El sol de abril caía sobre el río Bravo con una luz dorada que parecía engañosa

en su calma. En la orilla sur, soldados mexicanos observaban el horizonte con

fusiles viejos en las manos y uniformes que ya mostraban el desgaste de meses

sin pago. Muchos eran apenas muchachos de 17 o 18 años, reclutados en pueblos

del interior con promesas de gloria y defensa de la patria. Al otro lado del

río, las tropas estadounidenses establecían campamentos ordenados con

artillería moderna y una disciplina militar que contrastaba brutalmente con

la situación del ejército mexicano. La tensión había crecido durante meses.

Desde que Texas se había separado de México en 1836, la herida nunca había sanado

completamente. México nunca reconoció esa independencia y ahora, 10 años

después Estados Unidos había anexado ese territorio, pero la disputa iba más allá

de Texas. El gobierno estadounidense reclamaba que la frontera debía estar en

el Río Bravo, mientras México insistía en que la línea correcta era el río

Nueces, más al norte. Entre ambos ríos se extendía una franja de tierra

polvorosa que se había convertido en el centro de una crisis que pronto desataría una guerra. En la Ciudad de

México, el presidente José Joaquín de Herrera intentaba mantener la calma. Su

gobierno era débil, constantemente amenazado por facciones militares y políticas que lo acusaban de cobardía

frente a las provocaciones estadounidenses. Las calles de la capital hervían con

rumores de golpes de estado, traiciones y conspiraciones. El ejército mexicano,

que en papel contaba con decenas de miles de soldados, en realidad estaba

fragmentado, mal equipado y dividido por lealtades personales a diferentes

generales. Los cuarteles carecían de municiones suficientes. Los soldados no

recibían su paga con regularidad y muchos oficiales compraban sus rangos en

lugar de ganarlos por mérito. Mientras tanto, en Washington, el presidente

James K. Paulk miraba hacia el oeste con una visión clara de expansión

territorial. La doctrina del destino manifiesto había capturado la imaginación de muchos estadounidenses,

la creencia de que su nación estaba destinada a extenderse desde el Atlántico hasta el Pacífico, California,

Nuevo México y los vastos territorios del norte mexicano brillaban como

objetivos alcanzables. Polk necesitaba un pretexto y la disputa fronteriza lo

proporcionaría. En marzo de 1846, el general Zachary Taylor recibió

órdenes de avanzar con sus tropas hacia el río Bravo. Sus hombres marcharon hacia el sur, estableciendo el fuerte

Texas frente a la ciudad mexicana de Matamoros. La provocación era evidente.

Las autoridades mexicanas protestaron, advirtieron, pero sus palabras se

perdieron en el ruido de tambores y botas militares. El general Pedro de

Ampudia, al mando de las fuerzas mexicanas en la región, observaba los

movimientos enemigos con impotencia. Sus soldados querían defender su tierra,

pero carecían de los recursos para enfrentar al ejército que se desplegaba frente a ellos con una eficiencia

mecánica. El 25 de abril de 1846,

una patrulla de caballería estadounidense adentró en territorio disputado. Una

unidad de dragones mexicanos los interceptó. El enfrentamiento fue breve

pero violento. 11 soldados estadounidenses murieron. Varios más

fueron capturados. La sangre había sido derramada. Polk tenía su justificación.

Ante el Congreso estadounidense declaró que México había invadido territorio

americano y derramado sangre americana en suelo americano. La guerra fue

declarada el 13 de mayo de 1846. En México la noticia llegó como un

trueno que muchos habían visto venir, pero que aún así conmocionó a la nación.

El presidente Herrera ya había sido derrocado meses antes por el general Mariano Paredes y Arriaga, quien

prometía una defensa más enérgica. Pero las promesas no alimentaban soldados ni

fabricaban pólvora. El ejército mexicano enfrentaba una crisis existencial.

Mientras los generales discutían en salones de la capital sobre estrategias y honores, los soldados rasos en el

norte esperaban órdenes claras que nunca llegaban con la rapidez necesaria. La

primera gran batalla ocurrió en Palo Alto el 8 de mayo de 1846.

El general Mariano Arista había cruzado el río Bravo con aproximadamente 4000

hombres para enfrentar a las fuerzas de Taylor. Los soldados mexicanos avanzaron

por un terreno abierto, sus uniformes azules y blancos destacando contra el

pasto seco. Llevaban mosquetes anticuados, muchos heredados de las

guerras de independencia. Décadas atrás algunos soldados eran veteranos

curtidos. Pero la mayoría eran reclutas recientes que apenas habían disparado sus armas en

entrenamiento. Las tropas estadounidenses los esperaban con artillería volante, cañones que

podían moverse rápidamente por el campo de batalla. Cuando comenzó el combate,

las baterías estadounidenses abrieron fuego con una precisión devastadora. Las

balas de cañón rebotaban en la tierra seca, cegando filas enteras de soldados

mexicanos que intentaban mantener su formación. El humo de la pólvora cubría el campo

como una niebla infernal. Los gritos de los heridos se mezclaban con las órdenes confusas de los

oficiales. Los soldados mexicanos avanzaban con valentía, intentando cerrar la distancia para usar sus

bayonetas, pero la artillería enemiga los detenía una y otra vez. Al final del

día, el ejército mexicano se retiró habiendo sufrido cientos de bajas. Los