En el caluroso verano de 1858, las amas de llaves de la elegante mansión Blackwatt, en el sur de Estados Unidos, entraron en la pequeña habitación contigua al estudio principal para hacer la limpieza habitual. Lo que hallaron en esa modesta cama cambiaría para siempre la historia de Georgia.

El coronel Harrison Blackwatt, uno de los hombres más respetados y poderosos de Savana, yacía muerto. Había bebido una mezcla de láudano y arsénico. Su rostro mostraba una expresión que nadie podía comprender, una mezcla extraña de dolor y placer. Pero no fue solo su suicidio lo que escandalizó a toda la ciudad; fue el lugar donde eligió morir y la persona que había ocupado esa habitación: un joven esclavo llamado Morgan, quien había desaparecido misteriosamente en la oscuridad de la noche.

La sociedad blanca del sur quedó horrorizada. El informe médico del esclavo desaparecido, descubierto más tarde, reveló algo que nadie podía entender: Morgan poseía órganos masculinos y femeninos completamente formados y funcionales. Y los diarios secretos del coronel, ocultos en su estudio, hablaban de un amor prohibido, de reflexiones sobre el deseo y de un embarazo que, según toda lógica, no debería haber sido posible.

La historia oficial fue que el coronel murió de un ataque al corazón. Pero la verdad de lo que había ocurrido dentro de esa mansión durante los últimos ocho años era mucho más compleja y trágica.

Todo comenzó en el año 1850, en el corazón del mercado de esclavos de Charleston.

El aire en la casa de subastas de Charmas Street era denso por el calor, el sudor y el miedo. Entre los hombres ricos que evaluaban cuerpos como si fueran objetos, estaba el coronel Harrison Blackwatt. A sus 42 años, era dueño de una fortuna algodonera y representaba todo lo que el sur consideraba respetable. Su matrimonio con Kstens Blackwatt, una mujer de una familia aristocrática, había sido arreglado para unir apellidos, no almas. Tenían hijas, pero no amor, y esa ausencia lo había convertido en un hombre vacío.

Esa tarde, el subastador anunció el lote número 47: un joven esclavo de 15 años llamado Morgan. Su cuerpo era delgado y sus rasgos ambiguos; a veces parecía un muchacho, otras una muchacha.

“El lote 47 viene con documentación especial”, anunció el subastador. “El comprador asume todas las complicaciones asociadas”.

Los compradores se alejaron, pero Harrison permaneció en su lugar, sintiendo una fascinación que no podía nombrar. “Doscientos”, dijo con voz firme. El martillo cayó. Con ese golpe seco, Harrison selló el principio de su propia destrucción y el nacimiento del amor más peligroso del sur esclavista.

En la oficina, le entregaron un sobre sellado. Era el informe médico. El documento afirmaba que Morgan poseía ambos órganos sexuales, un fenómeno anatómico que los médicos no podían explicar. Harrison no sintió repulsión, sino algo que lo estremeció hasta los huesos.

En el carruaje rumbo a Savana, Harrison insistió en que Morgan viajara dentro con él. En la segunda noche, en una posada del camino, no pudo contener la pregunta que lo atormentaba.

“¿Cómo te consideras?”, preguntó. “¿Como hombre o como mujer?”

Morgan levantó la vista, desafiando la regla de no mirar a un hombre blanco a los ojos. “Me considero Morgan, señor. El mundo necesita que yo sea una cosa u otra, pero Dios me hizo ambos. He aprendido que mi existencia incomoda a las personas”.

Las palabras golpearon a Harrison. No era la voz de un sirviente, sino la de alguien que veía la realidad con brutal claridad.

“¿Sabes leer?”, preguntó el coronel. “Sí, señor. Practiqué en secreto”.

Cuando llegaron a Blackwatt Manner, Harrison le dijo: “No trabajarás en el campo. Serás mi asistente personal”.

En el pórtico los esperaba Kstens, su esposa. Sus ojos fríos como el acero se posaron en Morgan. “Parece demasiado frágil”, dijo. “Quizás sería más útil en los campos, donde nadie tendría que verla”.

“He asignado sus tareas”, respondió Harrison con una firmeza que sorprendió a su esposa. Kstens apretó los labios. La sospecha acababa de nacer.

Durante las semanas siguientes, se estableció una rutina. Morgan trabajaba en el estudio durante el día. Pero cada noche, cuando la mansión dormía, Harrison regresaba allí. Hablaban durante horas sobre el Simposio de Platón, filosofía y moral. Harrison se sentía vivo por primera vez. Morgan no era una posesión, sino un espejo que reflejaba la parte de él que el mundo le había obligado a reprimir.

Una noche, mientras discutían sobre el amor, el aire entre ellos se volvió denso.

“¿Sabes por qué te compré en Charleston?”, susurró Harrison. “Creo que sí, señor”, contestó Morgan. “Porque viste en mí algo que también está dentro de ti”.

Esas palabras derrumbaron la última barrera. El coronel rozó el rostro de Morgan. “¿Qué eres?”, preguntó Harrison. “Lo que tú necesites que sea”, respondió Morgan.

Esa noche, en el estudio, la frontera entre amo y esclavo, entre hombre y mujer, se borró para siempre. Fue el único instante de libertad que ambos habían conocido.

Durante los siguientes siete años, mantuvieron su relación oculta. El estudio se convirtió en su santuario. Harrison pensó muchas veces en liberar a Morgan, en enviarlo al norte.

“Podrías irte a Philadelphia”, le dijo una noche. Morgan lo miró con tristeza. “¿Y vivir sin ti? Prefiero una vida en la sombra contigo que una libertad vacía sin ti”.

Estaban atrapados. Pero no sabían que alguien más conocía su secreto. Margaret Chen, la doncella personal de Kstens, una mujer silenciosa y calculadora, había notado las miradas y las excusas. Una noche, forzó la cerradura de un armario en el estudio y encontró los diarios privados del coronel. Al leerlos, comprendió que no era una historia de perversión, sino de dos almas prisioneras. Sabiendo que el desastre era inevitable, Margaret escondió los diarios, decidida a salvar a Morgan.

En agosto de 1858, el equilibrio se rompió. Morgan comenzó a enfermar. Harrison llamó en secreto al Dr. Benjamin Mars. Tras el examen, el rostro del médico reflejaba incredulidad.

“Coronel”, dijo con voz baja, “esta esclava parece tener cerca de 4 meses de embarazo”.

Harrison sintió que el suelo se desvanecía. El médico, sin entender cómo era posible, balbuceó que el embarazo podría matarla y debía ser interrumpido.

“Por favor, señor”, suplicó Morgan, que había recobrado el conocimiento, “no deje que me lo quite. Es mi hijo”.

Harrison miró al doctor. “No dirás una palabra de esto a nadie”.

Pero el tiempo se había acabado. Detrás de la puerta, con el oído pegado a la madera, Kstens Blackwatt había escuchado cada palabra.

Esa noche, ella entró en el estudio. En sus ojos había una furia helada. “Catorce años he sido tu esposa”, dijo temblando. “Soporté tus silencios y todo este tiempo estabas enamorado de un esclavo. Una aberración que ahora lleva en su vientre a tu hijo”.

“Nunca quise hacerte daño”, dijo él.

“Has ridiculizado nuestro matrimonio”, replicó ella. “Ya he hecho los arreglos. Mañana por la mañana, Morgan será vendida a un comerciante que la llevará a las plantaciones de Luisiana. Allí morirá antes de que ese niño nazca, y tú vivirás sabiendo que fuiste tú quien la condenó”.

Harrison la miró horrorizado. Amenazó con el divorcio, con confesarlo todo.

“Entonces, hazlo”, lo desafió Kstens. “Arruina tu nombre. Destruye el futuro de tus hijas. Admite ante toda Savana que te acostaste con una esclava hermafrodita. Veamos si sobrevives a eso”.

Harrison supo que había perdido. Pero no estaba dispuesto a dejar que Morgan muriera.

Esperó a que todos durmieran y despertó a Morgan. Le explicó la traición de Kstens. “Te daré algo”, le dijo, abriendo su caja fuerte. “Oro suficiente y papeles falsos que te declaran libre. Debes huir esta misma noche”.

“No quiero dejarte”, dijo Morgan, temblando. “Ahora tienes que pensar en el niño. Él merece una vida”.

Se abrazaron por última vez. Harrison observó desde el estudio cómo la figura de Morgan, vestida con ropa de hombre, cruzaba los campos de algodón y desaparecía en la oscuridad.

En la madrugada, Harrison escuchó pasos. Kstens entró al estudio, lista para supervisar la venta. “¿Dónde está?”, preguntó con voz temblorosa. “Se fue”, respondió Harrison con una calma vacía.

Kstens comprendió que había perdido el control de la historia. Horas después, los criados encontraron al coronel. Estaba tendido en la cama vacía de Morgan, muerto por el veneno. Antes de perder el conocimiento, Harrison había escrito con su propia sangre una frase en la pared: Muero amando a Morgan. Mi único pecado fue no hacerlo abiertamente.

Kstens, horrorizada, ordenó limpiar las paredes y preparar la historia oficial: un ataque al corazón. Intentó destruir toda evidencia, incluyendo los diarios del estudio. Pero ya era demasiado tarde. Margaret Chen los había escondido semanas antes.

Así, aunque la élite de Savana pagó fortunas por enterrar la verdad, el testimonio del amor prohibido del coronel y el destino de Morgan y su hijo, preservado por la doncella silenciosa, sobrevivió, esperando el día en que la historia finalmente pudiera ser contada.