vamos a dar es la oportunidad de morir como hombre en vez de como la alimaña que es. María Luz vio como los hombres asintieron uno por uno. Eran revolucionarios duros, curtidos en mil batallas, pero también tenían código de honor que no permitía ciertas atrocidades. Un hombre que lastimaba mujeres indefensas no merecía la consideración que se le daba a un enemigo honorable.
Merecía la muerte rápida y sin ceremonias de las alimañas peligrosas. Los preparativos duraron toda la noche. Revisaron armas, contaron balas, llenaron borracheras con agua y tequila, prepararon taso y tortillas secas para el camino. Cada detalle importaba cuando la cacería prometía durar días en territorio hostil. Mientras los otros descansaban algunas horas antes del amanecer, Villa se quedó despierto mirando las estrellas desde el portal del rancho.
Pensaba en la mujer que había venido a pedirle ayuda, en el dolor que había visto en sus ojos, en la desesperación que la había traído hasta él arriesgando su vida. pensaba también en su propia hermana, muerta años atrás por un asendado abusivo, y en la promesa que se había hecho a sí mismo de nunca permitir que los poderosos pisotearan a los débiles sin consecuencias.
“¿No puedes dormir?”, le preguntó María Luz, acercándose con dos tazas de café humeante. “Estoy pensando en lo que vamos a encontrar allá arriba”, respondió Villa, recibiendo la taza caliente entre sus manos callosas. No me preocupa pelear contra ese desgraciado y sus hombres. Me preocupa lo que vamos a encontrar en esa cueva. María Luz asintió. Sabía a qué se refería Villa.
Si el chaparro había estado secuestrando mujeres durante meses, era probable que encontraran cosas que les iban a quedar grabadas en la memoria para siempre, cosas que iban a confirmar que su decisión de matarlo sin clemencia no solo era correcta, sino necesaria. Francisco, murmuró María Luz, ¿tú crees que merecemos llamarnos revolucionarios cuando hacemos cosas como esta? Villa la miró con esos ojos que habían visto demasiada muerte para su edad.
Mujer, la revolución no es solo pelear contra los federales o quitarles tierras a los ascendados. También es limpiar la mugre que crece en nuestro propio movimiento. Si no castigamos a los que manchan nuestra bandera, entonces no somos mejores que los tiranos que combatimos. El amanecer los encontró preparándose para salir.
Los caballos estaban encillados, las armas cargadas, los corazones duros como piedra de río. Villa montó a Siete Leguas, su caballo de guerra, y sintió esa sensación familiar de calma mortal que lo invadía antes de cada misión peligrosa. No era excitación ni miedo, sino una quietud profunda donde solo existían el objetivo y los medios para alcanzarlo.
Muchachos, les dijo a sus hombres cuando estuvieron montados en formación, lo que vamos a hacer hoy no lo van a olvidar nunca. Vamos a matar a un hombre que se hace pasar por revolucionario, pero que en realidad es peor que cualquier federal. Vamos a demostrarle al mundo que Pancho Villa no permite que desgraciados usen su nombre para hacer cochinadas. Los hombres asintieron en silencio.
No había vítores ni gritos de guerra, solo esa determinación fría que aparece cuando se va a hacer justicia verdadera. Salieron del rancho de Don Eliano como sombras en la madrugada, dejando atrás una nube de polvo que se disolvió en el aire seco del desierto de Chihuahua.
El sol apenas asomaba detrás de las montañas cuando comenzaron a subir hacia la sierra, donde Charles, el chaparro estaba a punto de descubrir que hay una diferencia abismal entre aterrorizar campesinos indefensos y enfrentarse al ejército de Pancho Villa. Una diferencia que le iba a costar la vida. La sierra de Chihuahua se alzaba ante ellos como muralla de piedra y pino, sus cañadas oscuras guardando secretos que mejor era no conocer.
Habían cabalgado durante 6 horas cuando Martín Ávila levantó la mano, señal de que había encontrado algo. Villa espoleó a siete leguas hasta alcanzar a su rastreador, que estaba arrodillado junto a las huellas frescas de varios caballos en el suelo pedregoso. “Pasaron por aquí hace dos días, mi general”, murmuró Martín tocando la tierra con los dedos como si pudiera leer la historia completa en cada marca.
como 12 caballos, algunos cerrados, otros no. Iban despacio como quien no tiene prisa de llegar a ningún lado. Villa estudió las huellas con ojos experientes. Durante años de guerra había aprendido que los rastros contaban historias más claras que las palabras de los hombres. Estos caballos habían pasado cargando peso extra, probablemente botín robado de algún rancho indefenso. Pero había algo más en las marcas.
Una de las bestias cojeaba ligeramente, dejando una huella irregular que sería fácil de seguir. ¿Para dónde fueron?, preguntó Villa. Subieron por el sendero de los contrabandistas, el que lleva directamente a los peñascos de la cueva, respondió Martín. Pero hay algo raro, mi general.
También vi huellas que bajan más frescas, como si algunos hubieran salido de la cueva esta mañana temprano. Villa frunció el ceño. Si algunos de los hombres del chaparro habían salido esa madrugada, podía significar dos cosas. O habían ido por provisiones o habían ido a buscar nuevas víctimas. Ninguna de las dos posibilidades le gustaba.
Mientras más tiempo pasara, más daño haría esa alimaña. “Sígueme las huellas que bajan”, ordenó Villa. “Quiero saber qué anduvieron haciendo.” El rastro los llevó por una cañada estrecha hasta llegar a un claro donde los restos de una fogata aún humeaban débilmente. Villa desmontó y examinó los alrededores con cuidado.
Había marcas de lucha en la tierra, ropa desgarrada tirada entre los matorrales, manchas oscuras en las piedras que no necesitaba oler para saber qué eran. “Hijo de perra”, murmuró Candelario Cervantes, señalando hacia unos arbustos donde colgaban tiras de tela que habían sido vestido de mujer. “Aquí trajeron a alguien.
” Villa sintió que la rabia le subía desde el estómago como ácido ardiente. Las evidencias estaban ahí, claras como cicatrices en la cara. El chaparro y sus hombres habían traído a otra víctima a este lugar apartado para satisfacer sus instintos de bestias. La ropa desgarrada, las marcas de lucha, las manchas de sangre contaban una historia que le hacía hervir la sangre en las venas.
¿Dónde está?, preguntó María Luz, aunque su voz indicaba que ya temía la respuesta. Juvencio, que había estado explorando los matorrales circundantes, regresó con el rostro pálido y la mandíbula tensa. La encontré, mi general, allá atrás junto al arroyo seco. Su voz se quebró ligeramente. Era una muchacha joven como de 15 años. Ya está muerta.
Villa cerró los ojos y respiró profundamente tratando de controlar la furia que amenazaba con explotar en su pecho. Había visto mucha muerte durante la revolución. Había presenciado atrocidades cometidas por federales y ascendados. Pero siempre había una diferencia fundamental. Esas muertes tenían un propósito político, por torcido que fuera.
Lo que había hecho el chaparro era pura maldad, violencia gratuita. ejercida contra inocentes por el simple placer de causar dolor. “Enterramos a la muchacha”, dijo Villa finalmente, su voz sonando como piedra molida, “Con respeto, como si fuera nuestra propia hermana.
Y después vamos a hacer que ese desgraciado pague por cada lágrima que hizo derramar.” Cavaron la fosa con sus propias manos en silencio. Cada palada de tierra cargada de promesas de venganza. La muchacha había sido morena y bonita, con trenzas largas que alguien había cortado como trofeo macabro.
Villa la envolvió en su propio zarape antes de depositarla en la tierra fría de la sierra. No tenían flores para darle, pero María Luz puso sobre la tumba improvisada una cruz hecha con ramas de pino. “Señorita”, murmuró Villa junto a la tumba quitándose el sombrero. “Le pido perdón por no haber llegado a tiempo para salvarla, pero le juro por la memoria de mi propia hermana que el desgraciado que le hizo esto no va a ver el amanecer de mañana.
” Los hombres se quitaron los sombreros y permanecieron en silencio unos momentos, no por ceremonia religiosa, sino por respeto humano básico. Esta muchacha representaba a todas las víctimas del chaparro, a todas las mujeres que habían sufrido en sus manos mientras él se escudaba detrás de la bandera villista. Cuando terminaron, remontaron y continuaron subiendo hacia la cueva.
Ya no era solo cuestión de limpiar el nombre de Villa o de hacer justicia revolucionaria. Era algo más primitivo y necesario, la eliminación de un depredador que se alimentaba del sufrimiento ajeno. El sendero se volvía más empinado conforme se acercaban a los peñascos donde estaba la cueva. Los pinos crecían más espesos, creando sombras profundas que podrían ocultar emboscadas.
Villa ordenó que avanzaran con extrema precaución, rifles listos, ojos explorando cada roca y cada arbusto que pudiera esconder un francotirador. “Fue Candelario quien los vio primero. Mi general”, susurró señalando hacia una formación rocosa a unos 200 met de distancia. “Hay dos hombres montando guardia en esas piedras de allá arriba.
” Villa sacó sus prismáticos y estudió la posición. Efectivamente, dos hombres armados vigilaban desde una posición elevada que les daba vista completa del sendero de acceso. Estaban bien ubicados para detectar cualquier aproximación, pero también estaban demasiado lejos de la cueva principal para recibir ayuda rápida si los atacaban.
“Son centinelas”, murmuró Villa. El chaparro no es tan estúpido como pensaba. Está tomando precauciones. María Luz estudió el terreno con ojo táctico. Podemos rodearlos por el norte, donde está más espeso el bosque. Si los eliminamos sin hacer ruido, llegamos hasta la cueva sin que sepan que venimos. Villa asintió. Era buena estrategia, pero requería dividir sus fuerzas aún más.
Ya había planeado separar el grupo en tres para bloquear las salidas de la cueva. Ahora necesitaba hombres adicionales para neutralizar los centinelas sin alertar al resto de la banda. “Cuubencio, llamó Villa al joven revolucionario. Tú eres el más callado de todos. ¿Puedes llegar hasta esos desgraciados sin que te vean?” Vencio estudió la distancia y el terreno, calculando ángulos de aproximación y puntos de cobertura.
Puedo, mi general, pero va a tomar tiempo. Tengo que dar vuelta completa por donde está el bosque más espeso. Tienes todo el tiempo que necesites, respondió Villa. Nosotros vamos a esperar tu señal antes de movernos. Cuando hayas terminado con los centinelas, disparas dos tiros al aire. Después nos reunimos todos en el punto que acordamos para el asalto final.
Jubencio asintió, revisó su rifle y su cuchillo y se internó en el bosque, moviéndose como sombra entre los troncos de pino. Villa lo perdió de vista a los pocos metros, impresionado una vez más por la habilidad del muchacho para volverse invisible cuando era necesario.
Mientras esperaban, Villa reunió a sus hombres para repasar el plan final. La cueva estaba ubicada en una formación rocosa que se alzaba como diente de piedra desde el fondo de una cañada. Según la información que tenían, la entrada principal daba al sur, protegida por rocas naturales que la convertían en posición casi inexpugnable.
Las otras dos salidas estaban mejor ocultas, una que bajaba hacia el arroyo seco al poniente, otra que salía por el bosque al norte. Cuando empecemos el ataque, explicó Villa. Va a ser rápido y sin cuartel. No queremos darle tiempo al chaparro de escapar por alguna de sus salidas secretas y tampoco queremos que tenga oportunidad de usar rehenes para negociar. Fierro escupió al suelo.
Y si tiene a la muchacha de la señora ahí adentro, por eso mismo no podemos fallar, respondió Villa. Si está viva, cada minuto que perdamos puede ser su último. Y si ya está muerta. Su voz se endureció sonar como acero. Entonces ese desgraciado va a morir más despacio de lo que había planeado.
Los dos disparos de Juvencio resonaron por la cañada como truenos lejanos, el eco rebotando entre las paredes de piedra. Villa sintió una satisfacción fría al escucharlos. Dos centinelas menos, dos obstáculos eliminados. Ahora el camino hacia la cueva estaba despejado. “Muchachos”, dijo Villa montando a siete leguas y desenfundando su pistola. Ha llegado la hora de enseñarle al chaparro qué pasa cuando alguien usa el nombre de Pancho Villa para hacer cochinadas.
“Vámonos a cazar alimañas”. Los caballos se movían como espíritus entre los pinos, sus cascos amortiguados por la gruesa alfombra de agujas secas que cubría el suelo del bosque. Villa había dividido su grupo según el plan acordado. Fierro y dos hombres fueron a bloquear la salida norte. María Luz y Candelario tomaron posiciones en el arroyo seco del poniente, mientras él avanzaba con Martín Ávila hacia la entrada principal de la cueva.
El silencio era tan profundo que parecía tener peso propio. Solo se escuchaba el murmullo lejano del viento entre las ramas de pino y el ocasional crujido de alguna rama seca bajo los cascos de los caballos. Villa conocía ese tipo de quietud. Era la calma mortal que precedía a las batallas decisivas cuando todos los elementos se alineaban para un desenlace violento e inevitable.
A medida que se acercaban a la formación rocosa donde estaba la cueva, Villa comenzó a distinguir los primeros signos de actividad humana. Humo fino que se alzaba desde algún punto entre las rocas, probablemente de una fogata mal apagada. El olor característico de caballos sudados y estiércol fresco, y algo más sutil, pero inconfundible, para quien había pasado años rastreando enemigos.
El aroma de miedo humano mezclado con pólvora y metal. “Mi general”, susurró Martín Ávila, señalando hacia una sombra que se movía entre las rocas. “Ahí hay otro centinela.” Villa siguió la dirección indicada y vio a un hombre flaco y barbudo que fumaba un cigarrillo mientras observaba distraídamente el sendero de acceso.
El tipo parecía relajado, confiado en que los dos centinelas que Juvencio había eliminado eran protección suficiente. Su rifle descansaba contra una roca, demasiado lejos para alcanzarlo rápidamente si fuera necesario. Ese [ __ ] no sabe que ya matamos a sus compañeros”, murmuró Villa. “Vamos a aprovecharnos de esa ignorancia.
” Desmontaron a unos 100 m de distancia y se acercaron a pie, usando las rocas y los arbustos como cobertura. Villa había aprendido durante años de guerra que el factor sorpresa valía más que 10 hombres adicionales. Un enemigo que no sabe que está siendo atacado es un enemigo ya derrotado.
El centinela siguió fumando tranquilamente, ajeno al peligro que se acercaba. Milla pudo ver que era joven, probablemente uno de esos muchachos perdidos que se unían a bandas criminales porque no tenían ni educación ni oportunidades legítimas. En otras circunstancias, Villa habría sentido lástima por él. Pero este joven había elegido seguir a un monstro y esa elección tenía consecuencias. La aproximación final fue silenciosa como casa de Puma.
Villa emergió de detrás de una roca cuando estaba a menos de 10 m del centinela, su cuchillo ya en la mano. El joven tuvo tiempo apenas de abrir los ojos con sorpresa antes de que el acero le atravesara el corazón. Murió sin emitir sonido, su cigarrillo cayendo humeante sobre la tierra seca.
Tres menos, murmuró Villa limpiando la hoja en la camisa del muerto. Ahora vamos a ver qué nos espera en la cueva. La entrada principal era exactamente como la habían descrito, una abertura oscura en la cara de un risco, protegida por formaciones rocosas naturales que la convertían en fortaleza casi inexpugnable. Pero Villa notó algo que lo tranquilizó.
No había más centinelas visibles, lo que significaba que el chaparro se sentía seguro en su madriguera. La arrogancia era debilidad y Villa sabía aprovechar las debilidades de sus enemigos. Desde su posición elevada podía haber actividad dentro de la cueva. Sombras que se movían contra las paredes iluminadas por el fuego de antorchas.
Voces que llegaban amortiguadas por la distancia y el eco. Contó por lo menos seis hombres diferentes, más las voces que no podía identificar claramente. El chaparro tenía efectivamente entre 15 y 20 seguidores, como habían calculado. Había algo más que le llamó la atención.
Entre las voces masculinas, Villa escuchó claramente gemidos femeninos. No eran gritos de dolor agudo, sino lamentos constantes y ahogados de quien ha perdido la esperanza. El sonido le atravesó el pecho como puñalada helada. Había mujeres vivas ahí adentro, probablemente varias, en condiciones que no quería imaginar. Hijos de perra”, murmuró entre dientes. “los vamos a matar a todos.
” Una hora después, cuando el sol comenzaba a declinar detrás de las montañas, Villa recibió las señales convenidas de sus otros grupos. Fierro había bloqueado la salida norte sin problemas, eliminando a dos guardias que encontró dormidos junto a un arroyo. María Luz había tomado posiciones en la salida oeste, donde descubrió que el chaparro tenía caballos enillados y listos para huir.
Era confirmación adicional de que el cobarde siempre tenía plan de escape preparado. Ahora vamos a forzarlo a que use esos caballos”, murmuró Villa cargando su rifle con movimientos mecánicos. “Pero no va a llegar muy lejos.” El ataque comenzó con un grito que hizo eco por toda la cañada. “¡Charles! Hijo de la chingada, sal de tu madriguera como hombre.
” La voz de Villa resonó entre las rocas como rugido de león, cargada de autoridad y amenaza mortal. Soy Pancho Villa, el de verdad, y vengo a cobrarte las cochinadas que has hecho en mi nombre. La reacción dentro de la cueva fue inmediata. Gritos de alarma, carreras desesperadas, sonido de armas siendo cargadas a toda prisa. Villa sonrió con satisfacción fría. El pánico era su aliado.
Hombres asustados cometían errores mortales. “No me vengas con pendejadas, villa”, gritó una voz aguda desde el interior de la cueva. “Aquí tengo rehenes. Si te acercas las mato a todas. Ya las tienes medio muertas, desgraciado,”, respondió Villa. “por lo menos dales la oportunidad de morir con dignidad en vez de seguir sufriendo en tus manos.
” Hubo un silencio tenso, roto, solo por el sonido de conversaciones urgentes dentro de la cueva. Villa podía imaginar la escena, el chaparro tratando de organizar una defensa con hombres que nunca habían enfrentado una situación así. Criminales de cantina que sabían abusar de indefensos, pero que temblaban ante la perspectiva de pelear contra revolucionarios verdaderos.
Escúchame bien, Villa”, volvió a gritar la voz del chaparro. “Yo también soy revolucionario. He estado recaudando dinero para la causa. Todo lo que he hecho ha sido por México. Mentiroso, hijo de perra”, rugió Villa, su voz cargada de desprecio absoluto. Los revolucionarios no violan muchachas ni torturan inocentes. Tú no eres más que una alimaña que se esconde detrás de mi bandera.
El primer disparo vino desde dentro de la cueva, una bala que se estrelló contra las rocas a pocos metros de donde estaba villa. Era tiro desesperado, sin puntería, pero confirmaba que el chaparro había decidido pelear en vez de rendirse. Villa sonrió. Prefería así, muerte limpia en combate, sin necesidad de ejecutar prisioneros.
Martín, gritó a su compañero, dale duro a la entrada, que no puedan asomar la cabeza. Los rifles de Villa y Martín comenzaron a escupir fuego y plomo contra la boca de la cueva. Las balas rebotaban en las paredes de piedra, creando un eco ensordecedor que se multiplicaba hasta sonar como batalla campal. Desde adentro respondieron con fuego errático, disparos desesperados que se perdían en la vastedad de la cañada.
Villa sabía que esta parte del plan era solo distracción. El verdadero objetivo era forzar al chaparro a intentar escapar por alguna de las otras salidas donde Fierro y María Luz lo estarían esperando. Un cobarde acorralado siempre trataba de huir en vez de pelear hasta el final. Después de 20 minutos de tirotello, Villa escuchó lo que estaba esperando.
El sonido de disparos viniendo del lado norte de la montaña. Fierro había encontrado su presa. Los tiros eran espaciados y precisos. No el fuego desesperado de hombres en pánico, sino la puntería calculada de un soldado experto eliminando blancos uno por uno. “Se están escapando por el norte”, murmuró Villa con satisfacción.
“Fierro les va a enseñar que no hay salida.” Pero apenas había terminado de hablar cuando escuchó otra serie de disparos, esta vez del poniente donde estaba María Luz. El chaparro era más astuto de lo que había pensado. Había dividido sus hombres enviando grupos por ambas salidas alternativas, mientras él probablemente se preparaba para usar la tercera ruta de escape que nadie conocía.
“Ese cabrón tiene más salidas de las que sabíamos”, murmuró Villa. “Pero no importa cuántas tenga, todas terminan en el mismo lugar, en la tumba.” Los gritos desde dentro de la cueva se habían vuelto más desesperados. Villa podía distinguir la voz del chaparro dando órdenes contradictorias, maldiciendo a sus hombres, amenazando a sus rehenes.
Era el sonido del pánico de un hombre que se había dado cuenta de que su reino de terror estaba llegando a su fin. El silencio que siguió a los últimos disparos fue más aterrador que el ruido de la batalla. Villa esperó con el rifle listo, escuchando los ecos que rebotaban entre las paredes de la cañada hasta desvanecerse en susurros. Sabía por experiencia que los momentos más peligrosos llegaban después de que cesaba el fuego, cuando el enemigo podía estar muerto, herido o preparando una última jugada desesperada.
Mi general, susurró Martín Ávila señalando hacia la entrada de la cueva. Algo se mueve ahí adentro. Villa agusó la vista y vio una sombra que se acercaba cautelosamente a la boca de la caverna. No era la silueta del chaparro, sino de alguien más alto y delgado. La figura se detuvo justo en el límite donde la luz del atardecer se encontraba con la oscuridad de la cueva.
“Villa!”, gritó una voz que no era la del chaparro. Soy Pascual Moreno. Quiero hacer trato contigo. Villa sonrió con frialdad. Conocía ese nombre por los informes que había recibido. Pascual era uno de los lugarenientes del chaparro. Un muchacho de poco más de 20 años que había caído en las garras del maldito por necesidad más que por maldad.
Podía ser útil. Sal con las manos donde las pueda ver. respondió Villa. Y más te vale que no sea trampa, porque si es así, te voy a matar más despacio que a tu jefe. Pascual emergió de la cueva con las manos levantadas, su rifle colgando del hombro izquierdo como señal de rendición.
Era efectivamente joven, con cara de quien había visto demasiada violencia para su edad, pero conservaba algo de humanidad en los ojos. Villa había aprendido a distinguir entre los criminales por vocación y los que habían caído por circunstancias, y este muchacho pertenecía al segundo grupo. “Más cerca”, ordenó Villa, “y habla rápido, que no tengo toda la noche.” Pascual avanzó hasta quedar a unos 30 m, lo suficientemente cerca para hablar sin gritar, pero lo bastante lejos para que Villa pudiera matarlo antes de que intentara algo estúpido.
El joven temblaba visiblemente, pero había determinación en su postura que sugería que había tomado una decisión importante. “Mi general”, dijo Pascual, su voz quebrada por los nervios. “yo no soy como el chaparro. Me metí en esto porque no tenía trabajo ni familia, pero nunca lastimé mujeres ni niños. El cabrón ese me tenía amenazado.
Decía que si no hacía lo que él quería me iba a matar. Villa estudió al muchacho con ojos de soldado experimentado. Había algo genuino en su desesperación, algo que no podía fingirse fácilmente. Durante la revolución había aprendido que la mayoría de los hombres no eran completamente buenos ni completamente malos, sino que las circunstancias los empujaban hacia un lado o el otro. ¿Qué quieres de mí?, preguntó Villa.
Información, respondió Pascual rápidamente. Le digo todo lo que sé sobre el chaparro, sobre sus planes, sobre dónde tiene escondidas las muchachas, sobre las otras salidas de la cueva. Pero a cambio usted me deja vivir. No soy asesino, mi general. Solo quiero salir de esta pesadilla. Villa intercambió una mirada con Martín Ávila.
Era oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Con información precisa podrían terminar esta cacería en horas en vez de días. Y cada hora que pasara significaba más sufrimiento para las víctimas que pudieran estar vivas. “Está bien”, gritó Villa.
“Pero si me mientes en cualquier cosa, te juro que te voy a desollar vivo. Ahora dime, ¿dónde está ese hijo de perra?” Pascual respiró profundamente antes de responder. Se escapó por el túnel que va hacia el arroyo grande, el que está más alponiente que el que conocen ustedes. Tiene otra cueva preparada allá, más pequeña, pero con solo una entrada.
llevó consigo a tres de sus hombres más fieles y a dos muchachas. Villa sintió una punzada de frustración mezclada con alivio. El chaparro había escapado, pero llevaba rehenes, lo que significaba que por lo menos algunas estaban vivas. Y si solo tenía una entrada en su nuevo escondite, sería más fácil cercarlo sin posibilidad de fuga.
¿Cuántas muchachas había en total?, preguntó Villa, aunque temía la respuesta. Cinco, mi general. Una de ellas es la hija de la señora que fue a buscarlo a usted. Las otras las agarró en diferentes ranchos durante las últimas semanas. Pascual bajó la cabeza visiblemente avergonzado. Tres ya están muertas. El chaparro las mató cuando se le antojó, no más por diversión.
Villa cerró los ojos y respiró profundamente tratando de controlar la rabia que amenazaba con explotar en su pecho. Tres muertas, dos vivas, números fríos que representaban tragedias humanas, vidas destrozadas por el capricho de un monstruo que se escudaba detrás de la bandera revolucionaria. “¿Dónde está exactamente esa otra cueva?”, preguntó Villa.
Pascual señaló hacia el poniente, donde el sol se ocultaba detrás de una formación rocosa que parecía diente gigantesco, como a una hora de cabalgata por el sendero del ganado. Está escondida entre unos peñascos que parecen una corona de piedra. Tiene agua cerca y lugar para esconder caballos. Por eso el chaparro la escogió como refugio de emergencia.
Villa asintió. Era información valiosa, pero necesitaba confirmar que el muchacho no le estaba mintiendo. Había visto demasiados casos de criminales que inventaban historias elaboradas para salvar el pellejo. “¿Cuántos hombres le quedan al chaparro?”, preguntó.
Tres, como le dije, Fermín Sánchez, que le dicen, “El [ __ ] mayor es el más peligroso, es sicario de verdad, ha matado como a 20 hombres con su pistola. Los otros dos son hermanos, los Herrera. Buenos pelear, pero no muy listos.” Pascual se secó el sudor de la frente con la manga. “Pero mi general, ¿hay algo más que debe saber? ¿Qué cosa? El chaparro tiene dinamita. la robó de una mina abandonada hace como un mes.
Si se siente perdido, va a volar la cueva con todo y él adentro, con tal de que no lo agarre vivo. Villa sintió un escalofrío. Dinamita cambiaba completamente la situación. Un hombre desesperado con explosivos podía matar a todos, incluyendo a los rehenes, antes de permitir que lo capturaran. Necesitaba replantear toda su estrategia.
“¿Cuánta dinamita?”, preguntó. como 10 cartuchos suficientes para derrumbar media montaña, respondió Pascual. Los tiene guardados en una caja de madera junto con mechas y detonadores que también robó de la mina. Villa maldijo en voz baja. La situación se había complicado enormemente. Ya no podía simplemente cercar la cueva y bombardearla hasta que se rindieran.
Necesitaba aproximación más sutil, algo que le permitiera neutralizar la amenaza explosiva antes de atacar. En ese momento llegaron corriendo Candelario Cervantes y dos de sus hombres, con las ropas desgarradas por los matorrales y expresiones de frustración en los rostros sudorosos. “Mi general”, jadeó Candelario, “ese hijo de perra se nos escapó.
Encontramos el túnel por donde salió, pero cuando llegamos al arroyo seco ya no estaba. Seguimos el rastro como una hora, pero se perdió en terreno rocoso. Ya sé por dónde se fue, respondió Villa señalando a Pascual. Este muchacho me dio información. El chaparro está en otra cueva, pero tiene dinamita y está dispuesto a usarla. Candelario miró a Pascual con desconfianza.
¿Y usted le cree a este cabrón? ¿No será que nos está llevando a una trampa? Villa estudió el rostro del joven por un momento más. Durante la revolución había desarrollado un instinto casi infalible para distinguir entre verdad y mentira, entre miedo genuino y actuación desesperada. Pascual tenía la expresión de quien había tomado una decisión difícil, pero necesaria.
Le creo”, dijo Villa finalmente, “Pero si me está engañando, va a ser lo último que haga en su vida”. Se dirigió a Pascual directamente. ¿Qué más sabe sobre esa cueva? ¿Cómo podemos entrar sin que se dé cuenta? Hay una grieta en la parte de atrás por donde se puede meter un hombre delgado, respondió Pascual.
El chaparro no la conoce porque nunca ha explorado bien el lugar. Yo la descubrí hace como un mes cuando andaba buscando agua para los caballos. Villa sonrió por primera vez en horas. Una entrada secreta era exactamente lo que necesitaba para resolver el problema de la dinamita. Si podía infiltrar a uno de sus hombres por esa grieta, podrían neutralizar los explosivos antes de lanzar el ataque principal.
¿Qué tan estrecha es esa grieta?, preguntó. como para que pase Juvencio, pero no alguien más grande”, respondió Pascual. Está como a 50 metros de la entrada principal, escondida detrás de unos nopales gigantes. Villa asintió. Juvencio era perfecto para ese tipo de misión. Joven, delgado, silencioso como sombra y mortal como víbora cuando era necesario.
Con él infiltrado en la cueva podrían desarmar la trampa explosiva y rescatar a las muchachas antes de ajustar cuentas finales con el chaparro. “Pascual”, dijo Villa, su voz adquiriendo un tono que no admitía discusión. “Vas a guiarnos hasta esa cueva y vas a mostrarle a mi hombre exactamente donde está esa grieta. Si todo sale como dices, te dejo ir libre.
Pero si hay trampa, si algo no es como lo describiste, te juro que te voy a hacer sufrir más de lo que el chaparro hizo sufrir a sus víctimas. Pascual asintió vigorosamente. No hay trampa, mi general. Solo quiero salir de esta pesadilla con vida. Le voy a mostrar exactamente todo como es. Villa miró hacia el horizonte, donde el sol se hundía como bola de fuego detrás de las montañas.
Tenían tal vez una hora de luz natural antes de que cayera la noche completa, tiempo suficiente para llegar hasta la cueva del chaparro y preparar el ataque final. Muchachos, dijo Villa a sus hombres, se acabó el tiempo de planear. Ahora vamos a terminar lo que vinimos a hacer. Vamos a matar a ese desgraciado y vamos a liberar a esas muchachas.
Y después de esta noche nunca más nadie va a usar el nombre de Pancho Villa para hacer cochinadas. La cabalga hacia la cueva final se hizo en silencio mortal, cada hombre perdido en sus pensamientos, mientras las sombras de la noche comenzaban a tragarse la sierra. Pascual guiaba el grupo por senderos que solo los contrabandistas conocían. Caminos serpenteantes que evitaban los riscos más peligrosos, pero alargaban el recorrido.
Villa observaba al joven con atención constante, buscando cualquier señal de traición, cualquier indicio de que los estuviera llevando hacia una emboscada. Pero Pascual cabalgaba con la postura derrotada de quien ha abandonado toda esperanza, excepto la de sobrevivir. Sus hombros caídos, su mirada fija en el sendero, la forma en que sus manos temblaban ligeramente al sostener las riendas.
Todo indicaba que había roto definitivamente con el chaparro y ahora apostaba su vida a la clemencia de villa. Por ahí, murmuró Pascual, señalando hacia una formación rocosa que se alzaba como catedral de piedra contra el cielo estrellado. La cueva está del otro lado, escondida entre esos peñascos que parecen dedos de gigante. Villa estudió el terreno con ojos de estratega.
La posición era naturalmente defensiva, rodeada de rocas que ofrecían cobertura, pero también limitaban las rutas de escape. Si el chaparro había elegido ese lugar como último refugio, era porque sabía que tendría que hacer su última batalla ahí. No había más lugares a donde huir. Desmontaron a 200 m de la formación rocosa y continuaron a pie, moviéndose como sombras entre los nopales yes que crecían salvajes en las laderas.
La luna creciente proporcionaba luz suficiente para no tropezar, pero no tanta como para ser fácilmente detectados. Villa había aprendido que las mejores cacerías se hacían en esas noches de media luz, cuando el cazador podía ver sin ser visto. “Ahí está”, susurró Pascual, deteniéndose detrás de una roca que ofrecía vista completa de la cueva. “¿Ve esa luz que sale de la entrada? Ahí están.
” Villa miró hacia donde indicaba el joven y efectivamente vio el resplandor amarillento de una fogata que bailaba contra las paredes interiores de la caverna. Podía distinguir sombras moviéndose dentro, figuras humanas que se desplazaban nerviosamente como si supieran que el peligro se acercaba. También escuchó voces, aunque no pudo entender las palabras por la distancia y el eco. “¿Dónde está la grieta de atrás?”, preguntó Villa Pascual.
señaló hacia la izquierda, donde la formación rocosa se curvaba formando un semicírculo natural. Detrás de esos nopales gigantes es como una rajadura en la piedra muy estrecha, pero llega directamente al fondo de la cueva. Villa estudió la ruta que tendría que tomar Juvencio. Sería aproximación peligrosa, atravesando terreno abierto donde cualquier centinela podría verlo.
Pero si lograba llegar hasta la grieta sin ser detectado, tendría acceso directo al interior de la cueva. Encio, llamó Villa en voz baja. El joven se acercó silenciosamente con esa economía de movimientos que lo caracterizaba. ¿Vesos nopales de allá? Detrás hay una grieta que lleva al interior de la cueva. Necesito que entres por ahí, localices la dinamita y la neutralices sin hacer ruido. Cuvencio estudió el terreno con ojos de soldado profesional.
¿Y después qué, mi general? Después rescatas a las muchachas si puedes y nos das la señal para atacar. Pero si algo sale mal, si te descubren antes de neutralizar los explosivos, sales de ahí inmediatamente. No quiero que te vueles junto con ellos. Juvencio asintió y comenzó a revisar su equipo.
Cuchillo bien afilado, pistola cargada, una pequeña navaja adicional escondida en la bota. Villa lo había visto prepararse así muchas veces antes de misiones peligrosas y siempre lo impresionaba la calma mortal que mostraba el muchacho ante el peligro. “Dame una hora”, murmuró Juvencio. “si no han escuchado de mí para entonces, significa que algo salió mal.
El Betén, “cuidado, hijo”, respondió Villa usando el tono paternal que reservaba para sus hombres más jóvenes. “Ese chaparro es rata acorralada y las ratas acorraladas muerden.” Juvencio desapareció en la oscuridad como si se hubiera evaporado, su figura oscura fundiéndose con las sombras de la sierra hasta volverse invisible.
Villa lo perdió de vista a los pocos metros, impresionado una vez más por la habilidad del muchacho para moverse sin ser detectado. Los minutos que siguieron fueron los más largos de la noche. Villa y sus hombres permanecían inmóviles detrás de las rocas, observando la entrada de la cueva, escuchando las voces que llegaban desde adentro.
ocasionalmente distinguía palabras sueltas, órdenes del chaparro a sus hombres, maldiciones nerviosas, algún llanto ahogado que probablemente venía de las muchachas cautivas. Fue Martín Ávila quien lo vio primero. Mi general, susurró señalando hacia la entrada de la cueva. Alguien sale. Una figura apareció en la boca de la caverna, silueteada contra el resplandor de la fogata interior.
Era hombre alto y fornido que Villa reconoció por las descripciones. Fermín Sánchez, el [ __ ] mayor, el sicario profesional que servía como brazo armado del chaparro. El hombre miraba hacia todos lados con desconfianza, rifle en manos, obviamente inquieto por algo. “Ese cabrón sabe que andamos cerca”, murmuró Villa.
“Los criminales desarrollan instinto para el peligro, como los animales salvajes. El [ __ ] mayor permaneció parado en la entrada durante varios minutos escuchando los sonidos de la noche tratando de detectar cualquier cosa fuera de lo normal. Villa contuvo la respiración sabiendo que el menor ruido podría alertar al sicario y arruinar toda la operación.
Finalmente, el hombre regresó al interior de la cueva, aparentemente satisfecho de que no había amenaza inmediata, pero Villa notó que no apagó la fogata ni dejó de hablar en voz alta, señales de que seguían nerviosos y alerta. 40 minutos después de que Juvencio desapareciera, Villa escuchó el sonido que había estado esperando, un búo ululando dos veces desde la dirección de la grieta trasera.
Era la señal convenida que significaba que la dinamita había sido neutralizada y que el ataque podía proceder. “Llegó la hora”, murmuró Vila, cargando su rifle y revisando su pistola por última vez. Vamos a terminar con esta pesadilla. Se dividieron según el plan acordado. Villa y Martín atacarían la entrada principal, mientras Candelario y sus hombres rodearían la formación rocosa para evitar que alguien escapara por rutas alternativas.
Pascual se quedaría atrás, custodiado por uno de los hombres de Villa, tanto para evitar que huyera como para protegerlo de cualquier bala perdida. La aproximación final fue silenciosa, como casa de coyote. Villa se movía de roca en roca, aprovechando cada sombra, cada depresión del terreno, cada arbusto que pudiera ofrecerle cobertura.
Podía sentir la adrenalina corriendo por sus venas, esa mezcla familiar de excitación y concentración mortal que aparecía antes de cada batalla. Cuando estuvo a 50 metros de la entrada, Villa se detuvo y gritó con voz que resonó como trueno entre las rocas. Charles, hijo de la chingada, soy Pancho Villa y vengo a cobrarte las cochinadas que has hecho. Sal de ahí como hombre. La reacción fue inmediata.
Gritos de pánico, carreras desesperadas, sonido de armas siendo cargadas. Pero esta vez Villa no escuchó la voz del chaparro respondiendo. En su lugar fue el [ __ ] mayor quien gritó desde adentro. Villa, hijo de perra, aquí te esperamos. Ven por nosotros si tienes huevos. Villa sonrió en la oscuridad. Le gustaba así.
Enemigos que no se escondían detrás de rehenes, sino que aceptaban el desafío como hombres. Iba a ser placer matarlos. El primer disparo vino de Villa, una bala que se estrelló contra las rocas junto a la entrada de la cueva. Era tiro de advertencia, señal de que la batalla había comenzado.
La respuesta fue inmediata, una lluvia de balas que salió de la caverna como granizada mortal buscando carne enemiga en la oscuridad. Villa se agachó detrás de su roca y comenzó a disparar con precisión calculada. Cada tiro tenía propósito. Mantener a los enemigos agachados, impedir que se acercaran a la entrada, forzarlos a gastar municiones en blancos que no podían ver claramente.
Desde adentro llegaban gritos y maldiciones. Villa podía distinguir por lo menos tres voces diferentes, confirmando que el chaparro tenía efectivamente solo tres hombres consigo. Pero faltaba algo. No escuchaba la voz característica del propio chaparro, esa voz aguda y colérica que había identificado en la primera cueva.
“¿Dónde está tu jefe, [ __ ] mayor?”, gritó Villa durante una pausa en el tiroteo. Se escondió atrás de las muchachas como la rata que es el patrón. “Está ocupado, respondió el sicario. Pero ya va a salir a darte tu merecido.” Villa sintió un escalofrío de alarma. Si el chaparro no estaba participando en la defensa, significaba que estaba haciendo algo más, algo que probablemente no iba a gustarle nada.
El grito que salió del fondo de la cueva heló la sangre en las venas de villa. Era voz de mujer, joven, aterrorizada, pidiendo auxilio con desesperación que atravesaba el alma como puñalada. El sonido fue seguido por la risa aguda y cruel del chaparro. esa risa que había atormentado los sueños de tantas víctimas.
“Oye bien, Villa!”, gritó la voz del chaparro desde las profundidades de la caverna. “Si no te largas ahora mismo, esta muchachita va a sufrir más de lo que te puedes imaginar y después va a ser el turno de la otra.” Villa sintió que la rabia le subía desde las tripas como lava ardiente. El cobarde estaba usando las rehenes como escudo humano, amenazando con torturarlas si no se retiraba.
Era la jugada más baja que podía hacer un hombre, pero típica de alguien como el chaparro, que nunca había peleado una batalla limpia en su miserable vida. Suéltelas, desgraciado”, rugió Villa. “Son inocentes. Si tienes algo que arreglar conmigo, sal y arréglalo como hombre. Inocentes mis huevos”, respondió el chaparro con voz cargada de maldad.
“Estas [ __ ] son parte del botín de guerra y si quieres recuperarlas, vas a tener que pasar sobre mi cadáver.” En ese momento, Vila escuchó ruido de forcejeo desde adentro, seguido por un grito agudo que se cortó abruptamente. Su sangre se congeló al darse cuenta de lo que estaba pasando.
El chaparro estaba cumpliendo su amenaza, lastimando a las muchachas para forzarlo a retirarse. Pero entonces sonó algo que cambió todo. un disparo desde el interior de la cueva, seguido por un alarido de dolor que definitivamente no venía de ninguna mujer. Villa reconoció inmediatamente el sonido del rifle de Juvencio, inconfundible por su calibre específico.
“Ya estuvo, cabrón!”, gritó una voz que Villa reconoció con alivio. “Era juvencio, vivo y en acción. Las muchachas están libres. Dale duro, mi general.” Villa no necesitó más invitación. Se incorporó de detrás de su roca y avanzó hacia la entrada de la cueva, disparando su rifle tan rápido como podía cargar. Detrás de él, Martín Ávila hacía lo mismo y desde los flancos llegaba el fuego de apoyo de Candelario y sus hombres.
El [ __ ] mayor apareció en la entrada de la cueva rifle en mano, tratando de organizar una defensa desesperada. Era hombre grande y experimentado, sicario profesional que había sobrevivido a decenas de tiroteos, pero esta vez se enfrentaba a revolucionarios de verdad, no a campesinos desarmados o rivales de cantina.
Villa le puso la mira encima y disparó. La bala le pegó al [ __ ] mayor en el hombro derecho, haciéndolo girar como trompo y estrellarse contra la pared de la cueva. El sicario trató de levantar el rifle con la mano izquierda, pero Martín Ávila le puso fin con un tiro certero al pecho, que lo mandó al suelo para no levantarse jamás.
Los otros dos hombres del chaparro, los hermanos Herrera, duraron menos. Candelario los agarró tratando de escapar por una grieta lateral y los mató con dos disparos precisos que resonaron como martillazos entre las rocas. En menos de 5 minutos toda la resistencia organizada había sido eliminada.
Villa llegó a la entrada de la cueva con la pistola en una mano y una antorcha en la otra. La luz del fuego reveló una escena que se le quedó grabada para siempre. juvencio de pie junto a dos muchachas que temblaban abrazadas una contra la otra y el chaparro acurrucado en un rincón, sangrando de una herida en la pierna y gimiendo como animal herido. “Mi general”, dijo Juvencio con voz calmada, “la dinamita está neutralizada.
Las señoritas están lastimadas, pero vivas. Y este hijo de perra ya no va a molestar a nadie más.” Villa se acercó lentamente al rincón donde estaba el chaparro. A la luz de la antorcha, el enano del [ __ ] se veía exactamente como lo que era, un hombre pequeño y insignificante que había compensado sus complejos físicos con crueldad extrema.
Sus ojos pequeños y crueles ahora mostraban el pánico del cobarde que se enfrenta finalmente a las consecuencias de sus actos. Charles”, dijo Villa con voz que sonó como lápida de mármol, “Llegó tu hora de pagar. Espérate, Villa”, gimió el chaparro arrastrándose hacia atrás hasta que la pared de roca le impidió retroceder más.
Podemos hacer negocio. Yo conozco donde tienen escondido dinero los federales. Te puedo hacer rico. No necesito tu dinero sucio, respondió Villa. Lo único que necesito es tu muerte. Pero si somos iguales gritó el chaparro desesperadamente. Los dos somos bandidos, los dos matamos gente, los dos tomamos lo que queremos.
Villa se detuvo y miró al miserable con expresión que combinaba disgusto y lástima. ¿Sabes cuál es la diferencia entre tú y yo, desgraciado? Yo peleo contra soldados armados que pueden defenderse. Tú lastimas mujeres indefensas que no pueden hacer nada contra ti. Yo lucho por cambiar México. Tú no más satisfaces tus instintos de animal.
El chaparro trató de decir algo más, pero Villa ya había tomado su decisión. levantó la pistola y apuntó a la cabeza del enano del [ __ ] Esto es por todas las mujeres que lastimaste, por todas las familias que destruiste y por haber manchado el nombre de la revolución. El disparo resonó en la cueva como trueno final. Jals el chaparro, el enano abusador que había aterrorizado el norte de México durante años, quedó inmóvil contra la pared de piedra. sus ojos crueles cerrados para siempre.
Villa se volvió hacia las muchachas que seguían abrazadas una contra la otra. Una era morena y delgada, la otra gerita y más joven. Ambas tenían marcas de maltrato, pero estaban vivas y eso era lo más importante. “Señoritas”, les dijo Villa con la voz gentilaba para hablar con mujeres honradas. Ya terminó su pesadilla.
Nadie las va a lastimar nunca más. La morena, que parecía un poco mayor, logró hablar con voz quebrada. ¿Usted es el general Villa de verdad? El mismísimo, respondió Villa. ¿Cuál de ustedes es la hija de la señora que vino a buscarme? Yo soy esperanza”, dijo la herita y al escuchar su propio nombre se echó a llorar como si acabara de recordar quién era.
Villa sintió una satisfacción profunda y dolorosa al mismo tiempo. Había cumplido su promesa. La muchacha estaba viva y libre, lista para regresar con su madre, pero también sabía que las heridas del alma tardarían mucho más en sanar que las del cuerpo. Juventino”, le dijo Villa a su hombre, “Envuelve a las señoritas en Zarapes y prepáralas para el viaje. Las vamos a llevar de regreso con sus familias.
” Mientras Juvencio cuidaba a las muchachas, Villa salió de la cueva y se encontró con sus hombres, que habían terminado de registrar los alrededores. No había más sorpresas, no había más enemigos escondidos, la pesadilla había terminado definitivamente. ¿Qué hacemos con el cuerpo? preguntó Candelario, señalando hacia el interior de la cueva dondecía el chaparro. “Déjalo que se lo coman los coyotes”, respondió Villa.
“Las alimañas como esa no merecen sepultura cristiana. Montaron a las muchachas en los caballos más mansos y comenzaron el viaje de regreso hacia el valle, donde las familias desesperadas esperaban noticias.” Villa cabalgaba en silencio pensando en la conversación que había tenido con el chaparro antes de matarlo.
Las palabras del maldito habían tocado una fibra sensible, la cuestión de si realmente había diferencia moral entre un revolucionario y un bandido. Pero mirando hacia atrás, donde Juvencio ayudaba a las muchachas libres, Villa supo que sí había diferencia, una diferencia fundamental que se medía no en las balas disparadas o en la sangre derramada, sino en el propósito detrás de cada acto violento.
Él mataba para construir un México mejor. El chaparro había matado solo para satisfacer sus demonios personales. Cuando llegaron al rancho de Don Eliano tres días después, Villa cumplió su segunda promesa. Entregó a Esperanza en los brazos de su madre, que se desmayó de pura alegría al verla viva.
La otra muchacha, que se llamaba Socorro, también fue reunida con su familia, que había viajado desde Parral al saber las noticias. Mi general”, le dijo la madre de esperanza tratando de besar sus manos. “¿Cómo le pago lo que hizo por nosotros?” “No me debe nada, señora,”, respondió Villa.
“Yo le debía a usted por avisarme que un desgraciado andaba manchando mi nombre. Ahora estamos a mano.” Esa noche Villa se sentó en el portal del rancho bajo las estrellas, bebiendo café y repasando los eventos de los últimos días. María Luz se sentó a su lado y permanecieron en silencio durante largo rato, cada uno perdido en sus pensamientos.
¿En qué piensas? Le preguntó finalmente María Luz. En que siempre va a haber desgraciados como el chaparro, respondió Villa. Y en que siempre va a ser necesario que alguien los pare. María Luz asintió. Conocía esa melancolía que invadía Ailla después de las misiones más sucias. esa tristeza de quien ha tenido que ensuciarse las manos para limpiar el mundo.
Pero lo importante, añadió Villa, es que esta vez la justicia llegó antes que fuera demasiado tarde. Esas muchachas van a poder reconstruir sus vidas, van a poder ser madres algún día van a poder olvidar. El viento nocturno trajo el aroma de lluvia distante, promesa de que las tierras secas de Chihuahua pronto verdearían de nuevo.
Villa se levantó, se despidió de Don Eliano y montó a siete leguas. Era hora de regresar a la guerra, hora de seguir peleando por el México que soñaba. Pero mientras cabalgaba hacia el horizonte, Villa sabía que esta historia se contaría en los pueblos durante generaciones. historia del día en que Pancho Villa le enseñó al enano abusador que hay una diferencia abismal entre un revolucionario y un criminal y que esa diferencia, por pequeña que parezca a veces es lo que separa la justicia de la barbarie, la esperanza de la desesperación, el futuro del pasado. En
la distancia, un coyote aulló a la luna como si cantara el requiem del chaparro maldito. Y el eco de ese aullido se perdió en la inmensidad del desierto, donde los justicios de Pancho Villa cabalgaban hacia nuevas batallas, llevando consigo la promesa de que en México, tarde o temprano, siempre llega la justicia.
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