Su esposa murió hace tres años… pero hoy la vio en el mercado

El aire de Monterrey era un monstruo de dos cabezas: una soplaba el aliento helado de la Sierra Madre y la otra, el fuego de las fundidoras que habían forjado la fortuna de la familia Vargas. Mateo Vargas vivía permanentemente bajo el aliento helado. El fuego se había extinguido para él hacía exactamente tres años, dos meses y catorce días. El día que enterró a su esposa, Elena.

El informe fue brutalmente clínico. Accidente automovilístico en la carretera a Saltillo. Un tráiler perdió los frenos en una curva traicionera. El impacto, el fuego. El reconocimiento fue una tortura burocrática, un trámite del infierno realizado a través de objetos calcinados: un fragmento de su pulsera de plata, el anillo de bodas fundido y deforme. No quisieron mostrarle el cuerpo. “Es por su bien, señor Vargas”, dijo el forense con una piedad que a Mateo le pareció un insulto.

Desde entonces, la vida de Mateo era un eco. Vivía en el mismo penthouse de San Pedro Garza García, con las mismas vistas panorámicas de la ciudad que a Elena le encantaban, pero ahora los ventanales solo le devolvían el reflejo de un hombre hueco. A sus treinta y cinco años, dirigía con una eficiencia mecánica la división de aceros de la empresa familiar, pero su alma se había quedado en aquel cementerio, bajo una lápida de mármol blanco que rezaba: Elena de la Torre de Vargas. Amada Esposa. Luz Eterna.

Su padre, Don Armando, un patriarca de voluntad de acero como el imperio que dirigía, lo presionaba para que “siguiera adelante”. La vida, los negocios, el linaje de los Vargas no se detenían por el dolor de un hombre. Pero para Mateo, el tiempo se había fracturado.

Ese sábado, el sol golpeaba el asfalto con la furia del desierto. Mateo no supo por qué condujo hasta el centro, lejos de su burbuja de opulencia. Quizás fue el hastío, o una necesidad masoquista de sentir el pulso de la vida que a él le faltaba. Se adentró en el caos vibrante del Mercado Juárez. El aire olía a cilantro fresco, a chicharrón crujiente y al caos dulce de la vida. Vendedores gritaban sus ofertas, el acordeón de un músico callejero lloraba una cumbia y el gentío se movía como un solo organismo.Generated image

Y entonces, la vio.

Estaba de espaldas a él, en un puesto de flores, regateando el precio de unas gardenias. Llevaba el cabello, ese mismo cabello castaño con reflejos de sol, recogido en una trenza sencilla que caía sobre un vestido de algodón color durazno. Era más delgada, tal vez, y su ropa era humilde, pero la forma en que inclinaba la cabeza, el gesto de su mano al apartar un mechón rebelde… era Elena. Era su Elena.

El corazón de Mateo, ese músculo muerto que solo bombeaba sangre por obligación, dio un golpe tan violento que lo dejó sin aire. El ruido del mercado se desvaneció en un zumbido sordo. El tiempo se detuvo.

No puede ser. Estás enloqueciendo.

Pero sus pies se movieron solos, abriéndose paso entre la gente con una urgencia que no sentía desde hacía años. Estaba a solo unos metros. La mujer se giró para pagarle al vendedor, y su perfil quedó expuesto a la luz. La misma nariz respingada, la curva suave de su mandíbula.

—Elena… —susurró él, la palabra se le atoró en la garganta, era un sonido áspero, oxidado.

La mujer se sobresaltó al oír su voz. Se dio la vuelta por completo y lo miró. Y el mundo de Mateo se hizo añicos por segunda vez.

Eran sus ojos. Esos ojos color miel, grandes y expresivos, que podían calmar tormentas o desatarlas. Pero estos ojos lo miraban con una confusión total, con el recelo que se le reserva a un extraño. Y había algo más: una pequeña cicatriz blanca, casi imperceptible, justo en el arco de su ceja izquierda. Una cicatriz que Elena no tenía.

—¿Disculpe? —dijo ella. Su voz. Era su voz, pero sin la melodía cantarina que él recordaba. Era más plana, más cautelosa—. ¿Nos conocemos?

Mateo se quedó paralizado. La gente chocaba contra él, pero no los sentía. Su mente era un torbellino de imposibilidades.

—Tú… eres Elena —logró decir, dando un paso más cerca.

La mujer retrocedió instintivamente, apretando el ramo de gardenias contra su pecho como un escudo. El miedo se asomó a sus ojos.

—Usted se equivoca, señor. Mi nombre es Valeria. Valeria Sánchez. Ahora, si me disculpa…

Se dio la vuelta y empezó a caminar rápidamente, perdiéndose entre la multitud. La reacción de Mateo fue visceral. No podía perderla. No otra vez.

—¡Espera! —gritó, y comenzó a seguirla.

La persecución fue un borrón surrealista a través del laberinto del mercado. Pasaron puestos de frutas exóticas, carnicerías con su olor metálico, tiendas de hierbas que prometían curar el mal de ojo y el desamor. Mateo la llamaba, “¡Elena, por favor, detente!”, pero cada grito solo la hacía acelerar, su rostro lleno de pánico.

Finalmente, ella salió a la bulliciosa Avenida Juárez. El sol lo cegó por un instante. La vio intentar cruzar la calle, esquivando coches que tocaban el claxon con furia. Un camión de ruta estuvo a punto de atropellarla. Se detuvo en la otra acera, con el pecho subiendo y bajando agitadamente, y se giró para mirarlo con una mezcla de terror y furia.

—¡Déjeme en paz! ¡No sé quién es usted! —le gritó, y luego se echó a correr, desapareciendo en la boca de una estación de metro.

Mateo se quedó plantado en medio del caos, con el corazón martillándole en los oídos. El olor a gardenias que ella había dejado a su paso lo envolvió como un fantasma. ¿Era posible? ¿O el dolor finalmente había destrozado su cordura? Pero esos ojos… nadie podía tener esos ojos. Y la cicatriz… ¿podría haberla tenido en el accidente?

Volvió al penthouse como un sonámbulo. Se sirvió un whisky con mano temblorosa y se plantó frente al gran retrato de Elena que presidía la sala. Era ella. La mujer del mercado era ella. Pero era otra persona al mismo tiempo.

La obsesión se apoderó de él con la fuerza de una fiebre. Contrató al mejor investigador privado de la ciudad, un ex-policía cínico llamado Héctor Rivas.

—Quiero que encuentre a una mujer. Se llama Valeria Sánchez. La vi en el Mercado Juárez —le dijo Mateo, omitiendo la parte crucial. No quería que lo tomaran por loco.

Rivas la encontró en menos de cuarenta y ocho horas. Vivía en la colonia Independencia, un barrio humilde y laberíntico en las faldas del cerro. Trabajaba en una pequeña florería. Según los registros, Valeria Sánchez había llegado a Monterrey hacía poco menos de tres años. No tenía familia conocida. Había sido encontrada en un hospital rural de Coahuila, cerca del lugar del accidente de Elena, desorientada y sin memoria. Amnesia total. El nombre “Valeria” se lo había puesto una enfermera.

La palabra amnesia explotó en la mente de Mateo. Todo encajaba. El accidente. El cuerpo calcinado que nunca vio. La aparición de “Valeria” en la misma época, en la misma región. Alguien había orquestado una mentira monstruosa.

Fue a la florería. Era un local pequeño, lleno de luz y del perfume dulce de las flores. La vio a través del cristal, atando un lazo en un ramo de rosas. Se veía tranquila, concentrada. Su paz era una bofetada para el tormento de Mateo.

Entró. El tintineo de una campanilla anunció su llegada. Ella levantó la vista y su sonrisa se congeló. El color huyó de su rostro.

—Usted otra vez —dijo, su voz apenas un susurro.

—Necesitamos hablar —dijo Mateo, intentando mantener la calma—. Por favor. No voy a hacerte daño.

Se sentaron en una pequeña mesa en la parte trasera. Mateo le contó todo. Le habló de Elena, de su vida juntos, del accidente. Le mostró fotos en su teléfono. Fotos de su boda, de sus viajes. La mujer miraba las imágenes con una curiosidad distante, como si viera la vida de una extraña.

—Esa mujer se parece a mí —admitió, su voz temblaba—. Pero no soy yo. No recuerdo nada de esto. Mi vida empezó hace tres años, en un hospital.

—¡Porque te lo robaron! —exclamó Mateo, su desesperación creciendo—. ¡Alguien te robó tu vida, Elena! ¡Nuestra vida!

Ella negó con la cabeza, las lágrimas asomando a sus ojos color miel. —No me llame así. Soy Valeria. Y usted me está asustando.

La visita fue un desastre. Se fue de allí sintiendo que solo la había alejado más. Pero no se iba a rendir. Si “Valeria” no podía recordar, él la obligaría a hacerlo.

Empezó a desenterrar el pasado. Con la ayuda de Rivas, revisó cada detalle del accidente. Descubrieron inconsistencias. El primer policía en la escena había pedido un traslado repentino a otro estado una semana después. El conductor del tráiler, que supuestamente había muerto en el hospital, nunca tuvo un funeral público; la compañía de transportes, una empresa fantasma, se disolvió poco después.

La pieza clave llegó de la fuente más inesperada: Ricardo de la Torre, el hermano de Elena. Ricardo siempre había sido la sombra de su hermana. Ambicioso, resbaladizo. Había heredado el control de la empresa constructora de su padre, pero siempre había vivido bajo el yugo financiero de Elena, quien había heredado la mayor parte de la fortuna personal. Su relación era tensa. Después de la “muerte” de Elena, Ricardo se había acercado a Mateo, mostrándose como un cuñado afligido, un aliado en el dolor.

Mateo lo citó en su oficina.

—Ricardo, estoy investigando de nuevo el accidente de Elena. Hay cosas que no cuadran.

Ricardo palideció, pero lo ocultó rápidamente tras una máscara de preocupación. —¿Mateo, qué estás diciendo? ¿Por qué te torturas así? Tienes que dejarla ir.

—La vi, Ricardo —soltó Mateo, observando su reacción como un halcón—. La vi viva.

El control de Ricardo se resquebrajó por una fracción de segundo. Un tic nervioso apareció en su párpado. —¿Qué tonterías dices? El dolor te está volviendo loco.

Pero Mateo ya lo sabía. Vio la verdad en esa diminuta traición de sus nervios.

La confrontación final fue digna de una tragedia griega. Mateo convenció a “Valeria” de ir con él a un último lugar. La llevó a su casa de campo en Santiago, una hermosa villa junto a la presa de La Boca. Era el lugar favorito de Elena.

—Solo una hora —le rogó—. Si no sientes nada, te juro que te dejaré en paz para siempre.

Ella aceptó a regañadientes, quizás movida por una pizca de duda que él había sembrado en su alma.

Caminaron por el jardín. Mateo le hablaba de las tardes que pasaron allí. Le mostró el columpio que él mismo le construyó bajo un viejo nogal. Puso en el viejo tocadiscos de la terraza el disco de vinilo que escucharon en su primera cita. Una melodía de Agustín Lara llenó el aire.

Ella cerró los ojos. Su rostro era un lienzo de emociones confusas.

—La música… me suena… —murmuró.

En ese momento, un coche de lujo entró a toda velocidad por el camino de grava. Ricardo de la Torre se bajó de él, con el rostro desencajado por la furia.

—¡Te dije que la dejaras en paz, Vargas! —gritó, caminando hacia ellos.

—¿Qué haces aquí, Ricardo? —preguntó Mateo, interponiéndose entre él y Valeria.

—Vine a detener esta locura. ¡Estás acosando a esta pobre mujer!

Valeria miró a Ricardo, y fue entonces cuando el dique de su memoria se rompió. No fue un recuerdo feliz. Fue una imagen fugaz, terrorífica: el rostro de su hermano, inclinado sobre ella en la oscuridad, el olor a gasolina y a hospital. Su voz susurrando: “Ahora eres Valeria. Elena está muerta. Si hablas, él morirá”.

—Tú… —dijo ella, señalando a Ricardo, su cuerpo temblando violentamente—. Tú estabas allí.

Los ojos de Ricardo se abrieron como platos. La había reconocido.

—¡Cállate! —le espetó.

—Fue por el dinero, ¿verdad? —dijo Mateo, conectando las piezas con una claridad helada—. La fortuna de Elena. Si ella moría, una parte volvía a ti. Si yo moría, todo volvía a ti. Pero no podías matarme directamente, mancharía el nombre de los De la Torre. Así que fingiste su muerte para destrozarme. Para que me hundiera en la miseria hasta que cometiera un error o me quitara la vida.

Ricardo soltó una risa amarga, desquiciada. —¡Se lo merecía! ¡Siempre fue la favorita de papá! ¡Siempre lo tuvo todo! Y tú… tú me la quitaste. ¡Esa fortuna era mía por derecho! Pagué a todo el mundo. El conductor, los policías, los médicos. El cuerpo calcinado fue de una indigente. Fue el plan perfecto. Y lo habría sido, si no fueras tan malditamente obstinado.

En un arrebato de pánico, Ricardo sacó una pistola. —Pero todavía puedo arreglarlo. Dos cuerpos más. Una tragedia. El esposo desconsolado y su acosada. Nadie sospechará.

Apuntó a Mateo. Pero antes de que pudiera disparar, Valeria, o Elena, actuó. Con un grito que era una mezcla de rabia y terror, le arrojó un pesado jarrón de terracota que estaba sobre una mesa cercana. El jarrón golpeó el brazo de Ricardo. El disparo se desvió, rompiendo un cristal. Mateo se abalanzó sobre él, y ambos cayeron al suelo en una lucha brutal.

La pelea terminó con el sonido de las sirenas. Héctor Rivas, a quien Mateo había alertado antes de ir, había estado vigilando. La policía irrumpió en el jardín.

El escándalo sacudió a la élite de Monterrey hasta sus cimientos. Ricardo de la Torre fue arrestado, su imperio se desmoronó.

Para Mateo y Elena, sin embargo, la batalla apenas comenzaba. Los recuerdos de ella volvían en oleadas caóticas, dolorosas. Era una extraña en su propia vida, una mujer con el alma de Valeria y el rostro y el pasado de Elena. Él tuvo que aprender a tener paciencia, a entender que la mujer que amaba había muerto de cierta forma en aquel accidente, y que esta nueva mujer, forjada en el trauma y la supervivencia, era alguien a quien tenía que volver a conocer.

Una tarde, meses después, estaban sentados junto a la alberca de la casa de campo. Ella lo miró, sus ojos color miel ya no llenos de miedo, sino de una calma melancólica.

—A veces extraño ser Valeria —confesó en voz baja—. Su vida era simple. No llevaba el peso de todo esto.

Mateo le tomó la mano. Sus dedos se entrelazaron.

—Valeria te mantuvo a salvo hasta que pudiste volver a ser Elena —le dijo él—. Pero no tienes que ser ninguna de las dos. Puedes ser quien tú quieras ser. Y yo estaré aquí, aprendiendo a amarte de nuevo, cada día.

Ella apoyó la cabeza en su hombro, y por primera vez en tres largos y tortuosos años, Mateo Vargas sintió que el sol de Monterrey volvía a calentarle el alma. El fuego no se había extinguido. Solo había estado esperando, bajo las cenizas, para volver a nacer.