El Sabor Tenía un Precio

Capítulo I: El Banquete Dominical

El pueblo de San Gregorio no era conocido por sus grandes monumentos ni por sus fiestas ruidosas. Su corazón latía al ritmo de los domingos por la mañana, cuando la plaza principal se llenaba de un aroma que hacía salivar a los muertos: el olor a carnitas. En una esquina, bajo la sombra de un viejo árbol de amate, se levantaba el puesto de Jacinto López. No era un puesto cualquiera; era un santuario, una peregrinación para los paladares más exigentes.

“¡Estilo Michoacán ni que nada! Estas son las buenas”, gritaban los comensales con las manos llenas de grasa y salsa. “Un manjar de los dioses”, murmuraba el padre Anselmo, a pesar de que su fe le prohibía la gula. La gente se peleaba por el último kilo, ofreciendo pagar el doble, jurando que la maciza de Jacinto te hacía ver a Dios. Las filas eran interminables, las tortillas calientitas y el sabor… inolvidable, tan brutalmente delicioso que te hacía olvidar todo lo demás.

Pero el sabor tenía un precio.

Capítulo II: La Desolación de Jacinto y el Último Juego de Carmelo

Jacinto López era un hombre de silencios. Tras la muerte de su esposa, Elodia, su vida se había encogido hasta el tamaño de su granja. Se convirtió en una sombra, un autómata que se movía entre el chiquero y la casa, entre el olor a estiércol y el eco de una risa que ya no existía. Sus únicos compañeros eran los puercos, una docena de animales gordos y silenciosos que criaba en la más absoluta soledad. Hablaba más con ellos que con la gente, contándoles sus penas, sus miedos, sus recuerdos. Los puercos, con sus ojos pequeños e inteligentes, parecían entender.

Una noche, cuando las estrellas brillaban como carbones encendidos y el silencio del campo era casi ensordecedor, la paz de Jacinto se rompió. Don Carmelo, su viejo amigo y compañero de borracheras, llegó tambaleándose a la puerta. Carmelo era un hombre que lo había perdido todo en el juego: su tierra, su casa, y casi su dignidad. Pero nunca había perdido la sonrisa, una sonrisa de pícaro que ocultaba un profundo pozo de desesperación.

—¡Jacinto, viejo! ¡Abre! —gritó, golpeando la puerta con el puño.

Jacinto, resignado, le abrió. El olor a tequila rancio y a tabaco barato llenó la casa. Se sentaron en la pequeña mesa de la cocina, y Carmelo sacó una baraja de cartas manchadas.

—Unas manitas, por los viejos tiempos.

El juego comenzó. Al principio, las risas y los tragos llenaron el aire. Pero Carmelo, como siempre, empezó a perder. La sonrisa de su rostro se desvaneció, reemplazada por un ceño fruncido y una vena que le latía en la sien. La tensión se cocinó tan rápido como el alcohol se le subía a la cabeza.

—¡Eres un tramposo, Jacinto! —gritó, aventando las cartas sobre la mesa.

Jacinto, harto de sus rabietas, guardó silencio. Pero Carmelo, cegado por la ira del alcohol y el fracaso, se levantó de golpe.

—¡Me has estado robando, viejo! ¡Sabes que sí!

Lo empujó. Jacinto, sorprendido y asustado, perdió el equilibrio y cayó. Su cabeza golpeó el borde de la mesa y la furia, una emoción que no había sentido en años, se apoderó de él. No pensó. Solo actuó.

Capítulo III: El Grito en el Silencio

El martillo, una herramienta robusta y pesada, estaba junto a la puerta, como siempre, para arreglar cualquier cerca rota. Jacinto lo tomó, su mente nublada por el enojo y el miedo. Carmelo se le abalanzó de nuevo, con los ojos inyectados en sangre y las manos levantadas. Jacinto no le dio tiempo. Un golpe. Otro. Carmelo cayó con el cráneo abierto como una sandía, su sangre manchando el suelo de madera.

El silencio volvió, pero era un silencio diferente. Un silencio cargado de terror. Jacinto se quedó de pie, el martillo aún en la mano, con el corazón latiéndole como un tambor. La adrenalina se desvaneció, dejando un profundo pozo de pánico. ¿Qué había hecho? ¿Qué iba a hacer?

Arrastró el cuerpo de su amigo hasta el sótano. Ahí estaba la vieja máquina de moler carne que había pertenecido a su abuelo, un artefacto de hierro oxidado que solo se usaba para las carnitas de la familia. Con manos temblorosas, la encendió. El sonido del motor y del acero cortando carne era casi hipnótico, un mantra mecánico que lo alejaba de la horrible realidad.

Pero entonces, algo ocurrió. Mientras trozos de carne, vísceras y pedazos de su antiguo amigo caían al suelo en un montón macabro, un gemido rompió el silencio. Los puercos, atraídos por el olor, se acercaron al borde del chiquero. Gruñeron, un sonido bajo y profundo, y empezaron a comer, devorando los fragmentos que caían. Uno tras otro, los restos de Carmelo desaparecieron entre chillidos de placer. “Oing, oing, oing”, masticaban felices, como si supieran que aquello era un banquete. Fue en ese momento que la mente retorcida de Jacinto tuvo una idea. Una idea tan oscura, tan perversa, que le hizo temblar. Pero la idea era, para su sorpresa, bastante productiva.

Capítulo IV: La Receta del Demonio

Al domingo siguiente, Jacinto se levantó con un nudo en el estómago y un terror gélido en su corazón. Pero cuando preparó las carnitas de sus puercos, que habían devorado la carne de Carmelo, el olor que salió de la cazuela de cobre no era el mismo de siempre. Era más rico, más profundo, más prometedor.

Las carnitas eran diferentes. Más jugosas. Más tiernas. El sabor era brutalmente delicioso, un éxtasis en el paladar. La gente se arremolinaba alrededor del puesto, pidiéndole el secreto de la receta. “¡Dame dos de cachete! ¡Ponle cuerito! ¡Échale salsa hasta que pique!”, gritaban entre mordidas. Se peleaban por un kilo. Le ofrecían pagar el doble. Los más golosos decían que si se morían comiendo esas carnitas, valía la pena.

Jacinto, con una sonrisa forzada y un terror helado en el corazón, sabía que sí valía la pena.

Desde entonces, Jacinto no paró. Al principio, iba por mujeres solitarias que se sentaban solas en las cantinas. Les prometía comida caliente, una cama y un poco de tequila casero. Ya en la granja, las dormía, y el ciclo se repetía: el martillo, el sótano, la máquina, el chiquero. Los puercos se volvían locos de alegría. Comían como si supieran que aquello los hacía especiales. Y cada domingo, el sabor de las carnitas era aún más sublime.

Pero luego vinieron otros. Borrachos sin rumbo que se quedaban dormidos en la plaza, vagabundos que llegaban al puesto y le decían: “Don, ¿me da un taquito, aunque sea sin carne?”. Jacinto les sonreía y les respondía con amabilidad: “Ven mañana a mi granja, allá tengo comida de sobra”. Nadie los volvió a ver. La lista de desapariciones en San Gregorio creció, pero nadie sospechaba del hombre de las carnitas, el hombre que le daba de comer al pueblo.

Así, domingo tras domingo, las carnitas de Jacinto se volvieron leyenda. Los puercos, que se alimentaban de una dieta de terror y desgracia, crecían enormes, con ojos brillosos y una inteligencia que parecía casi humana. Y él, cada vez más callado, más meticuloso. Sabía que su secreto estaba en la “alimentación especial” de sus animales.

Capítulo V: La Venganza de los Muertos

El éxito de Jacinto era abrumador. Compró una camioneta nueva, remodeló su casa y el puesto de carnitas se convirtió en un negocio próspero. Pero el dinero no le daba paz. Vivía en la soledad, con el peso de la culpa y el miedo a ser descubierto. Su conciencia se había convertido en un campo de batalla, un infierno silencioso. Una noche, agotado después de un largo día de trabajo, Jacinto se dejó caer en su sillón de siempre, con la camisa manchada de grasa y una panza inflada de tanto taco. El televisor escupía una telenovela vieja mientras él terminaba su cuarto bote del six.

Fue entonces cuando lo notó. Una sombra cruzó la ventana, una silueta que se movía con una rapidez antinatural. Frunció el ceño. Se levantó pesadamente, escopeta en mano, y se asomó por la puerta. Nada. El viento soplaba como siempre, seco y lleno de polvo. “Pinche cerveza ya me está haciendo ver cosas”, resopló, volviendo a sentarse.

Pero antes de que pudiera acomodarse de nuevo, un llanto rompió el silencio. No era un llanto de bebé. Era algo más… desgarrado, hueco, como si viniera desde muy lejos, desde el fondo del pozo de los olvidados.

Los puercos empezaron a chillar. Primero uno. Luego todos. Chillidos desesperados, alborotados, como si algo los hubiera despertado de un mal sueño. Jacinto se puso de pie, esta vez sin pensarlo. Salió tambaleándose con la escopeta cargada, siguiendo el sonido hasta el chiquero. El aire ahí era más denso. Más frío. El hedor habitual se mezclaba con algo distinto… como hierro viejo.

Empujó la puerta del corral. Los chillidos se detuvieron en seco. El silencio regresó, pero esta vez era un silencio que gritaba. Y ahí estaba. Parado frente a él, descalzo y con la cara hundida en sombras, estaba el último vagabundo que había llevado a su granja. El mismo que había pedido “un taco aunque sea sin carne”.

Jacinto dio un paso atrás.

—Esto no puede ser… estás muerto.

El espectro no respondió. Solo levantó una mano, una mano que parecía hecha de ceniza y sombra, y señaló.

Jacinto se dio la vuelta.

Los puercos lo miraban. Todos. Con los ojos muy abiertos. Brillaban en la oscuridad como carbones encendidos. Sus cuerpos, enormes y pesados, se tensaron, sus hocicos se movieron, emitiendo un gruñido bajo y profundo. En un segundo, se abalanzaron sobre él, una avalancha de carne y furia. Un mordisco y otro.

Jacinto gritó, pero nadie lo oyó. Los chillidos de los puercos se mezclaron con los suyos. El barro salpicaba. Dientes y pezuñas trabajaban sin pausa, devorando la carne que los había alimentado.

Capítulo VI: El Silencio Final

Cuando salió el sol, el chiquero estaba en silencio. No había rastro de Jacinto. Ni huesos. Ni sombrero. Solo la escopeta, doblada como un alambre viejo, y un charco de lodo oscuro que se mezclaba con la sangre.

Ese domingo, la gente de San Gregorio, impaciente por sus carnitas, preguntó por él. Algunos decían que se había ido a Michoacán a mejorar la receta. Otros juraban que lo vieron subiendo a una camioneta negra. El puesto de carnitas, desolado, era la única evidencia de que la leyenda había existido.

Pero los puercos…

Los puercos estaban más gordos que nunca, con los ojos brillando con una inteligencia que no les correspondía. Se quedaron en silencio, mirando al horizonte, con sus vientres llenos. La leyenda de las carnitas de San Gregorio, el sabor inolvidable, se había ido con Jacinto. Pero la verdad, oculta en los ojos de los puercos y en el silencio del chiquero, era que el sabor tenía un precio. Y ahora, el chiquero estaba vacío, esperando la próxima visita. El ciclo, para ellos, acababa de comenzar.

FIN